(Voz de Aaron)
La Luna se alzaba redonda sobre los pinos, un espejo de plata que parecía observarlo todo.
Yo la miraba desde el risco, con los brazos cruzados, dejando que el viento me trajera los murmullos de la noche y los ecos de mi manada.
Pero lo que realmente escuchaba no estaba allí.
Era ella.
Becca.
Su rastro me seguía incluso en los sueños. El olor a fresas dulces y piel tibia había invadido cada rincón de mi mente.
No necesitaba verla para saber cómo estaba; el vínculo era más fuerte cada día.
Podía sentir cuando reía, cuando suspiraba, cuando el peso del recuerdo la hundía.
Esa noche, su miedo me golpeó como una corriente helada.
No era peligro físico, sino algo más profundo… la angustia que se siente cuando los fantasmas del pasado regresan a morderte el alma.
Kael se agitó bajo mi piel, su voz ronca resonando en mi cabeza.
—Está sufriendo. Déjame ir, Aaron. Déjame protegerla.
—No aún. Si la asusto, si se siente invadida, podría huir.
—Huiría hacia nosotros. Lo sabes.
No respondí.
Porque, en el fondo, lo sabía.
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El amanecer me encontró en la sala del consejo.
El aire olía a madera, poder y desconfianza.
—Alfa —dijo Marcus, mi segundo al mando, con un tono que intentaba sonar respetuoso, pero no lo lograba—. La manada está inquieta. Dicen que has estado distraído. Que tus prioridades han cambiado.
Lo miré en silencio.
Mis prioridades habían cambiado.
Antes solo existía el deber. Ahora existía ella.
—¿Y qué se supone que significa eso, Marcus? —pregunté con voz baja, pero afilada.
—Significa que la Redmoon necesita liderazgo, no un hombre perdido en una fantasía humana.
El aire se tensó.
Algunos betas bajaron la mirada; otros esperaban mi reacción, conteniendo la respiración.
—La Luna no se equivoca —dije finalmente—. Y si me vinculó con ella, es porque ese es nuestro camino.
Marcus dio un paso adelante.
—¿Una humana, Aaron? ¿De verdad crees que la Luna elegiría a una mujer que ni siquiera sabe lo que somos?
—Creo que la Luna eligió a la única capaz de recordarme quién soy.
Hubo un murmullo.
Un desafío contenido.
Kael rugió en mi interior.
—Hazlos callar. Hazles entender.
El poder ancestral del Alfa me recorrió como una descarga.
Mis ojos cambiaron, dorados, brillando con el fuego de la manada.
—No volveré a repetirlo —dije con voz grave, resonante—. Ella es mi destino. Y el que lo cuestione… lo enfrentará a mí.
El silencio fue absoluto.
Los lobos sabían lo que esa advertencia significaba.
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Horas después, la tensión seguía ardiendo en mi piel.
Sofía me esperaba en la oficina, nerviosa.
—¿Todo bien en el consejo, señor Black? —preguntó con cuidado.
—Todo lo que debía ser dicho, fue dicho —respondí.
Me acerqué al ventanal. Desde allí se veía parte de la ciudad, bañada por la luz dorada del atardecer.
Entre los sonidos lejanos, el vínculo volvió a vibrar.
Una carcajada infantil. Dos.
Sonreí sin querer.
Lucas y Mateo.
Los había visto días atrás, cuando Becca llegó a California.
Jugaban en el jardín con un balón, riendo con esa inocencia que solo los niños poseen.
Ella los observaba desde la sombra del porche, con una mezcla de amor y cansancio en la mirada.
No eran mis hijos.
Pero de algún modo, mi alma ya los había reclamado.
Cuando los veía, sentía algo primitivo: el deseo de proteger, de cuidar, de ofrecerles lo que la vida les había arrebatado.
—Son parte de ella, murmuró Kael.
—Sí. Y si la Luna la eligió, ellos también forman parte del lazo.
—Entonces también son nuestros.
Asentí.
No necesitábamos discutirlo.
El lobo y yo estábamos de acuerdo.
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La noche cayó lenta, cubriendo el bosque con sombras inquietas.
Había convocado una reunión con los guardianes de los límites: lobos jóvenes, impetuosos, encargados de vigilar la frontera del territorio.
Uno de ellos habló con voz temblorosa.
—Alfa… los rumores dicen que hay movimiento entre las manadas del norte. Que algunos cuestionan tu derecho al liderazgo.
Marcus.
Sabía que esto vendría.
—Déjalos hablar —respondí—. Las palabras no matan.
—Pero pueden dividirnos, señor.
—Solo si olvidamos a quién servimos.
Los lobos bajaron la cabeza, obedientes.
Aun así, el aire estaba cargado.
La lealtad no era el problema. El miedo lo era.
Y el miedo se alimenta rápido cuando la Luna elige caminos que nadie comprende.
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Cerré la noche en soledad, en el bosque, bajo el cielo abierto.
La Luna ascendía de nuevo, más brillante, más viva.
Me senté en la roca donde siempre meditaba y dejé que el vínculo me guiara hacia ella.
El mundo desapareció.
Becca estaba acostada en su habitación, la ventana abierta.
Sus hijos dormían a su lado.
El cabello de ella se extendía sobre la almohada como un río oscuro.
Podía sentir su respiración lenta, su paz, su calor.
Por un instante, la angustia que llevaba dentro se disipó.
Kael, tranquilo por primera vez en días, susurró:
—Ahí está nuestro hogar. No en la manada, no en el trono… en ella.
Sonreí.
—Entonces que la Luna nos maldiga, si eso es un error.
Levanté la vista.
El brillo del satélite teñía el bosque de plata y sangre.
Y lo comprendí: el poder del Alfa no venía del miedo ni de la fuerza.
Venía de la promesa.
La promesa de proteger lo que la Luna me había dado.
—Ni los hombres ni los lobos la tocarán, juró Kael, con la voz grave de los antiguos.
—Lo juro contigo —respondí.
El viento cambió de dirección.
El olor a fresas, a sueño y a hogar llenó el aire.
Y supe, con una certeza feroz, que la Luna había sellado su palabra con sangre.