Campamento Obligado

1336 Palabras
El tríptico que ella leía decía: El campamento Nuevo Oasis ofrece un entorno supervisado donde los jóvenes pueden recibir terapia individual y grupal en contacto con la naturaleza. Los profesionales, como psicólogos y consejeros, trabajan con ellos para abordar problemas como trastornos de conducta, ansiedad, depresión y adicciones. Era la tercera vez que lo leía y aun no podía creer que la inscribieron. El vuelo con número 65933 despegó el domingo quince de agosto del año dos mil treinta y dos desde Texas, Estados Unidos de América. Renée observaba pensativa por la pequeña ventanilla. Las nubes blancas la ponían nerviosa. Le disgustaba saber que sus pies se encontraban muy lejos de la tierra firme. A su lado iba un anciano que empezó a dormitar apenas terminó el despegue; cosa que agradeció porque aborrecía a las personas que hablaban sin que se lo pidieran. Aburrida, sacó la tableta del bolso para seguir escribiendo en sus notas que el terapeuta le ordenó hacer. Releyó de mala gana lo último que escribió. Fue el miércoles en la noche. Ese día tuvo una discusión con su padre. Él y su madre se separaron cuando ella estaba por cumplir los dieciséis. Su hermana mayor tomó el divorcio tan mal que decidió inscribirse en una universidad lejana. Renée creía que sus padres se harían viejos juntos, pero un año antes de su ruptura las constantes peleas cambiaron su percepción. Al final, no lograron reponerse de la breve infidelidad que su madre mantuvo con un vecino venezolano. Verlo a diario afectó a su padre, hasta que lo llevó a ser quien pidiera el divorcio. Desde entonces, sabe que él sufre en silencio. Cursaba el onceavo grado del high school. Sus calificaciones eran tan malas que estaba a punto de perder el año. Poco le importaba. La escuela representaba para ella una molestia innecesaria. Sabía que podría sobrevivir haciendo videos sobre cualquier tontería que estuviera de moda. En el aeropuerto de Chiapas ya la esperaba su tía Nora, prima segunda de su padre. Ella fue quien la llevó hasta el lugar de reunión. En Texas también tenían ese tipo de actividades, hubiera sido mucho más sencillo buscar allí, ¡pero no! Su padre tenía que enviarla a un país que apenas y visitaba una vez al año. Los estudiantes, a punto de salir del autobús que aparcó después, se desplazaban como corriente en un río. Renée se despidió a secas de su tía y caminó a paso desganado entre la multitud. Moría de ganas de empujar a más de uno por quedarse a platicar. Se interponían en su paso. Prefería escuchar música, de lo contrario su mente se sumergiría en una pesadilla recurrente que llevaba perturbándola durante semanas. No era extraño. Antes de que su madre decidiera que ella y su hermana Lauren se quedarían con su papá, soñó tres veces que ella se fugaba con el vecino. En la pesadilla que evitaba, Renée se encontraba en un sitio helado y oscurecido, y chorros de líquido carmín salían disparados directos a ella. Cada noche que volvía a tener el mismo sueño, despertaba con una sensación de desasosiego, como si algo se estuviera gestando, algo que iba más allá de esas noches inquietantes. Fuera como fuera, ese día no tenía ganas de pensar en simples proyecciones nocturnas. La bienvenida en ese horroroso campamento iba a comenzar pronto. Entre la multitud, la atención de Renée fue a dar a un joven alto y de dorados cabellos lacios y largos. Enseguida decidió que ese campamento no tenía por qué ser aburrido. El auditorio donde se llevaría a cabo la primera “charla” estaba decorado con colores pasteles y lonas con frases que a ella le parecían ridículas. Los asistentes se iban acomodando en sus asientos conforme llegaban. Eran más de doscientos jóvenes, según la lista que una de las orientadoras. Renée pensó que los contaban como reses en el matadero. Algunos jóvenes conversaban entre sí, otros solo se mantenían callados y a la espera. Ella se acomodó en una de las filas de atrás. Su mirada curiosa se movía de un lado a otro buscando al chico rubio, pero no logró ubicarlo. Media hora más tarde los asientos ya escaseaban. De reojo notó que alguien a su derecha buscaba uno libre. Sin más alternativas, tuvo que quitar su mochila de mala gana para que él se sentara. Se trataba de un muchacho cabizbajo de gafas de pasta negra que solo la saludó con la mano, se acercó y se sentó. La conferencia dio inicio con un orador apasionado que hablaba sobre cómo nació la idea del campamento. «Seguro lo inventó alguien que no tenía nada mejor que hacer y que gusta por la tortura de los adolescentes», pensó Renée. Como no le interesaba saber el origen de tan prometedor encuentro juvenil, tomó un pedazo de papel del cuaderno y se dispuso a hacer figuritas de papel. Mientras, su vecino de asiento se mantenía casi sin moverse, atento al discurso. Durante una pausa en la conferencia, Renée se giró para tomar un sorbo de agua de la botella. Sus ojos se encontraron por accidente con los del joven de al lado. Él, sorprendido, enseguida desvió la mirada. Renée sintió una sensación que no podía explicar, pero la hizo girar de nuevo, en más de una ocasión. Cuando la conferencia terminó y la multitud empezó a dispersarse, Renée salió veloz hacia el vestíbulo. La incomodidad que experimentó encendió las alarmas. Desconocía qué clase de chico problema era ese sujeto, y prefería mantener su distancia con él. —El siguiente traslado será a San Cristóbal de las Casas —avisó un orientador escuálido y de ojos saltones—. Pero para poder continuar, es necesario que entreguen todos, sin excepción, sus aparatos electrónicos. La persona que sea descubierta será merecedora de una tarde en detención, y créanme. —Rio malévolo—, no les gustará. Se oyeron quejidos, un joven hasta lloró cuando se acercaron para solicitarle sus aparatos. Renée solo llevaba el celular y la tableta. Envió veloz un último mensaje de voz a su padre donde le decía que lo aborrecía por haberla mandado al campamento y que no podría escribirle hasta que saliera de ese infierno. Al bajar del autobús, ella echó un vistazo a su alrededor. San Cristóbal le pareció una ciudad colonial bien preservada. Era la primera vez que veía calles empedradas. Además, el paisaje montañoso la maravilló, aunque no lo expresara ni con la cara. Mientras buscaba al grupo al que fue asignada, chocó el costado con alguien. ¡Se trataba del chico rubio! —¡Cuidado! —dijo él. —Cuidado tengo. Tú tenlo —respondió, fingiendo estar molesta. Por alguna razón, creía que portarse así era favorecedor. Fue el acento melódico de Renée lo que llamó la atención del chico. —Me tocó el grupo azul —dijo él, alzando su tarjeta—, ¿y tú? —Púrpura. —Renée observó desganada el arcaico distintivo. —Oh, creo que son esos de allá. El dedo del joven fue a dar a un grupo donde reconoció al de los lentes. —¡Reúnanse con su equipo! ¡Ya, ya, ya! —gritó una orientadora de piel negra y voz ronca—. Los grupos deben ser de cincuenta integrantes, ¡ni uno más ni uno menos! —Es mejor que vayas o empezarán las amonestaciones —le advirtió sonriente el joven. —Bye. —Renée avanzó hastiada hasta allá. Iba a medio trayecto cuando, de repente, el muchacho de los lentes volvió a mirarla con la intención de saber si ella era parte del equipo. Un inesperado zumbido sutil hizo que Renée perdiera la coordinación. Se queda sin aliento y comienza a escuchar el susurro que la llama desde el fondo de su ser. Es inentendible y melancólico. Una ligera vibración recorre el suelo. Por poco y se cae, logra detenerse a tiempo, aunque siente un tirón en el pecho. Un tirón doloroso y molesto que pretende no volver a sentir.
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