Mi mirada de loco desbocado hizo que Amanda me diera una cachetada seca y dura que me hizo girar el rostro. Un susurro en el oído. Ni siquiera un sonido; sólo la leve sensación, casi imaginada, de alguien pronunciando mi nombre, cerca. Muy cerca, aproximándose a mi, Sin palabras, sólo un crujido seco de una no‐voz, un tono sin tono, un pensamiento expresado en el aire. La cara me ardía, y de repente me oí respirar. La voz volvió, un sonido suave que caía sobre el borde exterior de mi oreja. Me volví, aunque sabía que no había nadie y que no era mi oreja, si no mi alter ego que habita en mi, empujado hacia la conciencia por quién sabe qué o por la adicción al homicidio. Esa adicción rolliza, simpática y feliz. Cuántas cosas tenía que decir. Y por mucho que intentara decirle que no era e

