TREINTA Y UN DÍAS DESAPARECIDA.
El escándalo que hago es tan grande que despierto a Pablo y a Luis.
Mis primas se encuentran en sus respectivos hogares, pero hoy sí odio que no estén, que falte su apoyo, sus manos para sostenerme, sus palabras de aliento…
Apenas termino de contarles lo de la horrenda llamada, con gran esfuerzo, Pablo sale de la habitación. No sé por qué, pero lo persigo. Lo veo marcando el teléfono. Está en serio afectado, lo sé por cómo tartamudea cuando nombra a su tío Edmundo.
Luis elige también contactar al detective Leonardo. Él ha dicho en reiteradas ocasiones que la hora no importa si obtenemos información de importancia, y esta es información de importancia, sin duda.
Quisiera tener la habilidad de teletransportarme a ese lugar para quitarme la terrible angustia que me asesina.
Mi hermano llega en un santiamén. Incluso logro escuchar cuando frena de golpe frente a la casa.
—¿Qué pasó? —le pregunta a Luis porque él le abrió la puerta—. ¿La encontraron?
Los ojos de mi hermano demuestran esperanza. Pronto esa esperanza se borra cuando mi esposo le narra lo que pasó.
Unos diez minutos más tarde tocan la puerta. Resulta ser Leonardo. Se nota que se vistió a prisa porque lleva un poco arrugada la camisa azul oscuro.
También a él le dan los mismos detalles. El detective solo escucha pensativo.
Yo sigo sin poder hablar. Permanezco sentada en la sala con mi hijo a un lado rogándome para que tome un té que hizo.
Los demás hombres se quedan de pie.
—Opino que vayamos en cuanto empiece a aclararse el cielo —propone Edmundo—
. Voy a decirle a unos amigos que nos acompañen. Rita —gira a verme—, es mejor que te quedes.
Tomo aire, dispuesta a rebatirle, pero Luis interviene.
—Mejor llamamos a la policía.
Leonardo niega.
—Recomiendo llevar solo agentes privados. A veces la policía encubre a gente que no debería —eso lo dice con un deje de decepción evidente.
—Mis cuates son mejor opción… —Edmundo sigue convencido de que los criminales con los que se lleva nos pueden ayudar.
¡Tengo que tomar una decisión ya! En mi mente imagino cada uno de los escenarios. ¿En quién sí es aceptable confiar? Difícil de responder, pero no es necesario darle tantas vueltas para saber cuál es la opción menos peligrosa.
—Los agentes privados. Es… —vacilo un segundo—, es lo que quiero.
Luis asiente. Sé que está de verdad de acuerdo por la expresión que tiene.
El detective Medina no lo duda y saca enseguida su teléfono.
Mi hermano solo rechina los dientes.
Aguardar hasta que los primeros rayos de sol se noten es desesperante.
Los agentes que Leonardo solicitó esperan una calle arriba para no llamar la atención de los vecinos.
Nos disponemos a salir a las seis con cuatro minutos de la mañana.
Edmundo me detiene con la mano antes de que avance hacia la puerta.
—¿Dónde tienes la pala? —pregunta serio.
—¿Qué pala?
Él resopla.
—La pala, Rita. La que el cabrón ese te dijo que lleváramos.
¡Pierdo el aire! Es cierto, fue una petición explícita del hombre del teléfono.
—Atrás. —Apunto un tanto anonadada—. En el tragaluz.
Mi hermano va hacia allá. Regresa un par de minutos después con el pico y la pala que tenemos.
Verlo con esas herramientas me desgarra por dentro.
Es muy posible que lo que vamos a encontrar es un ca.dáver. Nada ni nadie te prepara para una cosa así.
Intento alejar los malos pensamientos o comenzará a amenazarme la locura.
En esta ocasión nos vamos todos juntos en el carro de Edmundo.
Tuve que obligar a Pablo para que se quedara en casa. De ninguna manera planeo poner su vida en riesgo.
El detective va rápido a su carro y regresa para subirse en el asiento del copiloto.
Él y mi hermano hablan poco durante el trayecto.
Creo que no se caen bien, por alguna razón.
No me interesa ponerme a indagar los motivos de ninguno de los dos. Yo solo quiero llegar a ese lugar que el sujeto mencionó.
Ni siquiera mido el tiempo que demoramos, pero cuando Edmundo menciona que estamos cerca suelto un respiro. Es de un alivio que pronto se transforma en miedo.
Una vez que se estaciona debajo de un alto árbol de copa ancha, observo despacio a mi alrededor.
Las pocas casas que hay están lejos y separadas por amplios pedazos de terreno.
—Primero bajo yo y cuando sepamos que no hay peligro, les haré una seña. —Leonardo saca a Bertha, le quita el seguro y abre cuidadoso la puerta del carro.
Se bajan también los otros cinco agentes del otro carro. Noto que todos van armados.
Cada uno de los seis hombres inspecciona la zona.
Es un campo abierto. No hay sembradíos, solo plantas silvestres.
Bajo un poco la ventana del coche.
La luz del sol lo ilumina todo y el aire que se respira es denso. Hasta el ambiente sabe que cosas malas han pasado ahí.
Luego de unos minutos que siento eternos, el detective voltea hacia nosotros y hace una seña con la mano.
—Tú no te bajes —dice Edmundo en tono firme.
En otros tiempos, lo obedecería sin rechistar, pero en esta ocasión él no me va a dar órdenes.
Meto los dedos en la palanca que abre la puerta.
—Si mi hija está aquí, viva o muerta, yo quiero verla. Y ni tú ni nadie va a impedírmelo.
A mi hermano no le queda de otra que aceptarlo.
Luis y yo vamos juntos. Sé que él también está asustado.
Solo en ese momento recuerdo que su salud no es la mejor y me reprendo por no haberlo obligado a quedarse con Pablo.
Uno de los agentes se acerca veloz a Leonardo. Ambos hablan en voz baja.
Aborrezco no escuchar mejor.
Decido acercarme.
—¿Qué dice? —lo cuestiono. No me interesa ser discreta.
—¿Ve la tierra por allá? —Leonardo apunta hacia una zona unos treinta metros más adelante.
De inmediato me concentro en la dirección que señala, pero no noto nada inusual.
—¿Sí? —finjo que comprendo.
—La tierra está removida —agrega el otro agente. El color es distinto. Apuesto que cavaron hace poco.
—Una fosa clandestina —susurra el detective Medina y después suelta un lento resoplido.
—¿Qué es eso? —quiero saberlo, aunque ya sospecho de qué se trata.
—Es un lugar donde se depositan restos humanos con el fin de ocultarlos.
Dirijo toda mi atención al rostro de Leonardo. Estoy aterrada. Me es imposible ocultar que el corazón me late frenético y las piernas buscan controlarme para echarse a correr.
Trago saliva para poder soltar las palabras:
—¿Abigaíl está ahí?
El detective me responde en voz baja:
—Lo vamos a averiguar.
De pronto, para mí, todo se vuelve lento. Incluso dejo de oír. Me siento dentro de una enorme caja vacía. A pesar de ansiar tanto el encontrar a mi hija en las condiciones que fueran, nada sirve para calmar los nervios de acercarse a un posible desenlace funesto.
Edmundo no se lo piensa y va por el pico y la pala.
Me sorprende que los otros agentes también lleven herramientas, unas de mejor calidad que las mías. Seguro no es la primera vez que tienen que usarlas.
Sin más, empiezan a cavar.
El polvo forma un halo que para mí es espectral.
Una tos se le desata a Luis. Lo hago entrar al carro para que se aleje de la polvareda.
Yo permanezco afuera, sentada sobre un tronco seco, con la vista puesta en cada una de las palas, en la tierra que remueven, y en lo que va saliendo de ella.
Después de un rato, noto a mi hermano cansado. Ya no tiene la fortaleza que gozaba en la juventud.
Decido que es mi turno.
Voy hacia él y extiendo la mano.
—Préstamela.
Edmundo me observa extrañado.
—Regresa a sentarte. —Él continúa escarbando como si nada.
Lo detengo de un jalón.
—¡Que me la prestes dije! Ve a tomar agua. Te vas a deshidratar y no creo que lleguen hasta acá las ambulancias.
Mi hermano me observa. Parece que está inspeccionándome.
Sospecho que no se esperaba que me mantuviera firme.
—Ya, ten. —Me entrega de mala gana el mango de la pala—. Nada más fíjate dónde pisas. No te vayas a caer. Las ambulancias no llegan acá.
Se retira a regañadientes hacia su carro. Aunque refunfuña, le será de ayuda reponer energías.
Los agentes también se ven afectados, pero son más jóvenes que mi hermano.
Aprieto el palo con fuerza. Nunca en la vida imaginé ni por error que alguna vez yo iba a tener que buscar a uno de mis hijos en la tierra. Es una sensación imposible de describir, pero lastima en lo más profundo del ser.
Debo dar inicio, y así lo hago. Descargo mi fuerza contra el suelo. La dura tierra se remueve solo un poco. Tengo que aplicarme más si quiero avanzar igual de rápido que mi hermano. Los impactos duelen en los brazos, en los hombros, en las piernas, pero no pienso detenerme.
Cada vez que la punta choca contra algo, me estremezco, aunque en todas soy afortunada y solo se trata de rocas grandes.
Después de un largo rato, un agente grita:
—Agente Alvarado, solicito inspección aquí.
Todos detienen su trabajo para prestar atención por esa zona.
Me dispongo a ir a ver también, pero Leonardo me intercepta.
—Primero yo —pide de una manera poco amistosa.
Le hago caso, más por obligación que por ganas.
Leonardo se acerca y se inclina para ver mejor.
A mí me recorren los escalofríos. Serpentean inclementes por todo mi cuerpo.
El detective vuelve conmigo después de mantener una charla con sus compañeros.
—¿Qué? ¿Qué es? —le pregunto ansiosa.
Él luce preocupado.
—Sobresale una mano —confiesa.
¡Lo que me temía! Ahogo el grito que busca salir.
—¿Humana? —ese cuestionamiento obvio sale por inercia.
—Sí —confirma Leonardo—. Señora Valdés, le voy a pedir que vuelva al carro.
—¡No, eso sí que no! La ropa, hay que ver la ropa —acelero las palabras—. Mi hija llevaba un vestido, era azul y con sandalias…
El detective levanta una mano.
—Vuelva al carro, por favor —insiste, interrumpiéndome.
¡Estoy harta! Me enfurece que los demás me traten de esa manera. Soy la madre y cuento con el derecho a saberlo todo.
—¡No! ¡No me voy a meter a ningún puto carro! Tengo que ver el ca.dáver. —Bajo un poco el tono de voz por la impresión que él muestra—. Entiéndame, detective.
Leonardo lo medita un instante, aunque sospecho que se siente incómodo con mis exigencias.
—Solo no se acerque mucho. Si el cuerpo tiene la vestimenta todavía, yo mismo se la mostraré. ¿Está bien?
—Está bien —acepto porque si lo presiono más seguro terminaremos discutiendo.
Edmundo se baja del carro. Lo más probable es que ya se dio cuenta del revuelo.
Apenas llega a mí, volteo para hablarle:
—Hermano, encontraron un cuerpo. Te voy a pedir un gran favor, quédate con Luis y entretenlo. No le digas nada todavía.
Él suelta un gruñido.
—¿Ahora le mientes a tu marido?
—Está débil y no siento que mejore. No es bueno exponerlo a un sufrimiento así si no estamos seguros de que sí es Abi. Te lo pido por lo que más quieras, ayúdame en esto.
Edmundo vacila, da una media vuelta, se mira las manos lastimadas, y al final se regresa al carro sin decirme una sola palabra.
Solo deseo que Luis se encuentre durmiendo o distraído el tiempo suficiente para saber si el cuerpo que encontraron es de nuestra amada hija.
Permanezco a unos ocho metros de distancia.
Los seis agentes se empeñan en seguir abriendo el hueco. Empieza a salir el brazo. Ya está con la piel seca. No sé cómo se diga, pero la tiene pegada al hueso y se ve negra. Mi estómago se revuelve con los detalles, pero de ninguna manera los demás no van a darse cuenta de mi malestar.
Le siguen: el tórax, la cadera, las piernas y los pies. Hallan la cabeza hasta el fondo. ¡Dios Santo! Se encuentra desprendida. No se necesita ser un experto para saber cómo fue ejecutado… o ejecutada.
Si mi hija murió de una forma tan espantosa, no sé si también yo podré soportarlo.
Desesperada intento recordar lo que sé de anatomía humana, pero en la escuela no te enseñan a diferenciar ca.dáveres femeninos o masculinos, menos calcular edades, rasgos…
—Hay más de uno —oigo que dice otro de ellos.
Los espasmos que me recorren no se detienen.
Sí, por desgracia los agentes descubren un segundo cuerpo, ubicado a la derecha del primero. Este no está tan “seco” como el otro. Enseguida el penetrante olor me provoca arcadas.
Los agentes se ven obligados a parar para cubrirse la nariz y la boca.
Leonardo me entrega un cubrebocas. Me lo pongo, pero no basta para alejar el aroma. En esos momentos pienso que a eso apesta el crimen, la injusticia, la maldad de la que podemos ser capaces los seres humanos. Lo sanguinarios y cobardes que la ambición o la sed de venganza nos hace volvernos.
¡Por desgracia, otra vez no hay ropas!
Veo que Luis baja histérico del carro. Edmundo sale detrás de él.
Ambos llegan a mí. Enseguida abrazo fuerte a mi esposo.
—No es ella, no es —le miento. Es por su bien.
Edmundo sabe que no estoy siendo sincera.
Los tres permanecemos expectantes.
El segundo cuerpo sí sale completo. Uno de los agentes comenta que seguro estaba maniatado por las cuerdas que lleva en las muñecas. Justo debajo de él, descubren un tercero. Quizá los pusieron encimados al mismo tiempo porque tienen una descomposición similar, o eso alcanzo a deducir.
Por más que buscan, no hay rastro ni de una tela cortada. Leonardo comenta que tal vez los enterraron desnudos. Eso extiende todavía más mi angustia.
Respiro cuando dicen que al parecer no hay más ca.dáveres. El polvo cubre los que encontraron, pero cuando los dejan recostados los “sacuden”.
Noto que los dos últimos tienen partes verdosas y negras. Sus caras son dos masas amorfas. El tercero ya es más un esqueleto. Es imposible saber cómo lucían en vida.
Contemplo los tres cuerpos. Cualquiera podría ser Abigaíl. La estatura del primero es similar, aunque dicen que después de que uno muere todo se hincha, quizá por eso los otros dos se ven más grandes y robustos… No sé, ojalá supiera, pero no lo sé.
Edmundo asegura que no, que ninguno es ella.
Luis permanece callado y con los ojos bien abiertos. Le tiembla la barbilla a ratos.
Veo que Leonardo hace unas llamadas a lo lejos. Una vez que termina, va hacia nosotros.
—Nuestro trabajo terminó —avisa—. El SEMEFO tiene que hacer el levantamiento de los cuerpos.
Me apresuro a interrumpirlo.
—Pero ¿mi hija?
—El forense tiene que realizar el reconocimiento primero. Se los presentaré apenas lo tenga. —El detective dirige su atención a mí—. Paciencia, señora Valdés. Ya hizo la parte más difícil por hoy. Descanse, le hace falta.
Por supuesto que no planeo descansar, no estando tan cerca.
Solo el médico forense tendrá antes que el detective el dictamen de los cuerpos, y conozco a una persona que puede darme más rápido dicha información.
Dos días más tarde, a medio día, no se me complica mucho hablar en privado con el forense que conocí la vez que Luis y yo fuimos a identificar un cuerpo. Es demasiado amable y educado para echarme de allí.
Esta vez asisto sola. Luis tiene pesadillas, lo sé por los quejidos y la cara contraída que hace mientras duerme. Prefiero no meterlo en más embrollos.
El médico acepta ayudarme sin que se lo suplique, aunque estoy dispuesta a hacerlo si se necesita. Con toda calma, le pide a la secretaria que investigue a qué SEMEFO trasladaron los cuerpos de la fosa.
Ella consigue el dato en solo quince minutos.
Fue en uno del Estado de México.
El médico le pide que lo contacte con el médico encargado.
Su secretaria es hábil, hay que reconocerlo. No demora en contactarlo.
El hombre atiende la llamada desde su oficina.
Aguardo afuera.
Él sale dos minutos después.
—Venga a las cinco —me pide cortés—. Mi colega me lo va a mandar por fax.
Escucharlo se siente como un triunfo, a pesar del contexto.
Me retiro, no sin antes agradecerle.
Ahora solo me toca contar los minutos, uno a uno, para regresar y averiguar por fin si sí es mi amada hija.
A las diez para las cinco ya me encuentro en la salita de espera de la morgue. El médico me reconoce cuando sale detrás de una pareja de ancianos que llora desconsolada.
Aguardo a que se vayan. Es imposible ignorar el dolor que los aqueja. Seguro el cuerpo que fueron a reconocer sí resultó ser quien no querían que fuera.
—Señor forense —le digo en voz baja—, ¿ya tiene lo que le pedí?
—Dígame Elías —pide—. Y sí, ya lo tengo. —Apunta hacia su pequeño espacio—. Pasemos a mi oficina, por favor.
Entro primero porque me cede el paso.
Me urge saltarme las cortesías. La duda cala hondo cuando es tan dolorosa.
Creo que el médico se da cuenta de mi premura. De inmediato levanta los papeles que tiene a un lado y comienza a leerlos.
—Bien —dice al fin—. De los tres cuerpos encontrados, mi colega determinó que dos son hermanos. —La pausa que hace al seguir leyendo es desesperante—. Ambos varones de entre veinticinco y veintisiete años.
Suelto un suspiro y mis ojos se humedecen.
—¿Y el tercero? —lo pregunto temerosa.
El médico sigue con sus lentas lecturas. Sus ojos claros van de un lado a otro.
—Es de un varón también. Al parecer se trata de un joven de aproximadamente diecisiete años.
Me toco el pecho al oír la edad.
—¿Está seguro?
—Lo estoy —asegura—. Aquí dice que incluso los hermanos ya fueron identificados. —Parece admirado—. Eso fue rápido. Los tatuajes que tienen sirvieron para acelerar el proceso. El tercero se va a quedar en resguardo por un tiempo.
—¿Qué hacen con los cuerpos que no identifican?
—Una vez que se cumple el tiempo de espera, se van a la fosa común.
—Ya veo. —Me levanto. Terminé con lo que vine a hacer. Extiendo el brazo hacia el doctor—. La agradezco señor…
—Elías —añade una vez más y me acepta la mano.
—Le agradezco, Elías. Fue de gran ayuda.
El médico me acompaña a la salida. Allí vuelve a hablarme:
—Deseo que encuentre a su hija con bien y que ya no tenga que visitar un lugar de estos por el mismo motivo.
Lo que dice es reconfortante. Agradezco sus bellos deseos. También quiero lo mismo, aunque no logro dejar de pensar que los cuerpos que encuentran como los de Tenango del Valle van de fosa en fosa, una clandestina y otra no, pero fosa al final. Se convierten en los “sin nombre”. Un número los identifica en los archivos. Se trata de personas que seguro alguien busca en algún lugar del inmenso mundo. Eso no va a pasarle a Abigaíl, así tenga que abrir en dos a la tierra misma.
Solo queda la duda de ¿quién habló? ¿Por qué lo hizo? ¿Con qué fin? Si no se trataba de mi hija, ¿por qué buscarme a mí para desenterrar los cuerpos?
Una semana más tarde, Leonardo llega a la casa en la mañana.
Luis y Pablo no están, solo Eleonor vino a hacerme compañía en el desayuno.
Ella le ofrece al detective un café.
Él no acepta y nos pide a las dos que nos sentemos en la sala.
Se nota que le urge darme información.
Ni lo dudo y me siento.
Quedamos las dos frente al detective.
—Señora Valdés —se dirige a mí de una forma mesurada—, nuestro informante en la fiscalía nos avisa que allá tienen a un sospechoso acusado de ser parte de una red de tráfico de blancas. Debe saber que el hombre tiene varias de las características físicas descritas por las compañeras de escuela de su hija.
—¡No puede ser! —Eleonor se tapa la boca.
Yo solo niego con la cabeza. ¡Otra vez nos encontramos con lo de la trata, y lo aborrezco más que nunca!
—Tememos que Abigaíl está siendo víctima de un delito —prosigue Leonardo—. Vamos a seguir de cerca el proceso del sospechoso. Si él confiesa sus crímenes, lo sabremos enseguida. Sí da una ubicación de sus víctimas, lo sabremos enseguida. Si firman su liberación, lo sabremos antes de que pise la salida. No vamos a permitir que se nos escape…
Él sigue hablando, pero dejo de comprender.
La imagen de Abigaíl que se forma en mi cabeza pasa de ser un ca.dáver en una fosa a una jovencita usada para complacer a cerdos depravados que pagan para explotar a seres inocentes. ¿Por qué nos sucede esto? ¿Por qué mi hija? ¡¿Por qué?! Estoy harta de preguntas sin respuestas, estoy harta de esperar a que otros la encuentren. Ya no más.