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2597 Palabras
NUEVE DÍAS DESAPARECIDA. Tocan la puerta a las dos de la madrugada. Dormimos sin caer en el sueño profundo. ¿Qué padre puede descansar de verdad cuando tiene la cama de un hijo vacía? Por eso, cuando suena el timbre, Pablo sale corriendo a atender el llamado. Lo sé porque reconozco sus pisadas aceleradas y veo su espalda al abrir la puerta de nuestra habitación. Salgo a alcanzarlo. La urgencia vuelve a nublarme la cabeza. Esa urgencia que no se va, ni da tregua. Llevo puesta ropa cómoda, pero no es para dormir. Estamos preparados por si ocurre algo y la hora no importa. Mi hermano Edmundo es quien entra rápido a la casa. Suda, aunque la noche está fresca. —Rita —me nombra en cuanto me ve. Su voz grave nos avisa que viene algo malo—. Encontraron un cuerpo. Es de una muchacha… con las características de Abigaíl. El estómago se me revuelve y quiero sacarlo todo. —¿Dónde? ¿Cómo sabes? —apenas logro preguntarle. Lo apunto. A veces mi cuerpo se mueve sin mi permiso. Expresa lo que soy incapaz de externar. —En el canal de agua —suelta, observándome afectado—. Me lo informaron, solo eso te puedo decir. Abren a las ocho de la mañana. Deben ir a reconocerla. Puede ser ella. —¡Mamá! —chilla Pablo y se prensa a mi brazo como un niño. Tiene el rostro descompuesto y sus ojos se enrojecen rápido. Por ese instante, mi hijo vuelve a ser mi pequeño que siente miedo. Le acaricio su brazo para consolarlo. Luis, Eduardo, Eleonor y Alma, ellas dos han vuelto a acompañarnos, se nos unen y casi puedo escuchar los latidos veloces de cada uno. Edmundo les repite lo que me ha dicho. —¿Por qué tus zapatos tienen tanto lodo? —le pregunto cuando bajo la vista para poder aclarar mis pensamientos. No solo los zapatos tienen una capa gruesa de tierra, también la orilla de su pantalón, y lleva polvo en el cabello. —La estuve buscando —confiesa y al mismo tiempo muestra las palmas de las manos. La piel se le ha levantado y veo unas finas líneas de sangre. —¿Dónde? —lo interroga Luis. —En los terrenos baldíos cercanos. —Hace una breve pausa desesperante—. ¡Cavé en la tierra! —¿Por qué en la tierra? —Necesito saberlo. No lo comprendo, o me niego a hacerlo. Doy un paso hacia adelante y alcanzo sus hombros para que me lo diga—. ¿Por qué en la tierra, Edmundo? —sueno agresiva. Su mirada que desvía y que siempre fue severa, ahora parece cristalina. —Porque es el único lugar donde nadie busca. La frase causa que un frío corra por todo mi ser y me da una violenta sacudida que duele, lastima impía. —Quédate a dormir —le ofrezco. Lo necesito a mi lado—. Date un baño y mañana acompáñanos. Te lo pido de favor. Eleonor se apresura a acomodar el sillón de la sala para que él duerma. Mis hijos buscan la ropa más grande que tienen para prestársela. Eduardo es el menos delgado, así que le entrega un par de prendas. Las luces se apagan, pero esta noche, como todas las anteriores, sé que ninguno logrará descansar. Me levanto temprano y permanezco más de una hora sentada en el sillón, ya lista para salir y con las ojeras más negras que nunca, solo las disimulé un poco con maquillaje. Me cubro con un chal que Abi me regaló hace dos años, hace que me sienta un poco mejor. —Vamos —pide mi esposo, faltando cuarenta minutos para las ocho. Queremos estar allí en cuanto abran. A Luis lo he notado distinto desde que nuestra hija no está, como si una parte de él se hubiera ido con ella. A veces solo se queda viendo callado la pared. Puede que sea su manera de protegerse, pero reconozco que comienza a asustarme. Me levanto, obligándome a hacerlo, doy un largo respiro y salimos. Nos subimos al coche. Esta vez Pablo y Eduardo se niegan a quedarse, así que los dejamos meterse en la parte trasera. Mis primas van con Edmundo. También quieren ir. Me conmueve su empatía. El transcurso inicia. Escucho a Eduardo sollozando en la parte de atrás y veo por el retrovisor que Pablo solo mira por la ventana; pienso que con eso toma valor. —Hijos —les hablo, haciendo un enorme esfuerzo para que mi voz no se quiebre—. Si es ella… —Pero… —me interrumpe Eduardo. Luis levanta una mano para silenciarlo. —Si es ella —continuo—, el mundo que conocemos terminará. Todo va a cambiar para siempre, pero al menos sabremos dónde está, y eso nos dará paz. A pesar de lo que sale de mi boca, lo único que deseo es que esa difunta no sea mi Abi, pero las madres tenemos que mentir de vez en cuando para aminorar el sufrimiento de nuestros hijos. Durante el trayecto, cada uno se mantiene inmerso en sus pensamientos. Cada uno reza a su manera y mantiene la fe, aunque se vaya esfumando con las horas que pasan. Llegamos a la morgue en menos tiempo del que pensé. El tráfico era poco, y el terrible momento que se avecina me golpea tan fuerte que causa que mis piernas tambaleen. Edmundo se estaciona a nuestro lado y baja a prisa. Mi hermano es un hombre al que considero muy fuerte, pero ahora solo puedo ver a un padre que ha sufrido por años y que aun así está para mí, ayudándome. —¿Quieren que entre primero? —se ofrece, mientras voy saliendo del coche. —¡No! —respondo enseguida, deseando hacerle entender mis motivos—. Nosotros lo haremos. —Giro a ver a los demás—: Quédense aquí. Todos aceptan mis órdenes. Supongo que comprenden que es una situación tan personal que ni siquiera se atreven a pronunciar una palabra para rebatir. Luis me toma del brazo. Su mano está fría y su vista se mantiene fija en la puerta. Esa terrible puerta de la que saldremos con el alma rota, sea cual sea la respuesta que hallemos. A pasos rápidos, llegamos hasta el escritorio de la secretaria. Se trata de una mujer de unos treinta años con blusa blanca y cabello rizado suelto. —Señorita —dice Luis—, venimos a reconocer un cuerpo. Es de una mujer joven que encontraron en un canal de riego. —Ah, sí. La que llegó ayer. Tome asiento. —Apunta indiferente hacia unas sillas negras que parecen muy viejas—. Tengo que informarle al forense. La secretaria se levanta hastiada y entra a la puerta que tiene detrás. El médico sale con ella dos minutos después. Nos levantamos para alcanzarlo. Lo observo. Por primera vez en todo este viacrucis nos topamos con una cara amable, aparte del detective a quien no le avisamos porque se nos olvidó por completo. El hombre es robusto, de piel clara, con una barba corta y voz muy agradable. Lleva puesta una bata blanca y en su gafete se lee: Dr. Elías Muñoz. Carga una carpeta beige consigo. La abre y lee paciente. —Buenos días —saluda y se acomoda las gafas. Su gesto es un cálido respiro. No hay desinterés en su expresión, sino desasosiego. —¿Vienen a reconocer el cuerpo? Me duele el pecho. Es terrible recordarme el tiempo que ya pasó y a dónde nos ha llevado la búsqueda. —Sí. Nuestra hija está desaparecida desde hace nueve… casi diez días. —Trago saliva para poder seguir—. Puede que sea ella. —Entiendo. —El médico levanta la hoja que contiene la información del c*****r y da inicio con la lectura—: La persona que tenemos es una femenina de entre diecisiete y diecinueve años. Estatura de un metro con cincuenta y seis centímetros, complexión delgada, piel morena, cabello largo y n***o, sin tatuajes ni perforaciones. El dictamen indica que fue privada de la vida por arma blanca. Se calcula una semana desde el deceso. —Sí —Luis lo suelta como un suspiro—. Es posible que sea ella. Pierdo estabilidad y mi mente divaga. Me concentro en el forense. Parece como esos hombres que se visten de Santa Claus en diciembre, incluso sus ojos son azules. Noto que me mira y sé que tiene una preocupación que le urge externar: —Deben saber que el cuerpo está en condiciones… que pueden causar gran impacto. Es difícil reconocerlos cuando están así. —Estamos preparados —digo tajante. Me urge terminar con la angustia. —Si es mi hija, si es Estela, queremos saberlo —Luis me secunda—. Sé que la vamos a reconocer esté como esté. El médico asiente. De su bata saca un par de cubrebocas. —Está bien. Pónganselos, por favor. —Espera a que lo hagamos, luego se gira—. Síganme. El hombre camina y nosotros vamos detrás, lado a lado. Entrelazamos los dedos, eso sirve para soportar lo que viene. La puerta se abre. El pasillo está vacío. Cada paso que damos hace eco. Un frío inusual eriza mi piel. Entramos hasta la cámara de refrigeración. Es peor de lo que imaginé. Elías abre una. El chillido que el movimiento de la camilla causa, roba mi aliento. ¡Estamos a punto de saberlo! —Voy a levantarla —nos avisa. Le asentimos al mismo tiempo. Mientras la tela se va alzando, es inevitable que lleve la mano a mi boca para callar el grito que exige salir. ¡Ni en una pesadilla imaginaría lo que veo! En el informe no venía que se trataba de un cuerpo desmembrado que fue remendado cual muñeca de trapo. Está hinchado y tiene manchas entre moradas y negras por todas partes. El cubrebocas no evita que perciba el olor que despide, aunque esté refrigerado. Es la primera vez que vivo una experiencia así. En el pasado enterré familia y seres amados, pero es diferente verlos dentro de un ataúd, con sus ropas bonitas y el maquillaje que les hacen para que parezca que duermen. Esta vez es tan cruda la escena que siento ganas de vomitar. Luis y yo nos forzamos a examinar y siento su mano apretar la mía. Mis ojos suben y bajan mientras lucho contra las náuseas. Doy las vueltas necesarias, hasta que por fin ambos negamos con la cabeza. —Estela no tiene estos lunares —Luis suena seguro. Apunta hacia tres lunares muy negros que detectó en el brazo derecho en medio de toda la piel marchita—. No, no es ella. Pensé que lograría soltar el aire contenido al saber que no es Abi, pero vuelvo a ver el cuerpo antes de que lo cubran y sufro por esa pobre alma solitaria. ¿Qué infeliz fue capaz de hacerle algo así? ¿Dónde está su familia? La etiqueta en su pie es un recordatorio de que no somos más que memorias cuando fallecemos. El forense nos cede amable el paso para salir de ese lugar tan aterrador. —Le agradezco mucho, doctor —me despido cortés sin tocarlo. —Deseo que pronto encuentren a su hija sana y salva —dice y vuelve a meterse. Recordarme que esa muchacha no es Abigaíl hace que la esperanza de encontrarla viva regrese. Luis y yo nos damos un fuerte abrazo en medio de la sala de espera. —Debemos avisarles —me apresura él, señalando hacia los dos coches. A través del vidrio de la entrada es posible verlos. Ahí están todos nuestros acompañantes, aguardando. Parecen leones encerrados dando vueltas gracias a la incertidumbre. Solo puedo pensar en correr hacia allá para avisarles que no era Abi, pero el rostro de una mujer se interpone y no logro evitar contemplarla. Está llorando y camina como espectro en pena. Luis tiene los dedos en la perilla. De pronto, lo detengo sin decirle nada. Noto que él no entiende mi acción, pero abandona la perilla. La mujer entra y se dirige con la recepcionista. Logro escuchar que con voz débil consulta sobre el cuerpo que nosotros acabamos de ver. Doy un vistazo hacia afuera por si viene alguien detrás, pero ha venido sola. —Le preguntaré si puedo acompañarla —le digo a mi esposo y lo veo abrir la boca por la incredulidad—. Ya he visto el c*****r, no puede impactarme más. Antes de que pueda dar un paso, él me detiene, interponiéndose. —No creo que se lo tome bien. Además, ni la conoces. Lo sostengo firme de los brazos. —Tal vez no sea la nuestra, Luis —le hablo segura, quiero que comprenda mis motivos—, pero esa muchacha es la hija de alguien más. Avanzo sin darle la oportunidad de decir una palabra más y alcanzo a la mujer. Ella se ha quedado con los brazos cruzados cerca del escritorio. Su cara está empapada en lágrimas. No va maquillada. Es obvio que no le importa que los demás la vean, no le interesa guardar apariencias. —Disculpa —le digo, y al sentir mi toque en el hombro ella se voltea—. No pude evitar escuchar que estás buscando a tu hija. —Apunto hacia mi pecho. Quiero que sepa que le hablo de madre a madre, de corazón roto a corazón roto—. Yo también busco a la mía, y no debes pasar por esto sola. Sus lágrimas corren más. —Es mi hija Citlalli. —Cubre una de mis mejillas—. No la encontramos. Trabaja como ayudante en una escuela primaria en el Estado de México. —Solloza, luego limpia su rostro—. Salió a trabajar hace seis días y no regresó. Me vine a ayudarla a cuidar a mi nieto. Mi marido está trabajando en el norte. No tenemos más familia cerca, todos viven en Michoacán. Tuve que dejar al niño con una vecina —su voz se quiebra—. Él no entiende todavía lo que pasa con su mamá. La mujer es tan joven que no puedo creer que sea abuela. Seguro fue madre adolescente y su hija también. Su falda lleva un parche y sus sandalias están despintadas. En otras circunstancias no la habría ayudado. Así de fuertes eran mis prejuicios. —¿Puedo acompañarte? Yo ya lo vi —refiriéndome al cuerpo. Esa pobre madre se cuelga de mi hombro, como si con eso descargara un poco del peso que la oprime. El mismo forense sale. Me permite hacerle compañía. Otro en su lugar se hubiera negado, pero siento en él una vibra positiva contagiosa. Hacemos el mismo procedimiento para entrar. Se levanta la sábana. Sostengo a la mujer del brazo. Estoy aquí, con ella. Cuando una madre lo sabe, lo sabe desde el primer segundo. Ella tarda en poder alzar la cara, tiene miedo, y con solo ver las uñas de los pies sus labios se doblan en una curva que imagino que se adentra y revuelve todo su interior. Tan revuelto que la obliga a hincarse en el suelo. No llora, no grita, el aullido se queda atascado, royendo cruel su garganta, solo aprieta fuerte su estómago. La sujeto de los hombros por si se desmaya. La voz no le sale, hasta que por fin mueve la cabeza, confirmando. ¡Resulta que sí, sí es su hija Citlalli!
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