Después de casi media hora que pareció un abismo sin fin, la voz fría y profesional de la doctora Collins atravesó el aire denso.
—Ben... Lo siento mucho, pero Felicia no lo logró.
Repaso todo en su mente tratando de encontrar un error, en que momento el sueño se volvió esta pesadilla. Sin pensarlo, se levantó y caminó hacia la sala de quirófano, como arrastrado por un impulso ciego.
El lugar estaba todavía hecho un caos. Las sábanas blancas teñidas con manchas de sangre, las máquinas que ahora descansaban mudas, los médicos y enfermeras recogiendo apresuradamente los restos del drama que acababa de terminar. Y ahí, en medio de todo, ella: Felicia, tendida en una camilla, el rostro despejado pero pálido, como si estuviera dormida.
Una enfermera se acercó para acompañarlo, con gesto compasivo y silencioso.
—Ben, no debería estar aquí solo...
Pero él la detuvo, con una voz ronca y quebrada.
—Por favor, necesito estar con ella… a solas ... un rato.
La enfermera asintió, aunque su mirada estaba llena de dudas, casi miedo. Antes de salir, Ben se volvió con un susurro urgente:
—Por favor, tráiganme a la bebé. Quiere despedirse de su mamá.
La enfermera dudó, como si pensara que estaba fuera de sí, que la desesperación lo había quebrado más de lo que podía soportar. Pero desde el fondo del quirófano, la doctora Collins asintió lentamente, otorgando su consentimiento silencioso.
Ben no podía apartar la vista de Felicia. Sus manos seguían manchadas de sangre, la sensación de la piel fría y frágil de su esposa lo atravesaba como un puñal invisible. Y entonces, la pequeña Emma llegó en brazos del pediatra, aún cálida, frágil, un ser vivo que parecía un milagro en medio de tanta tragedia.
Ben la tomó con cuidado, con el amor infinito y la desesperación contenida de un hombre que, en un solo segundo, había perdido todo y lo tenía todo al mismo tiempo.
Su voz apenas fue un susurro roto:
—Hola, Emma… —la apretó contra su pecho—. Lo siento, mi amor. Te fallé… a las dos.
Y en ese instante, con el corazón de Felicia ya silenciado a unos pasos de ellos, con lágrimas que aún no brotaban pero que quemaban por dentro, Ben supo que ese era el primer día del resto de su vida. Uno donde el amor de su vida ya no estaría. Uno donde tendría que aprender a ser padre solo, con el alma desgarrada y un amor que sería a la vez su mayor fuerza y su mayor tormento.
Ben no podía moverse. Permanecía allí, de pie, con la hija que tanto habían soñado descansando contra su pecho desnudo, y el cuerpo inmóvil de Felicia apenas a unos pasos. La luz del quirófano parecía más fría que nunca, y el zumbido débil de una de las máquinas —que ahora solo servía como ruido de fondo— era lo único que se escuchaba.
—¿Sabes, Amor? —murmuró, apenas alzando la voz, como si ella pudiera escucharlo, como si aún existiera un hilo invisible entre sus corazones—. Dijiste que me amabas incluso cuando yo dudaba de merecerlo. Que creías en mí cuando ni yo lo hacía…
Se acercó despacio a la camilla, con pasos torpes, con Emma aún en brazos, sin soltarla ni por un segundo. Felicia tenía los labios entreabiertos, los párpados cerrados con suavidad, como si durmiera. Parecía en paz. Pero Ben sabía que no lo estaba. Nadie podía estar en paz con una vida arrancada así, tan de repente, tan violentamente.
La besó en la frente, temblando. Su aliento rozó su piel ya helada.
—Te fallé —susurró, sintiendo cómo las lágrimas, al fin, le nublaban la vista—. Debería haber insistido más. Deberías haber ido a quirofano en cuanto la doctora lo dijo. Pero no… me aferré a esto. A tener una familia. A un sueño. ¿Y a qué costo?
Apretó a Emma, que dormía tranquila, sin saber nada del horror que acababa de ocurrir.
—Te obligué a seguir cuando tú ya estabas cansada. Cuando tu cuerpo pedía auxilio. Yo no lo vi… o no quise verlo.
Las palabras se le quebraban. El dolor lo asfixiaba.
Recordó cada noche en la que hablaban de tener una hija. Las discusiones sobre nombres, las risas cuando Felicia hablaba con la panza, sus peleas tontas sobre el color de las paredes del cuarto del bebé. Todo parecía tan lejano ahora. Como si lo hubiera vivido otra persona.
—Mira a tu hija, Fel —dijo, con la voz hecha trizas—. Es hermosa. Tan frágil… y tan tú. Tiene tu nariz. Y tus labios… Dios, ojalá los conserve. Ojalá pueda enseñarle a ser como tú, aunque yo no sepa cómo carajo hacerlo sin ti.
La miró durante largos minutos, como si quisiera grabar en su memoria cada línea de su rostro. Cada lunar. Cada mechón oscuro que caía sobre su frente. No quería olvidar nada. Porque si olvidaba… era como si Felicia muriera dos veces.
—¿Recuerdas cuando dijiste que todo lo bueno que pasaba era por mí? —preguntó en voz baja, hablando a la nada—. Mentías. Tú eras lo bueno. Tú lo hacías todo más fácil. Incluso cuando el mundo se caía a pedazos, tú lo sostenías todo.
Se arrodilló al lado de la camilla, Emma aún dormida contra su pecho. Las lágrimas finalmente brotaron, silenciosas, implacables. No se molestó en secarlas.
—Perdóname —susurró—. Te obligué a llevar un peso que era mío. Me obsesioné con ser padre… y te perdí.
Emma se removió un poco, como si sintiera la angustia de su padre. Ben bajó la mirada hacia ella, embriagado de amor y culpa. ¿Cómo se supone que debía criar a esa niña cuando todo en su interior estaba roto?
—Tú no tienes la culpa —le dijo a la pequeña—. Tú eres inocente, mi amor. Eres todo lo que queda de ella… todo lo que tengo ahora.
Sus labios rozaron la frente tibia de Emma. Un beso húmedo, mezcla de dolor, amor y miedo. La bebé suspiró y su manita se cerró débilmente sobre el cuello de su camisa, como aferrándose a él sin saberlo.
—Te cuidaré, Emma —juró—. Aunque no sepa cómo, aunque me derrumbe… te cuidaré. Por tu madre. Por ti. Por todo lo que ella quería que fueras.
Volvió a mirar a Felicia.
—Te prometo que no la voy a soltar. Que no voy a rendirme. Pero Dios, Fel… cómo duele. Cómo me está matando esto.
Pasaron minutos. Quizás una eternidad. Nadie se atrevía a interrumpirlo. Ni las enfermeras ni los médicos. Todos sabían que aquel momento era sagrado. El último adiós. El primer contacto con su nueva vida: una donde debía aprender a amar con el corazón destrozado.
Finalmente, con un esfuerzo sobrehumano, Ben se inclinó una vez más sobre el cuerpo de Felicia. La besó en los labios, con un cuidado reverente. Como si aún pudiera despertarla.
—Te amo —dijo, con la voz tan baja que apenas fue un aliento—. Y te voy a amar todos los días. A través de Emma. A través del dolor. En cada recuerdo.
Se incorporó lentamente. Una enfermera se acercó con un par de mantas limpias para Emma, y Ben permitió que la arroparan mientras él sostenía su cuerpecito con la ternura de quien sostiene todo lo que le queda del mundo.
Salió del quirófano con pasos inciertos. El aire del pasillo le pareció espeso, irrespirable. Los rostros que lo miraban —Jason, April, incluso Evan— eran máscaras de angustia y respeto.
Nadie dijo nada. Porque no había palabras. No había consuelo posible.
Ben se detuvo solo un momento, y sin mirar a nadie, solo dijo:
—Se llamará Emma Felicia. Para que nunca la olvidemos.
Y siguió caminando. Con la bebé contra el pecho, con la sangre aún seca en sus brazos, con los ojos de un hombre que había muerto un poco para siempre… pero que seguiría respirando por la única razón que aún latía entre sus brazos.