VIII

2193 Palabras
SETENTA Y DOS HORAS DESAPARECIDA.  El reloj se niega a estar de nuestro lado y pasamos las siguientes horas inmersos en lo mismo: llamadas a hospitales, estaciones de policía y también a las instituciones forenses. Continúan los interrogatorios y las visitas de vecinos queriendo saber más… Solo tenemos la bolsa y el horror de que Abigaíl no está en casa. Me tiemblan las manos cada vez que comenzamos con las llamadas o que Leonardo viene a darnos informes. El dinero se va a montones, nuestros ahorros se desaparecen en cuestión de horas y me preocupa que se termine porque no pienso detenerme por no tener cómo financiar la búsqueda. El detective y su equipo siguen atentos a la investigación. Sé que se empeñan en darnos algo, pero nada, ¡no llega nada! Sigo sin comprender por qué está tan interesado en los amigos y esa fiesta, que en realidad no proporciona datos de relevancia. Mis hijos se dedican a pegar carteles. Los repartimos en donde nos permitan hacerlo. Los dos que viven lejos se han mantenido atentos a cada movimiento; Pablo es quien les informa lo poco que se va sabiendo. Con todo el miedo que puedo sentir, se cumplen las setenta y dos horas para denunciar una desaparición. Nos dirigimos al Ministerio Público en cuanto la manecilla nos indica que es el momento. Esta vez solo vamos Luis y yo por consejo de Leonardo, mis primas se han quedado en casa porque el cansancio comienza a agotarlas. Llegamos y nos sentamos. Hay una lámpara en el techo que parpadea y las sillas desgastadas me indican el bajo presupuesto con el que cuentan. Las máquinas de escribir retumban en mis oídos una y otra vez. Cada hoja que aquí se escribe lleva una desgarradora historia en sus líneas. Esperamos cerca de tres horas. ¡Tres horas para ser atendidos! La secretaria tiene cara de desvelo, o tal vez de hartazgo, y nos pasa a un pequeño cubículo donde nos hacen esperar una vez más. ¿Acaso aquí nadie sabe la gravedad que nos trae a semejante lugar? Diez minutos es lo que tarda el despreocupado fiscal en aparecer. Continúa hablando a lo lejos con otro compañero, parece muy interesado en el chisme y no en lo que le corresponde. Es obeso, de piel trigueña, lleva puesto un traje desgastado color café oscuro y apesta a cigarro. —Dígame, ¿en qué podemos ayudarles? —comenta con una sonrisa detestable cuando por fin se sienta. La silla rechina con su peso. El hombre ni siquiera se presenta. Sé que mi cara no muestra desagrado, pero él parece tan frío ante nuestro dolor que quiero borrarle la mueca con un buen gancho. —Venimos a denunciar la desaparición de nuestra hija. Ya han pasado las setenta y dos horas que exigen —digo a secas. —Francisca, toma los datos —le pide a la secretaria que se sienta en un pequeño escritorio de lado izquierdo. La mujer, sin dirigirnos la vista, se acomoda los lentes y coloca una hoja en su máquina de escribir. Le vamos respondiendo las preguntas sobre sus características físicas, el lugar de los hechos, dónde se le vio por última vez… Ella mueve veloz los dedos sobre las ruidosas teclas. Luis gira a ver al fiscal para hablarle: —Nosotros ya pegamos carteles… El hombre suelta una risa sarcástica y nos contempla. —Tememos que se trate de un secuestro —añado. —¿Ustedes son expertos en esto? —nos cuestiona altivo. Los dos negamos con la cabeza. Leonardo nos recomendó no mencionar la investigación que llevamos con la agencia donde trabaja. —Ya he visto esto muchas, muchas veces —prosigue el hombre. Su media sonrisa es exasperante—. No creo que se trate de una desaparición forzada. —Truena la boca—. Las adolescentes a veces son rebeldes, casi puedo asegurarle que anda por allí, echando novio o en casa de alguna amiga. Pero no se preocupe, vamos a investigar de todos modos. Estamos a su servicio —la última frase parece más una burla. Como si un fuego se prendiera en mi interior, me hierve la sangre de una manera única. Soy católica y me educaron para ser buena persona, pero a este hombre sí quiero hacerle daño. —Mi hija no es así —digo crujiendo los dientes. Mis ojos van directos a los suyos. Él manotea leve. —Ninguna es así, hasta que lo son. Solo preocúpese por darle un buen castigo cuando vuelva. —Yo espero, fiscal, que haga su trabajo sin dejarse llevar por sus prejuicios sobre los jóvenes —intenta dialogar Luis. Mi esposo sabe controlarse más que yo. Sigo preguntándome cómo lo logra. —¿Qué me quiere decir? —Ladea la cabeza, cambia su expresión y tono de voz al saberse confrontado. —Dijo que esperamos que haga su trabajo por el que le pagan —intervengo sin darle espacio a Luis de responder. El fiscal alza el mentón y nos mira con ojos entrecerrados. Cualquiera diría que se ha ofendido. —Francisca —se dirige a la mujer que escucha estoica—, agrega al expediente que la madre parece ser agresiva. —Gira a verme—. Eso pudo ahuyentarla, ¿no cree? Tal vez hasta la maltrataba y la pobre prefirió huir. —Está usted haciendo conjeturas, algo muy poco profesional. Le voy a pedir que a mi esposa no le falte al respeto. —Luis se expresa tranquilo, pero esto parece más una discusión para que se nos tome en cuenta. —Francisca —vuelve a hablarle a la secretaria—, agrega que los primeros en ser interrogados serán los padres. —Su vista se posa en nosotros. Parece divertido—, ¡y cada uno por separado! Lo aborrezco por lo que ha dicho. —¿Qué insinúa? —Nada. Solo hago mi trabajo, señora. —Se pone de pie y acomoda un botón del saco que está a punto de abrirse por lo apretado que le queda—. Un agente irá a su casa para empezar con la investigación. El hombre da un par de pasos. Es obvio que ya no le interesa atendernos. —¿Cuándo? —lo detengo, poniéndome de pie de un tirón. Estoy en la silla más cercana a él. De pronto, recuerdo qué suelo piso. A cada momento llegan al Ministerio personas buscando el trabajo deficiente que se proporciona, con sus esperanzas rotas, rezando más por un milagro que por la ayuda que aquí debería proporcionarse. —Cuando se desocupe alguno. —¿En situaciones así no es necesario que se empiece de inmediato? —Luis también se levanta. El fiscal nos observa un instante, después se gira indiferente. —Ya se pueden retirar —es lo último que dice antes de marcharse a pasos rápidos. Nuestra denuncia finaliza de la peor manera. Salimos del lugar en completo silencio. Sé que los dos estamos impactados. Hace demasiado calor y parece que mi presión baja porque me mareo. —Tranquila —me pide Luis cuando me ve. Seguro he palidecido, además, las lágrimas regresan a mis ojos. Llorar en público pasó a ser lo menos importante, por el contrario, ¡quiero que vean mi sufrimiento, que todos sepan que pasamos por una pesadilla, real e incierta! —Estamos solos en esto —le digo, esforzándome para poder sonar clara—, pero estoy dispuesta a darlo todo, a quedarme en la calle si es necesario. —Así será —susurra Luis con una voz cálida que me ayuda a no perderme. Nos damos un abrazo, no de esposos sino de padres; un abrazo que nos sostiene a pesar de todo. Regresamos a la casa con un sentimiento de derrota evidente. Mis primas ni siquiera preguntan, ya sospechan los resultados al ver nuestras caras. Nos ofrecen comer algo y nos sentamos a la mesa. Contemplo la silla vacía, nadie la ocupa por respeto. A abi le gusta sentarse a un lado de su padre, justo frente a mí. Yo siempre la veo comer con su manera lenta de mover los cubiertos, y con su cabello suelto que tantas veces le pedí que se amarrara. No tener esa imagen es un golpe que impide que pueda tragar. Sé que mi vista se queda perdida porque siento la mano de Alma sobre la mía. Somos mujeres y madres, ella puede imaginar por lo que estoy pasando. Somos una familia unida, y eso es lo que da esperanza. El detective toca a la puerta pasadas las seis de la tarde. Estoy sola porque mis primas fueron a sus casas, y mi esposo y mis hijos fueron a otro periódico a dejar la información de Abi. Todos hemos ido y venido durante este tiempo. Nuestra vida se aceleró, ya no sabemos ni a dónde asistir para sentirnos útiles. Sé que Edmundo mantiene una investigación por su parte y, aunque aborrezca que haga uso de criminales, no planeo cuestionarlo sobre el tema. —Pase —le pido a Leonardo. Me hago a un lado y cuando lo veo pasar siento que está distinto, por eso me apresuro a interrogarlo —. ¿Ocurre algo? Él da una media vuelta, como si con eso recobrara la calma. Luego regresa a verme. —Una disculpa, señora Valdés, acabamos de cerrar un caso y me tiene un tanto afectado. —¿Terminó mal? —digo enseguida, aunque no debería hacerlo. Leonardo solo confirma con un movimiento de cabeza. Tiene un brillo en la mirada que logra que pare de querer averiguar más. Yo pensaba que a quienes se dedicaban a ese tipo de trabajos ya no los afectaba lo que sucede en los casos. —¿Gusta un té de tila? —ofrezco, conmovida—. Le hará bien. —Se lo agradecería, señora. —Se sienta en el sillón. Me doy prisa. Preparo dos tazas. A mí también me ayudará a calmar los nervios. En cuanto regreso el detective recibe su té, le da un sorbo cuidadoso, se acomoda en el sillón y empieza a hablarme: —Hay un colega siguiéndole el paso al novio de su hija, si hace cualquier movimiento extraño, lo sabremos. —De un momento a otro, suena más animado y se inclina hacia mí—. Tengo noticias. En una vivienda al final de la calle hay una residencia con cámara. Logramos contactar al dueño, solo viene cada cierto tiempo porque vive en otra ciudad. Él fue cooperativo y aceptó darnos la grabación de todo ese día. La imagen da un ángulo alejado de su casa, pero nos puede proporcionar algo. Abigaíl debió pasar caminando ya que se dirigía a la estación del metro que está a cuatro cuadras, y por esta calle no hay otro transporte público. Sé que tal vez no nos dé nada, pero el solo hecho de tener una grabación me llena de esperanza. —¿Cuándo tendremos resultados? —Acabo de dejar el video en la agencia. Lo está revisando un experto. Vine para saber cómo le fue en el Ministerio. Estoy situada frente a él y sé que quedo lo bastante cerca como para que vea la forma en la que se descompone mi expresión. —Supongo que ya se da una idea —digo en voz baja. Al mismo tiempo le doy un sorbo a mi té con la intención de aplacar la tristeza, o la rabia… El sentimiento es confuso. —Siempre es así —suelta un bufido apenas audible—. Si no tienes “palancas”, no les importa atenderte. Pero no los necesitamos —trata de hacerme sentir mejor sobre el infortunio. Nos despedimos con un apretón de manos. Yo me quedo con el latido aumentando porque sé que tendremos noticias, sean buenas o malas, pero las tendremos. Al día siguiente, justo a las ocho de la mañana, el detective llama al teléfono de la casa. Estoy segura de que es para decirnos sobre el video. Contesto apresurada. Todos se me quedan viendo y rápido me rodean. —Diga —suelto en cuanto la bocina toca mi oreja. —Señora Valdés, soy el detective Medina. —¿Encontraron algo? —ansío que lo diga ya. Su voz grave empieza a escucharse: —Se han revisado las grabaciones de las horas antes y después de que Abigaíl salió. Vimos pasar a su hijo Pablo a las once con dos minutos de la mañana. Es cierto, Pablo fue a jugar futbol y justo a esa hora regresó. El dato que me da indica que en efecto revisaron el video de manera minuciosa. —Pero Abigaíl no pasó —continúa con tremenda información—. Ella no caminó por allí. En este caso hay varias posibilidades: pudo irse en dirección contraria, se subió a un carro, ya sea un taxi o particular, o… El corazón parece que quiere salirse de mi pecho porque sé bien lo que viene. —¿O? —apenas sale de mi boca. Leonardo se aclara la garganta. Casi puedo adivinar lo que va a decir. —Se la llevaron al salir de su casa.
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