CAPÍTULO 15

2006 Palabras
—¡Voy a jugar con la tía Julissa! —gritó María Fernanda e, inmediatamente después, la puerta de la casa de Airam se abrió y se cerró. —¿Desde cuándo es su tía? —preguntó Airam, que escuchaba por primera vez a Mafe llamando a su mejor amiga de semejante manera. —No lo sé —respondió Fernando, sonriendo socarronamente, acercándose a la chica que le gustaba tanto y que parecía ya no pondría renuencia para estar juntos—, pero si eso nos va a dejar la casa solo para nosotros dos me encanta tener una nueva hermana. Airam rio desaforadamente, quizá porque antes de lo último que dijo el hombre se encontraba muy nerviosa, pero la torpeza al hablar de ese hombre había sido graciosa y linda. —Ella sería mi hermana, no la tuya —respondió Airam, mucho más relajada luego de haber reído un poco—, y vaya familia la que nos estamos montando, una llena de lazos que no son de sangre. —Está bien —aseguró Fernando, insistiendo en acariciar los brazos y torso de la chica cuya respiración se empezaba a descompasar—, lo importante en la familia es el amor, así que déjame amarte mucho. Airam perdió su oportunidad de responder, pues los labios de Fernando ya se encontraban sobre los suyos, además, su lengua comenzaba a pasearse por su boca, despertando en ella montón de sensaciones increíbles y limitando su capacidad de respirar. —Fernando, no podemos —musitó la maestra, empujando al hombre con ambas palmas apoyándose en el pecho de él, sin separarlo demasiado, en realidad, pues mientras él la besaba se había abrazado a ella. —Sí, si podemos —refutó el hombre—, y necesitamos darnos prisa, quién sabe cuándo volverá tu falsa hija de con tu falsa hermana... Démonos prisa. Fernando, tomando la mano de Airam, la jaló en dirección a su habitación, una que ya conocía bastante bien, pero los golpes en la puerta de entrada no les permitieron llegar a su destino, pues quien tocaba se anunció a gritos también. —Soy la tía Julissa —dijo la joven detrás de la puerta en un tono algo sarcástico—, tengo que ir al trabajo, no me mandes a tu hija conmigo para hacerle hermanitos. —No estábamos haciendo eso —respondió Airam, apresurándose a la puerta y abriéndola—. Ella, de la nada, dijo que iba contigo y ni tiempo nos dio de detenerla, no la seguí porque sabía que me la devolverías pronto. —Debiste seguirla —señaló la enfermera, empujando con suavidad a la chiquilla adentro—, me hiciste subir dos pisos... y ahora voy a bajar tres en lugar de uno. —Y yo me ahorre bajar dos y volverlos a subir —respondió Airam, con calma. Julissa solo negó con la cabeza, se despidió de beso de su mejor amiga y, en lugar del acostumbrado texto que le mandaba, anunció que se estaba yendo a trabajar en ese momento. » Te dije que no podíamos —señaló la mujer para Fernando, que, desde el pasillo, la veía un tanto decepcionado. —Entonces —habló el hombre, acercándose a la chica y abrazándola, de nuevo, por la espalda—. ¿Qué hacemos con ella? Quiero tener una cita contigo. —¡Yo también quiero tener una cita con ustedes! —dijo la chiquilla, emocionada, pues su pasatiempo favorito era, sin duda alguna, pasar tiempo con los dos. —No puedes —respondió Fernando—, porque si estás con nosotros no podremos hacer a tus hermanitos. —¡No vamos a hacer hermanitos! —exclamó con fuerza Airam, que estuvo a punto de ver caer a María Fernanda en la trampa de su padre, lo sabía porque la mirada de esa chiquilla se había iluminado—. No le digas esas cosas a la niña. —Estoy jugando —soltó Fernando, rodando los ojos. —No juegues con eso frente a ella —pidió la chica en un tono cansino—. Ya la veo mañana platicándole a sus compañeros o, peor, a las mamás de sus compañeros, que su papá y yo tuvimos una cita para hacerle hermanitos. —¿Cómo crees? —Fernando, ¿no conoces a tu hija? Pues yo sí, y no quiero tener que pasar por otra incomodidad, mucho menos una que les sugiera que me acuesto el papá de mi alumna. Así que mejor ya váyanse. —¿De verdad? Al menos invítanos a cenar. —Ya los invité a comer. Váyanse. —Ay, mamá, ¿por qué estás enojada? —Porque eres muy boconcita... Platicas muchas cosas que no tienes que platicar y, para que no le platiques nada a nadie, mejor ya no voy a dejarte ver que me pasan cosas. María Fernanda no dijo nada, solo cruzó los brazos frente a ella, infló los cachetes, frunció los labios y miró con los ojos entrecerrados a esa mujer que parecía haberla reprendido. —Bien, entonces ya nos vamos —dijo Fernando caminando hasta la sala para tomar las cosas de su hija, luego caminó hasta donde las dos mujercitas en esa casa de miraban fijamente y levantó a la más pequeña para llevársela consigo. Si no las separaba en ese momento, seguro Airam y Fernanda terminarían discutiendo y llorando, como ya había pasado un par de veces antes. Al principio, Fernando se había preocupado por esas pequeñas y llamativas “peleas” entre ellas, pero, luego de consultarlo con la psicóloga de su hija, entendió que ellas estaban avanzando en su relación madre-hija, una que difícilmente podría ser solo dulzura. El hombre intentó despedirse de beso de Airam, pero la maestra giró el rostro y los labios de Fernando, irremediablemente, terminaron en la mejilla de la chica. —¡Les voy a decir a todos que no dejaste que papá te diera un beso! —amenazó Fernanda que, como si el saco de su padre fuera colgaba del brazo del hombre que la rodeaba por la cintura—. Y también que nos corriste de tu casa, mamá fea. Airam hizo una rabieta insonora y Fernando negó con la cabeza, entonces se despidió de la maestra y bajó los tres pisos de ese edificio con su hija malhumorada. » ¡No soy boconcita! —gritó Fernanda cuando su padre la subió a su auto, en la parte trasera, y cerró la puerta luego de que le terminó de cerrar el cinturón de seguridad. —Si eres —respondió Fernando, que la había escuchado desde afuera del auto, cuando subió a este—. Nena, tienes que aprender que lo que pasa en casa no se dice en la escuela. —¿Por qué? —preguntó Fernanda, aún con el ceño fruncido—. Mis amigos platican cosas que les pasan, yo también quiero platicar. —Sí —dijo el padre de la chiquilla cuyos brazos habían terminado de nuevo cruzados al frente de su cuerpecito—. Pero hay algo que se llama privacidad, a lo que todos tenemos derecho, y que tú le estás quitando a Airam. A ella no le gusta que todos sepan lo que pasa en su casa. —¿Por qué? Fernando alzó las cejas y respiró resignado. Cuando Fernanda comenzaba con sus “¿Porqués?” la charla se alargaba y tediaba para él. Pero era su hija, y debía tenerle paciencia porque la amaba, así que solo respondería tanto como sus nervios lo permitieran. —Pues porque le da vergüenza que los otros papás sepan que se tropezó con una silla, que vomitó cuando se lavaba los dientes, que tiró un vaso y se pegó en un dedo del pie o que camina descalza por la casa y se le ensucian los pies. Todo eso enumeraba Fernando comenzando a conducir, recordando todas las cosas que Fernanda le había platicado de Airam y que luego Airam comentó ella les había contado en la clase a todos. —No entiendo —dijo la chiquilla, mirando por la ventana—. No es vergonzoso nada de ello. Mamá dijo que todos cometemos errores, y eso está bien... que no pasaba nada. —Sí —concedió Fernando, que había escuchado a esa maestra tranquilizar de esa manera a su hija cuando algún accidente ocurría—, pero eso es con los niños. Se supone que los adultos somos más cuidadosos y no nos tienen que pasar todas esas cosas. —Mamá no es más cuidadosa, por eso le pasan muchas cosas. —Y por eso tienes que guardar en secreto lo que pasa o hace en su casa, en la nuestra, en el carro o en cualquier lugar al que vamos. —¿Por qué? —volvió a preguntar Fernanda y Fernando rodó los ojos mientras suspiraba. —Porque ella no quiere que piensen que es un adulto que no tiene cuidado con las cosas y que podría poner en peligro a sus alumnos. —Mamá no nos pone en peligro, ella nos cuida mucho. —Sí, y esa imagen que tienen los papás de tus amigos sobre ella es la que quiere que mantengan y que tu arruinas cuando les cuentas lo torpe que puede llegar a ser en cuando ellos no la ven. Es mejor que no platiques nada de eso en la escuela. —Pero me gusta platicar con todos. —Pues platícales de lo que te gusta, de lo que haces tú y te pasa a ti. —¿No les puedo contar las cosas que hice con mamá? —Sí, pero no les digas si pasa algo que exponga un lado vergonzoso de ella. —Bueno —aceptó al fin Fernanda—, ya no diré nada de mamá. Pero le voy a seguir diciendo mamá, aunque se enoje. —Fernanda —habló el hombre, mirando a su hija por el retrovisor—, en la escuela Airam es tu maestra. —Es mi mamá —refutó la chiquilla, poniéndose a la defensiva de nuevo. —En la escuela no. Ya habíamos hablado de eso muchas veces y sigues sin hacer lo que te pedimos siempre —recordó Fernando, mostrando su faceta más firme de ser padre. —Ella es mi mamá —vociferó la chiquilla, dando un patadón al respaldo del asiento del hombre, provocando a Fernando mirarle con algo de furia por el retrovisor. El padre de esa niña, evidentemente molesta, respiró profundo para tranquilizarse y no perder los estribos; porque de verdad le molestaba que la chiquilla hiciera esos actos tan groseros como golpear las cosas y gritarle a él. Necesitaba calmarse y encontrar la mejor manera de darle a entender a Fernanda lo que quería que entendiera, o al menos eso había dicho la psicóloga de su hija. Según ella, cuando Fernanda insistía en algo era porque la niña sentía que no había sido entendida, entonces, lo principal era entenderla y, a partir de su creencia, explicar lo que se quería que la niña comprendiera. En ese momento Fernanda ya había repetido tres veces que Airam era su mamá, y él lo había negado dos veces, enojándola. —Sí —respondió Fernando, tras entender lo que ella quería confirmar—. Airam es tu mamá. Pero en la escuela la tienes que llamar maestra, igual que todos tus compañeros. —¿Por qué? —cuestionó de nuevo la cría y Fernando sonrió complacido, al parecer al fin lograría lo que se proponía desde muchísimo tiempo atrás. —Pues porque es tu maestra —respondió el hombre y Fernanda volvió a mirar a la ventana, como lo hacía cada vez que debía rendirse, aunque no le gustara haber perdido. —Está bien —dijo la chiquilla y Fernando la elogió por comprenderlo, además de que le agradeció que lo hiciera bien. Fernanda también sonrió. Lo que más le gustaba de su papá era cuando la felicitaba por algo, porque le hacía sentir cosquillas en el corazón, y le gustaba.
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