Los días pasaron, y las cartas seguían llegando. A veces era un sobre sencillo, otras veces venía acompañado de un pequeño regalo envuelto con delicadeza, pero siempre contenían amenazas veladas o claras advertencias que nos mantenían en constante alerta. La caligrafía en las cartas era elegante, casi burlona, como si quien las escribiera disfrutara de nuestro sufrimiento, de nuestra incertidumbre. Cada vez que abría una, mi cuerpo se tensaba, sintiendo la presión creciente en mi pecho.
Logan entró en la sala una tarde, su rostro más serio que de costumbre. Me lanzó una mirada de preocupación, y su voz resonó con gravedad cuando finalmente habló.
—Debemos irnos de aquí —dijo sin rodeos—. Katerina ya sabe dónde estamos. No podemos seguir en Londres. Necesitamos encontrar a Nikolai antes d
