La mañana amaneció sin nubes, como si el cielo hubiese decidido regalarle a Gina un cuadro perfecto para su boda. El hotel‑hacienda, a veinte minutos de la ciudad, estaba adornado con bugambilias blancas y mesas de mantelería marfil. El aire olía a hierba recién cortada y a pétalos de rosa pulverizados por el sol. En la suite nupcial, Gina respiraba despacio mientras la maquillista perfilaba el último trazo de delineador. Su madre se movía por la habitación recogiendo tazas de té y envoltorios de flores, parloteando sobre lo radiante que se veía su hija. Luna su weddin planner iba y venía con el celular: coordinaba fotógrafos, damas y música. April una de sus damas, arreglaba detalles de su ramo. Todo parecía en orden, pero el corazón de Gina galopaba con un presagio extraño. Gerald, seg

