1. Lo prometo.
— ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe a tu casa?
Niego varias veces, una pequeña sonrisa tranquilizadora dibujándose en mis labios.
— Mañana vas a llevar a desayunar a Olivia — le recuerdo, a lo que él hace una extraña mueca —. Ya es lo suficientemente tarde para que mañana no quieras despertar temprano, Jason. No te preocupes por mí, falta poco camino. Estaré bien.
— Willa… — insiste.
— Anda — lo empujo suavemente —. Te conozco. No eres precisamente madrugador, y no puedes quedarle mal a una chica. Vete.
Antes de que pueda decir algo más, me giro y echo a andar calle abajo. He vivido toda mi vida en este pequeño vecindario y, aunque no es precisamente el mejor del pueblo, tampoco es el peor. Nunca me ha pasado nada, y las tasas de criminalidad son muy bajas. Pero cuando tienes un mejor amigo como el mío, debes estar preparada para que el drama más psicópata imaginable cruce por su mente.
El camino a casa siempre es tranquilo. Ni siquiera me asustan los postes de luz rotos que llevan años sin ser reparados, robándole luminosidad a la carretera y a los pequeños callejones que aparecen en casi cada calle.
Y es que esta noche debería ser como todas las demás.
Solo que no lo es.
Esta noche, sin saberlo, mi vida está a punto de cambiar para siempre.
Con los audífonos puestos, empiezo a tararear mientras camino hacia mi casa, a solo dos calles de distancia. La imagen del pequeño paciente que atendí al final de la jornada sigue grabada en mi mente, recordándome una de las razones por las que elegí esta profesión.
El agradecimiento de las personas —sobre todo el de los niños, cuando los tratas con la bondad y la amabilidad que quizá muchos no les dan— llena más que cualquier empleo mejor pagado.
Y es mientras voy embelesada en mis pensamientos, con la música sonando suave en mis oídos, que lo escucho.
Yo lo escucho.
Son roncos quejidos, seguidos de golpes secos que suenan dolorosos.
Me estremezco y detengo el paso.
Un quejido más fuerte aún, acompañado de nuevos golpes, vuelve a llegar a mis oídos, incluso por encima del sonido de la música.
Camino despacio mientras me quito los audífonos, sintiendo cómo mi corazón se acelera cada vez más. Mis pies quieren huir en dirección contraria; mi pánico me suplica que dé media vuelta y me aleje.
Pero un solo pensamiento, uno que duele y lleva el rostro de mi madre, me empuja directo hacia la escena, impidiéndome ignorar la situación.
— ¿Está muerto? — Una voz masculina pregunta, helándome la sangre.
¿Qué?
Me apoyo contra la pared, intentando ocultarme. La urgencia de salir corriendo me invade con más fuerza a cada segundo.
Pero ahora que estoy tan cerca, algo más que los pensamientos de mi madre me paraliza. Algo que me avergüenza admitir.
No quiero que me vean. No quiero que me hagan daño.
Así que me quedo allí, anclada contra la pared, conteniendo el aire y el temblor.
— No — una voz más suave se une, y luego escucho otro golpe.
— Vámonos, ya es suficiente — dice el hombre de voz más tosca; sin embargo, los golpes no se detienen, los sigo escuchando—. Ya le dejamos claro lo que tiene que hacer. Vámonos.
Y yo, la persona más inteligente del mundo, me quedo allí, en medio de lo que estoy segura es una escena del crimen.
Mis manos tiemblan mientras me aferro a la pared. No me atrevo a asomar la cabeza ni a mirar dentro del callejón.
No me atrevo a intervenir.
No hasta que escucho unas pisadas rápidas alejándose por el extremo contrario del callejón.
Y justo cuando me asomo, lo veo.
No sé cómo mis ojos lo alcanzan, pero la imagen queda grabada en mi mente, como una fotografía imposible de borrar.
Un gran tatuaje colorido se extiende por el brazo de uno de los matones —el mismo brazo que sostiene un cuchillo cubierto de sangre.
Antes de que pueda ver algo más, ambos desaparecen.
Casi al instante, el chirrido de unas llantas contra el pavimento rompe el silencio, seguido por el rugido de un carro acelerando a toda velocidad.
De inmediato, mis pies corren hacia el bulto tirado sobre el suelo húmedo. El hielo corre por mis venas en el instante en que el olor metálico de la sangre me golpea.
Un gran charco de sangre.
Una parte de mí me grita que corra, que me aleje, que esto no me incumbe.
Pero hay una persona herida frente a mis ojos. ¿Cómo podría dejarla allí, como si no fuera más que un objeto roto que encontré en el camino?
— Mierda —la palabra, una que casi nunca digo, se escapa de mi boca mientras mis rodillas raspan la gravilla vieja del suelo desgastado al caer frente al cuerpo.
Mis ojos, aterrados, recorren frenéticamente al pobre ser humano frente a mí, y todo mi cuerpo tiembla sin control.
Es un hombre.
Un hombre al borde de la muerte. Un hombre que necesita ayuda.
Me da miedo tocarlo, pero necesito saber.
Así que, con sumo cuidado, acerco mis dedos temblorosos y busco su pulso. Lo encuentro: débil, casi imperceptible.
— ¿Me escuchas? — Pregunto, inclinando mi rostro hacia el suyo, tratando de captar su atención, de que al menos me oiga.
El olor a sangre se hace más fuerte.
Y él… no responde.
Con las manos temblorosas, rebusco en mi bolso y, torpemente, empiezo a marcar a emergencias.
Pero unos dedos débiles me detienen, cerrándose alrededor de mi muñeca con lo que intenta ser fuerza.
Me congelo, observando esa mano ensangrentada sobre mi piel.
— No.
Un jadeo se escapa de mi boca, porque esa palabra… no la he dicho yo.
—Oh, Dios mío —lo miro, anonadada—. ¡Estás vivo!
Una parte de mí se siente estúpida porque, ¡cielos!, le sentí el pulso; claro que está vivo. Pero nada más consigue salir de mi boca.
—N-no… llames…
¿Qué?
—No hables —susurro, mirando su rostro cubierto de sangre—. Voy a llamar una ambulan…
—¡No! —grita, su mano aferrándose a mi muñeca con una determinación que me asombra en su estado—. N-no llames… n-no llames… a nadie.
¿Que no llame a nadie?
— Pero…
—¡No! —por primera vez, los ojos del chico se abren, apenas un poco. Y me congelo, porque la súplica y la agonía que veo en ellos son demasiado. Demasiado para mí, para cualquiera—. N-nadie.
—Tú… —sus dedos se afianzan en mi muñeca, y sus ojos, apenas más abiertos, me muestran fugazmente un tono castaño manchado por el rojo de las pupilas, consecuencia de lo grave que está—. Estás muy mal.
Él niega y abre la boca para hablar, pero lo único que sale de sus labios agrietados es una tos dolorosa.
Mis ojos siguen fijos en él; la agonía en su rostro me parte por dentro, y no entiendo por qué.
O tal vez sí.
Me recuerda a alguien.
Él es mi oportunidad de redimirme.
—¿Puedes caminar? — Jadeo, consciente de lo estúpida que suena mi pregunta—. Por supuesto que no, si estás casi muert… —me detengo, lo miro, y una risita nerviosa se me escapa—. Estarás bien, estarás bien… no estás muerto.
¡¿Qué era lo que iba a decir?!
¡Iba a declararlo muerto, justo en su cara!
No tengo idea de lo que estoy haciendo, pero sí sé una cosa: su agonía parece disiparse apenas un poco cuando entiende que voy a ayudarlo. Y eso me basta. Eso me dice que estoy haciendo lo correcto.
—N-nadie —susurra el chico de nuevo, sus dedos presionando con debilidad mi muñeca—. N-nadie… s-si me…
— Sh-sh — susurro —. No hables.
Él me ignora.
— N-nadie, si… si me ven…
— No hables…
— M-muero.
Frunzo el ceño, confundida, abrumada por el caos en mi cabeza.
Estoy definitivamente loca.
¡Tengo que estarlo para hacer esto, creyéndome Superman!
Él sigue mirándome como si estuviera a punto de perder la conciencia, con una insistencia en los ojos que me desarma, como si me estuviera pidiendo algo que no alcanzo a comprender.
— Estarás bien.
El chico sacude la cabeza y, con un gruñido cargado de dolor, logra articular:
— P-promételo.
— Sí — acepto sin tener la menor idea de qué me está pidiendo, mientras a trompicones intento ayudarlo a levantarse… solo para dejarlo caer de nuevo.
Madre. Santa.
Lo intento otra vez, apretando los dientes, haciendo todo lo posible por sostener su peso sobre mí. Y no me preguntes cómo lo logro, porque ni yo lo sé. Pero lo hago. Consigo arrastrar a este pobre moribundo hasta mi casa, paso a paso, como si el mundo dependiera de ello.
— Promételo — insiste tan pronto lo dejo sobre mi cama. Su rostro, sucio y cubierto de sangre, se contrae en muecas de dolor mientras se aferra a un costado.
— ¿Qué te prometo? — susurro con voz diminuta, moviéndome torpemente por la habitación en busca del botiquín de primeros auxilios.
— N-nadie… promételo — sigue repitiendo, su voz quebrándose, mientras yo siento que me estoy volviendo loca —. Promételo…
Y la agonía en todo él me obliga a hacerlo.
— ¡Lo prometo! — Grito, perdiendo la paciencia y el control.
Apenas escucha mis palabras, sus ojos se cierran, y se desploma en la inconsciencia.