CAPÍTULO 9

1799 Palabras
—Mi abuela falleció —informó Fernando, que llamaba a Airam para informarle de lo ocurrido y para saber cómo estaba su hija—. ¿Está bien que Fernanda se quede a dormir contigo esta noche también? Pueden quedarse en mi casa, si te sientes más a gusto. —No creo que me sienta más a gusto en tu casa que en la mía —señaló Airam, alejándose un poco de María Fernanda y de Julissa, que coloreaban en la sala de la maestra—. ¿Cómo estás? —Pues, creo que sigo en shock —respondió Fernando—, o tal vez me estoy conteniendo para mi madre que necesita alguien fuerte de quien sostenerse. Sabes, no termino de sentirme triste, solo estoy incrédulo y sorprendido. —Sí, eso es normal —aseguró la joven castaña, que recordaba perfectamente su primera reacción cuando su tía murió. En ese entonces, Airam recordaba haber estado tan impactada que no pudo sentir nada por un buen rato, momento que usó para hacerse cargo de papeleos de hospital y del funeral como si a quien fuera a despedir fuera un extraño cualquiera, eso fue hasta que se desocupó de todo, entonces le cayó el veinte de lo ocurrido y cayó en una terrible depresión que se le hizo crónica. » Si necesitas algo, no dudes en pedirlo —volvió a ofrecer la joven—. No creo servir de mucho, pero siempre es mejor tener a la mano alguien que pueda hacer un par de mandados. Fernando sonrió por la ocurrencia de Airam, y le agradeció inmensamente que se ofreciera a acompañarlo y apoyarlo en semejante momento. —Con que cuides a Fernanda me doy por bien servido —aseguró el hombre, que con esa corta sonrisa había recuperado un poco del aliento que había perdido sin darse cuenta cuando escuchó que su abuela estaba muerta—, gracias por eso. —No hay nada que agradecer. De verdad, lo que necesites me avisas. Si no lo puedo lograr yo conseguiré quien lo haga, así que apóyate en mí para que debas ocuparte solo de lo más importante —explicó Airam y el hombre respondió con un simple sí—. Sobre Mafe, ¿quieres que la lleve un rato contigo? —Aún no arreglamos nada sobre el funeral —declaró Fernando—, así que, por ahora, no sé a dónde iremos o qué haremos. Además, me gustaría hablar con ella antes de llevarla a la funeraria, así que iré a tu casa en cuanto pueda, para explicarle con calma. —Está bien —aceptó la castaña—, y, Fernando, lamento mucho tu pérdida. Fernando asintió, sintiendo al fin esa tristeza que no había sentido en todo el tiempo, y sonrió al entender que, así como él era la fortaleza de su madre, un lugar donde ella podía desmoronarse; esa chica era un fuerte para él. El hombre suspiró, entonces se despidió de la joven prometiendo llamarla después y la joven volvió a su sala, donde su mejor amiga y su alumna favorita seguían coloreando un libro de ilustraciones que había sido comprado con el propósito de ser fotocopiado para que todos sus alumnos tuvieran las mejores partes de ese libro. —¿Pasó algo? —preguntó Julissa, que leía en la expresión de su amiga una intensa preocupación, y quien, ante su pregunta, negó con la cabeza dándole a entender que no podía hablar de lo que fuera que hubiera ocurrido. Eso le tranquilizó un poco a la enfermera, pues, si fuera algo realmente grave lo ocurrido, seguro se lo diría en lugar de volver a sentarse en el sofá donde había estado leyendo antes de recibir la llamada telefónica que salió a atender minutos atrás. ** —Entonces, yo los dejo —anunció Julissa luego de que Fernando llegara a la casa de su amiga, quien para entonces ya había aprovechado que María Fernanda había ido al baño para informarle de la muerte de la abuela del hombre. Fernando Ruíz hablaría con su hija de algo sumamente íntimo, así que no debería estar en ese lugar, por eso Julissa se iría y les daría la privacidad que el tema requería. —¡Papi! —gritó la pequeña niña—. ¿Puedo quedarme a dormir con mamá? Ella dice que puedo. —Sí —concedió el hombre sonriendo un poco al ver tan feliz a su hija—, pero, primero, platiquemos de algo, ¿quieres? María Fernanda, que inició saltando con la respuesta de su padre, se preocupó un poco al ver la expresión de ese hombre que la alzaba en brazos para besarla, entonces solo miró a su madre, como buscando una pista de lo que ocurría. —Vayan a la sala —indicó Airam, dándole paso al hombre a su pequeño hogar—, estaré en la cocina por si necesitan algo. Tras ver a Fernando y a su hija dirigirse hacia su sala, Airam se encaminó al lugar que había mencionado y, luego de tan solo un momento, la pequeña Mafe, como ella la llamaba, entró a la cocina y corrió a sus piernas para abrazarse a ella. —La abuelita se fue al cielo —informó la pequeña llorando, adoleciendo el corazón de la maestra que la escuchaba y la veía. —Lo lamento mucho —informó en un hilo de voz la mayor, extendiendo sus brazos e inclinándose al frente para levantar a la pequeña y poderla confortar un poco con un abrazo—. Pero todo va a estar bien, te lo prometo. —En el cielo no la puedo ver, ni abrazar —explicó la pequeña algo que le hubiera dicho su padre minutos atrás, pues la muerte era un tema nuevo para la pequeña Fernanda, quien no había perdido a nadie por dicha razón—, y me gusta abrazarla y platicar con ella. —Aun puedes platicar con ella —aseguró Airam, que con la niña apoyada en su hombro se mecía suavemente—, porque, aunque se fue al cielo, también se quedará para siempre en tu corazón. María Fernanda se incorporó un poco, quedando con el rostro frente al de una mujer que, con tan solo un abrazo, lograba que su corazón no doliera tanto. —¿Estás segura? —preguntó la pequeña, que encontraba mucho consuelo en ese comentario—. ¿De verdad se quedará en mi corazón para siempre? Airam asintió. » ¿Cómo lo sabes? —cuestionó María Fernanda y, con ella en brazos, ante la vista del hombre que había seguido a la pequeña cuando dejó la sala, se encaminó a donde ellos hubiesen estado antes para tomar la fotografía donde Airam abrazaba a una mujer mayor. —Ella es mi tía Lupita —explicó la joven, mostrando la fotografía a la niña—, y hace cuatro años se fue al cielo, pero todavía la tengo en mi corazón. Yo le cuento todo lo que me pasa cuando necesito hacerlo y, a veces, cuando estoy muy triste o me siento muy sola, ella viene en mis sueños y me abraza, como me gustaba hacerlo, también. —¿La extrañas mucho? —preguntó María Fernanda, acariciando el rostro de la joven que parecía estar a punto de llorar. —Sí —respondió Airam, sonriendo amargamente—, pero sé que desde el cielo me está cuidando, y que siempre me ayuda a que todo sea más fácil, porque ahora es mi ángel de la guarda. —¿La abuelita será mi ángel de la guarda? —cuestionó la niña, alentada y, ante la respuesta afirmativa de los dos adultos que más quería, sonrió tranquila. Sería porque ella no entendía mucho sobre la muerte, o porque la solución que le había dado esa mujer a la situación era de verdad buena y confortante, pero sus ganas de llorar se habían ido por completo. —Iré a mi casa a cambiarme de ropa —señaló Fernando, que agradecía la ayuda de esa mujer para que su hija se tomara con calma la situación—, ¿quieres ir conmigo para que traigas ropa para ella? Las traeré de nuevo antes de ir a la funeraria. Airam asintió, esa era una buena idea, pues al día siguiente llevaría a la niña a acompañar a su familia en la despedida de esa mujer mayor que absolutamente todos extrañarían. Los tres salieron de la casa de Airam y llegaron hasta el auto en que Fernando los conduciría hasta su enorme casa. —¿A dónde fuiste? —preguntó Josefina, que luego de llevar a su madre a su casa fue a buscar a su hermano y no lo encontró en ese lugar. —Buenas tardes —saludó Airam a una mujer que conocía por las fotos que María Fernanda le había mostrado más de una vez, pero con quien nunca se había encontrado antes. —Ella es Airam —explicó Fernando para su hermana—, cuidará a Fernanda por esta noche, vino a conseguir ropa para ella y mañana la llevará a la funeraria. —¿Vas a dejar que se la lleve a su casa? —cuestionó Josefina, alarmada por semejante irresponsable decisión—. Fernando, una cosa es que esté con ella aquí, donde hay quien la vigile, otra muy diferente y mala que se la lleve a su casa. —Está bien —aseguró Fernando—, ella la cuida bien, en la escuela tampoco estoy con ellas y no será la primera vez que Fernanda pase tiempo en su casa. No tienes que preocuparte de nada, en serio. —Fernando, estás loco. No puedes dejar a la niña con una extraña. —¡No es una extraña! —gritó la pequeña María Fernanda, que escuchaba, al igual que Airam, la discusión entre ese par de hermanos—. ¡Ella es mi mamá! —No lo es, Fernanda —respondió tajante la rubia, mirando con recelo a la joven que no decía ni hacía absolutamente nada—. Nena, ella no es tu mamá, por eso no puedes quedarte con ella a solas todo el tiempo... Vamos a mi casa, a Saíd lo cuidará su nana, te quedarás con ellos y... —¡No! —gritó Fernanda, aferrándose a la pierna de una incómoda mujer—. Me voy a quedar con mi mamá, ella dijo que sí y papá también. ¡No voy a ir contigo! Fernando suspiró y, viendo a su hermana a punto de gritar también, pidió a Airam que subiera con la pequeña a hacer lo que habían planeado. Él se haría cargo de su hermana, quien no tendría más que aceptar que, con su hija, era la voluntad de él la que se hacía.
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