XX

2968 Palabras
CUARENTA Y DOS DÍAS DESAPARECIDA. Tal como se lo dije a Eleonor, hago el intento de juntar a las madres que estén de acuerdo en iniciar una búsqueda propia, una donde nos mancharemos de lodo de ser necesario. Durante la mañana marco a los números registrados en el teléfono que me dio Leonardo. La mayoría responde, algunas son amables y me escuchan, otras cuelgan, y otras, se interesan. Son estas últimas a las que necesito cerca. Se trata de ocho mujeres, todas madres, las que aceptan venir a la reunión que pacto en mi casa. Debe ser en la mañana para que Pablo y Luis no estén. Busco darles privacidad. Debe ser antes del inicio de vacaciones, por eso, quedamos de vernos al día siguiente. Les pido que lleven lo que tengan de sus casos. Son las nueve de la mañana y ya me encuentro en la sala de mi casa. Lista para recibirlas. El silencio impera, hasta que por fin tocan la puerta. Pienso que se trata de alguna de las madres, pero resulta ser Edmundo. —¿Y esa cara? —me pregunta—. ¿Tenía que avisar antes? —No, no. Lo que pasa es que voy a tener visitas… —Antes de que logre terminar de responderle, el timbre suena otra vez. —Ahí está tu visita. —Mi hermano se va para la cocina. Yo me apresuro a abrir. Se trata de Susana. ¡Sabía que ella no faltaría! La hago pasar enseguida. De reojo me percato de que mi hermano está vigilando. Eso me irrita, pero debo disimular. Le ofrezco a Susana sentarse en el sillón de la sala. En ese momento el timbre suena una tercera vez. Quien toca es una señora de unos treinta y ocho años llamada Margarita. Su caso es un tanto distinto a los de nosotras. A ella le arrebataron a su hija cuando apenas tenía cinco años. El autor del delito fue su mismo exmarido que, presa del odio, se la llevó sin decirle a dónde. Lleva ya casi seis años buscándola. Las tres conversamos un rato. Pasada una media hora, llegan dos mujeres. Según me contaron, se encontraron en la calle y se ayudaron a encontrar la casa. Se trata de Catalina y Nancy. Quedamos las cinco en la sala. —Hace cuatro meses paseaba a mi bebé en el parque. —narra con tremenda tristeza Nancy—. Él apenas tenía ocho meses. Lo llevaba en la carriola que una vecina me regaló. Solo me distraje unos segundos, ¡unos segundos! Cuando me di cuenta, ya no estaba. —Con las manos simula buscarla en la carriola—. Nadie vio nada, nadie sabe nada. Los de la fiscalía hasta me acusaron de haber inventado la historia. Solo quiero que vuelva —musita llorando. Ninguna evita que se nos escape una lágrima. Se trata de un pequeñito que apenas empieza a vivir. Sospecho que el origen humilde de Nancy la volvió una presa más fácil para los ladrones de niños. En la fiscalía ese dato también debió ser relevante para darle valor a su caso. La situación de Catalina es la más controversial, por llamarlo así. Nos cuenta, avergonzada, que su hijo adolescente cayó en las drogas cuando solo tenía catorce años. Ella y su esposo lucharon por sacarlo, pero el vicio lo llevó a meterse en terrenos peligrosos. Catalina está segura que fue un cártel el que lo privó de la libertad. De eso han pasado ya dos años, aunque no pierde la esperanza de encontrarlo vivo. Sea como sea, está dispuesta a ayudarlo a salir adelante. Esperamos media hora más, pero el timbre no vuelve a sonar. —Con cuatro basta —comenta Susana. No estoy tan convencida, pero no queda de otra. —¿Cómo vamos a proceder? —pregunta Catalina con un tono peculiar. Ella luce de una clase social mejor que la de las demás. —Primero, tenemos que revisar caso por caso —les informo. Hay que desmenuzarlos con extremo cuidado. —Quiero ayudar —escucho que dicen. Edmundo está parado detrás con una lata de Coca-Cola que sacó del refrigerador. Lo miro fijo. Que ni se le ocurra sacar sus ideas de meter a sus “amistades”. —Sí, si quieres —acepto solo para no hacerlo quedar mal. —Las manos extras son bienvenidas —le dice Susana. Así, los seis revisamos los documentos. Lo siguiente será comprar herramientas. Sea cual sea la forma en la que mi hija desapareció, no voy a parar hasta encontrarla. Dos días más tarde, Pablo y Luis por fin salen de vacaciones. Se ven desanimados. En otros tiempos, la fecha sería un día de gozo en casa. La última vez hicimos carne asada en el patio trasero, Eduardo nos acompañó e invitamos a un par de vecinos. Ahora no hay festejo, no existe la alegría aquí. Todavía cargo en el bolso la carta que Santiago me dio. Por un instante planeé llevarla a la fiscalía, pero luego resolví que ellos solo quieren un pretexto para parar la búsqueda de Abi. No seré yo quien se los dé. Sigo meditando si mostrársela a Leonardo o no. No quiero que baje la guardia. Por eso, la mantengo en secreto, hasta saber cómo proceder con esta inesperada información. Durante la comida, Luis me observa interesado. Ahora que ya no tiene tantos pendientes, presta más atención a los demás. En mi caso, no me conviene porque él conoce bien cuando cargo con complicaciones. Luis es paciente, mucho. Espera a que Pablo se retire para interrogarme en la cocina mientras lavo los platos. —Dime qué tienes —dice directo, después suelta un suspiro—. Rita, ¿qué me escondes? Dejo de lavar el tenedor que tengo en las manos. Él es su padre. Tiene que saberlo. Me quito los guantes de plástico y lo encaro. —¿Podrías traer mi bolsa? Luis sale sin decir una sola palabra y regresa con él. Se lo recibo y de ahí saco el papel doblado. Ni siquiera tengo el cuidado de pedirle que nos sentemos. —Léela y platicamos —le pido al extendérsela. Él obedece. Lo hace despacio. Mientras, sus párpados caen más de la cuenta conforme avanza. Su frente se arruga y sus labios quedan entreabiertos. —Santiago me la dio —confieso en cuanto termina—. Dice que Abi lo amenazaba para que no la dejara. Y si ella… Luis levanta un brazo y cierra los ojos. —¡Ni siquiera te atrevas! —suena ofendido. —No te cierres. Abi es apenas una jovencita, le falta madurez. A Luis se le forma una expresión de enojo mezclada con profunda decepción. —¿Insinúas que mi niña está jugando con su propia familia? ¿O que atentó contra su vida por un hombre? —suelta un resoplido—. ¿Tan malévola o tonta la crees? —Lo que Santiago me contó es delicado… —¡Ese mocoso pendejo se quiere defender de lo que sea que sabe o hizo, y tú caíste redondita! —me interrumpe—. Esta carta no dice nada. —Sostiene el papel cerca de mi cara—, solo que Estela estaba muy enamorada de un cobarde. El coraje me controla y lo aprieto de los brazos. —¡Está! ¡Está! ¡Está, Luis! —grito, agitándolo—. Deja de hablar de ella como si estuviera muerta. —De pronto, caigo en la cuenta de que eso quizá significa otra cosa que no fui capaz de ver. Mi primer instinto es liberarlo de mi agarre y retroceder—. ¿O qué sabes? ¿Qué sabes que yo no? —Entrecierro los ojos—. ¿Cómo puedes tener tanta seguridad de decir que nuestra hija falleció, así, sin tener ni siquiera pistas que lo indiquen? —¡Lo que faltaba! —Resopla al mismo tiempo que se da un manotazo en una pierna. No deja de verme cara a cara—. ¡Ahora también dudas de mí! ¿Qué?, ¿le hice daño a mi hija? —Se apunta la frente y avanza más hacia mí—. ¿En tu cabeza cabe que lastimé de alguna manera a la luz de mis ojos, a mi angelito? —Es claro que se le quiebra la voz con lo último—. Yo la amaba más que tú. —Su dedo índice está próximo a mi nariz—, ¡más que nadie en este mundo! No sé cómo tienes el valor de pararte aquí y señalarme como sospechoso. —Niega con la cabeza. Está tan rojo que me asusta—. Por eso te manipula un adolescente. Que ni suponga que me voy a doblegar. —Lo único que sé es que Eleonor tiene razón, eres un blandengue —rebato y opto por retroceder—. Si quieres que te siga tomando en cuenta, amárrate los pantalones de una buena vez. —Giro hacia la puerta—. Que se vea que los huevos los llevas tú. Apenas salgo de la cocina, me doy cuenta de que Pablo nos escuchó. Mi pobre hijo tiene los ojos cristalinos y la vista perdida. En realidad, sí fui cruel con mi marido, pero mi capacidad de soportar ya es poca. No quiero seguir viéndolo consumiéndose. Me harté de eso. Los días siguen pasando y pasando. No dejamos de repartir carteles, cada vez lo hacemos más lejos. Desde que mi hija desapareció se han formado varias rutas, pero ninguna se sustenta con pruebas todavía. De vez en cuando llamo a Elías para saber sobre los cadá.veres que llegan. También sigo insistiendo en hospitales. Por desgracia, nada da resultados. Las reuniones con Susana, Catalina, Nancy y Edmundo siguen, pero vamos cambiando de casa para despistar a los metiches. Eduardo regresa porque también tiene vacaciones. Él está interesado en buscar más medios de difusión. Junto con José Luis, a la distancia, planean cómo conseguirlos. A los cincuenta y seis días después de que mi hija no regresó, Leonardo toca la puerta durante la noche. Nada bueno resulta de una visita nocturna del detective. Mis hijos no esperan ser invitados para incluirse en la improvisada reunión. Esta vez cambiamos al comedor. Aquí estamos sentados los cinco, callados, mientras el detective termina de sacar de su maletín algunos documentos. —Señora Valdés, Señor González —nos nombra—, me disculpo por la hora y por no avisar. Acaban de llamarme y no quise esperarme a mañana. —Díganos, detective —se apresura a decir Luis—, ¿hallaron pistas? Leonardo respira hondo. Es breve y disimulado, pero lo noto. Para mi desgracia, en el tiempo que llevo de conocerlo aprendí a reconocer cuando va a dar una mala noticia. Me aferro al borde de la mesa. El vértigo simula que caigo por una pendiente empinada e infinita. —Lamento mucho lo que les voy a decir —continúa el detective. No se atreve a verme a los ojos. —Dale. Derecha la flecha —añade Eduardo. Aunque el temblor en su labio inferior contradice la valentía mostrada. —Bien. —Leonardo respira otra vez, se acomoda en la silla y posa las manos sobre una carpeta beige que dejó sobre la mesa—. Dentro de las huellas que se encontraron en la bolsa de Abigaíl, el perito halló una huella no identificada. Es solo una y es parcial. Me enoja que haya escondido ese detalle, pero comprendo que su deber es ser cuidadoso. Leonardo abre la carpeta. —Conseguí que me enviaran una copia del archivo del detenido Enrique Meléndez, presunto tratante de blancas —prosigue el detective. No se le mueven los demás músculos de la cara mientras nos cuenta. Tapo mi boca. Él ya nos había comentado sobre el sujeto por el parecido con el retrato hablado, pero yo preferí no pensar más en eso, me enloquecía todavía más. —¿Y? —sale de mi boca con tremendo miedo. —Lo siento mucho. —Nos observa uno a uno—. La huella de la bolsa coincide con la del hombre. También la descripción dada por la jovencita Sherlyn Rivera es consistente. —¡No! —dejo salir en un grito ahogado. A partir de ahí todo se mueve lento a mi alrededor. —Como nos temíamos. Lo más probable es que su hija sí esté siendo víctima de un delito. —¡Mi niña! —oigo decir a Luis en un chillido. —¿Cree que puedan localizarla? Digo, si ya tienen al culpable —le pregunta Pablo al detective, desesperado. Leonardo primero mueve la cabeza de lado al lado. —El tratante se niega a confesar, a pesar de las claras pruebas que lo incriminan. Él ya está perdido y ni eso sirve para hacer un trato. Si no confiesa cómo procedía, a quién o quiénes vendía a las víctimas, o si era parte de quienes trafican, y a dónde las llevaba, seré sincero, encontrar a Abigaíl será muy complicado. —Como buscar una aguja en un pajar —susurro, destrozada. Por elección propia elegí creer que mi hija desapareció por voluntad propia, que quizá estaba por algún lado escondiéndose. Sonaba a locura, pero era mejor que saberla víctima del tráfico de mujeres. Cosas espantosas se cuentan que les hacen. —¡Mi bebé no!, ¡ella no! —me pongo a gritar. No sé bien cómo termino en mi cama. Pienso que me dieron algún tipo de calmante por la tremenda somnolencia que siento. Es bueno no pensar y dejar que la droga actúe en esta pobre madre que se consume. Solo unas horas más tarde le llamo a Leonardo. Una idea no deja de darme vueltas. —Detective, ¿hay forma de que vea al tratante ese? —le pregunto—. Me gustaría hablar con él. —No, señora —responde de inmediato—. Lo tienen aislado y así seguirá por un largo tiempo. —¿Y una carta? —se me ocurre en ese instante—. ¿Se podrá? —Será difícil, pero eso sí lo veo más factible. ¿Quiere escribirle? —A lo mejor logro ablandarle el corazón. —Por mi experiencia, le diré que gente como esa no tiene corazón, pero por intentarlo no se pierde nada. —Él calla un instante—. Hágala y me encargaré de hacérsela llegar. ¡Por fin una pequeña luz en el camino! —Le agradezco, detective —cuelgo ansiosa. No me detengo a pensar nada. Voy por una hoja blanca y una pluma. Me siento en mi acostumbrada silla del comedor. La misma desde donde vi a mi hija por última vez. Procedo a escribir: Enrique, sé que no te interesa leer esta carta, ni siquiera me conoces, pero siento la enorme urgencia de hacértela llegar. Es mi forma de suplicarle a la persona que tiene en sus manos terminar con la agonía de no tener a mi hija. ¿Sabes? Desde que Abigaíl no está, me quita el sueño pensar que por el cobarde silencio de un hombre desconocido ella no regresa a casa, y, sí se ha ido de este mundo, no descansa donde todo ser querido debe descansar: en un camposanto donde estará rodeada por su familia, donde Dios la recogerá para llevarla al eterno descanso, donde podamos llevarle flores y cantarle la canción que tanto le gustaba de niña, y que todavía a su edad tarareaba. Me quita el sueño el pensar que sufre día y noche las peores torturas, que está siendo lastimada por seres desalmados, o que su carita que tanto sonreía ahora se pudre en la basura, o en el fondo de un río, o enterrada en un hoyo que gente como tú considera una tumba, porque en realidad no es más que un hueco donde esconden sus crímenes. Te imploro, Enrique, te ruego que pidas una llamada al número que viene apuntado al final. Solo dime lo que quiero saber. ¿A quién le vendiste a la jovencita de la fotografía que viene también en el sobre? Su nombre es Estela Abigaíl González Valdés y tiene diecisiete años. Es la menor de cinco hermanos. Su sueño es estudiar repostería. Es mi niña consentida. Juro que no te acusaré de nada, ni siquiera repetiré lo que me digas. Terminaremos la llamada sin un solo insulto o maldición. Me pregunto por qué alguien tiene el valor de herir a otra persona y decide guardar silencio, aunque haya sido atrapado. ¿Por qué no pactar con la policía? ¿Por qué lo haces cuando un futuro tan ne.gro te amenaza, encerrado en una cárcel donde perderás tu valiosa juventud? ¿Cómo logras descansar con ese hueco en tu estómago que estoy segura que no te deja tranquilo? Porque no hay nada más inhumano y vil que privar de la libertad a jovencitas que tienen familia que las espera. Es posible que todo lo que pasa te provoque alegría, que incluso sonrías al leer estas palabras escritas desde el desconsuelo de una madre que sigue creyendo que su pequeña volverá. Pero, tal vez, más adelante puedas ser capaz de comprender toda la pena que causas solo por dinero manchado de dolor y angustia. Por favor, Enrique, por ti, por lo que más quieras, por mí, dime dónde está mi preciosa niña.[1] Cuando termino, las lágrimas resbalan, pero no permito que manchen el papel. Ese hombre no conocerá las formas que quedan detrás de mi llanto. Ya tuvo mucho de mí, eso me lo guardaré. ************** [1] Carta inspirada en la carta que Eva Casanueva escribió de su puño y letra para el asesino confeso de su hija, Miguel Carcaño, pidiéndole que le desvelara el paradero del cadá.ver.
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