Gerald se sentó frente al terapeuta con los hombros tensos y el ceño fruncido. Había accedido a ir a la consulta para evitar que Gina se fuera. Durante días, ella había guardado silencio, esquivando sus caricias, sus palabras, sus intentos de disculpa. Cuando finalmente le dio el ultimátum, se sintió acorralado. —Está bien, iré —le dijo, con los labios apretados—. Pero sólo porque quiero que esto funcione. En su fuero interno, Gerald no creía que necesitaba terapia. Lo que había hecho… no era tan grave. ¿Cuántos hombres no perdían el control alguna vez? La mayoría jamás lo reconocía. Él, al menos, estaba dando la cara. Eso debía contar, ¿no? La primera sesión fue incómoda. El terapeuta, un hombre mayor de voz suave, le pidió que hablara de sus emociones. Gerald odió cada segundo. Cuando

