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Ocho y diez de la mañana, frente a su puerta.
No he dormido bien. Saber que está en la misma ciudad que yo, pero lejos de mis brazos, me ha robado el descanso. Me siento inquieto, ansioso. Toco el timbre y cuando la puerta se abre, el aire parece escaparse de mis pulmones.
Mi China hermosa está ahí, de pie, radiante. Lleva un vestido rosa de manga larga, con los hombros caídos y un delicado pliegue sobre el pecho. La tela se ajusta a su silueta antes de ensancharse sobre su vientre. Ese vientre que guarda a nuestra hija. Es una visión que me deja sin palabras.
No es la primera vez que veo a una mujer embarazada, pero hay algo en ella que me desarma. Tal vez es la certeza de que dentro de su cuerpo crece nuestra pequeña, la prueba de nuestro amor.
El vestido cae hasta sus tobillos, y bajo él asoman unas sandalias plateadas. Lleva una cartera a juego y su cabello oscuro, liso y suelto, le cubre la espalda. Su rostro luce un maquillaje suave, resaltando su belleza natural. En ese instante, lo supe con certeza: mi corazón ya no me pertenece.
—Buenos días, mi China.
—Buenos días, jefe. ¿Nos vamos? Tengo hambre, aquí todos duermen —responde con una sonrisa, antes de besar mi mejilla.
Sale y la observo caminar. Su cuerpo se mueve con una elegancia natural, su cadera dibuja un vaivén hipnótico bajo el vestido. Mi mente juega una mala pasada, despertando deseos que trato de contener. Sé que debo ser cuidadoso, que no puedo arriesgarme a lastimar a nuestra hija, pero el anhelo me consume.
Entramos al ascensor y la miro de reojo. Se ve complacida, sosteniendo su cartera con ambas manos. Me inquieta. Julieta aún trabaja en la constructora, y esa realidad pesa sobre mí.
—¿Qué quieres comer? —pregunto, tratando de apartar mis pensamientos.
—Algo dulce, con mucha leche —responde con un tono infantil, casi travieso.
Frunzo el ceño.
—Son las ocho de la mañana. No creo que debas desayunar eso. Hablaré con tu médico.
Se gira hacia mí con una sonrisa desafiante.
—Es nuestro primer día juntos. Compláceme o me dispondré a no comer en todo el día. Te aseguro que tu hija y yo sufriremos, pero soy obstinada. Estoy dispuesta a aguantar. Tú decides.
La miro en silencio, sin saber qué responder. La conozco lo suficiente para saber que no está bromeando. Es una amenaza velada, y por primera vez en mucho tiempo, siento que no tengo el control.
Unos minutos después...
—Buenos días, Esther. ¿Recuerdas a mi novia? Desde hoy, enséñale todo lo que haces por mí, sin ocultar nada.
Esther, mi asistente, me observa con confusión.
—¿Hice algo mal, señor Ladera? Tengo tres hijos, dependo de este trabajo. Si hice algo mal, quisiera enmendarlo.
Siento un atisbo de culpa.
—No la estoy despidiendo. Mi mujer le explicará lo que quiere.
Esther suspira aliviada.
—Gracias a Dios. Sí, señor, como ordene.
Mi China le sonríe con amabilidad.
—Hola, Esther. No te molestaré mucho, trataré de no incomodarte.
—Estaré a su servicio, señorita.
—Solo llámame Marian, aquí el jefe es él.
Señala hacia mí con un gesto despreocupado.
—Esther, ¿de casualidad ya desayunaste?
—No, señorita. Casi nunca me da tiempo. El señor tiene una agenda apretada.
Marian asiente con comprensión.
—Eso es lo primero que arreglaremos. Estoy embarazada y debemos acomodar citas médicas y otras cosas de mujer caprichosa. Voy a necesitar mucho de su tiempo.
Escucho en silencio. Es evidente que planea hacerme pagar por lo que hice. Su embarazo es su arma, y no dudo que la usará sin piedad. Esto no será fácil. Esther me lanza una mirada interrogante, pero yo me limito a observar. Mientras mi China come con entusiasmo y ajusta mi agenda a su antojo, pienso en Natasha. La necesitaré para cubrir mi tiempo faltante. Tendré que manejar esto con cuidado.
De pronto, Marian levanta una ceja al leer algo en la pantalla.
—Giuseppe Linares, masajista... ¿Te haces masajes?
Resoplo con aburrimiento.
—¿Tiene algo de malo?
En cuestión de segundos, ya ha encontrado una foto de la mujer en la web.
—No me imagino que cuando alguien así te masajea debe sentirse en la gloria, pero tiene cara de que no hace bien su trabajo. Así que, desde hoy, mi masajista será la tuya.
Me sorprende con un nombre y el contacto del local.
—¿Tienes tu propio negocio?
—Por supuesto, soy una empresaria en emprendimiento. ¿Por qué no tenerlo?
Sonríe con determinación. Me encanta su ambición, su carácter.
—Entonces, gracias por la recomendación. Cancelaré con Giuseppe.
—No te molestes. Yo me ocuparé con Esther.
Se levanta con la agenda en mano y camina hacia la puerta.
—¿A dónde vas? —pregunto, sin querer que se aleje tan rápido.
—Tienes todo eso que firmar. Te dejaré trabajar. Iré con Esther a conocer el edificio.
Me levanto, pero ella levanta la mano con sutileza, una advertencia disfrazada de dulzura.
—Tú quédate aquí. Regresaré luego. Haz tu trabajo, que yo haré el mío. Tal vez y te dé un premio después.
Me siento, derrotado, como un perro al que le ofrecen un hueso. Salió con una sonrisa triunfal. Me tiene en sus manos. Estoy jodido.
Más tarde, la encontré charlando con varias secretarias, hojeando revistas de embarazo. Cuando notaron mi presencia, volvieron al trabajo.
—¿Terminaste? Estoy cansado —mentí. En realidad, quería tenerla a solas.
—Entonces nos iremos. ¿Puedes traer mi bolso? Está en tu oficina.
—Claro.
Al dar la vuelta, noté a Julieta observándonos desde el ventanal de su oficina. Cuando nuestros ojos se encontraron, cerró las persianas de golpe. No me gustó la forma en que nos miró, pero decidí ignorarlo.
En casa, la ayudé a preparar un baño. Al regresar, la encontré junto a la ventana, cerrando las cortinas. Estaba desnuda. Mi respiración se detuvo.
Me acerqué, me arrodillé ante ella y besé su vientre con devoción. Sus dedos se enredaron en mi cabello.
—¿Te ducharás con ropa? —susurró.
Nuestros ojos se encontraron y le respondí con un beso, temeroso de ser rechazado. Pero ella me recibió en silencio, desabotonando mi camisa.
Nos sumergimos juntos en la tibieza del agua.
—¿Quieres dormir conmigo hoy?
—Si me dejas, dormiré siempre.
—Aún estoy molesta... pero hoy quiero sentirte. Puedes quedarte si quieres.
Su piel se pegó a la mía y, en ese instante, supe que ella era mi hogar.