ANA
DIECISIETE AÑOS ATRÁS…
—¡Niños, regresen!
Miro a mi alrededor, las niñas que me rodean son estúpidas, pero finjo que me caen bien para no estar sola. La verdad, es que prefiero no tener que lidiar con ellas, pero mamá dice que una buena apariencia es mejor que la soledad elegida. No entiendo bien qué es lo que quiere decir con eso.
—Ese niño está demasiado guapo —dice una de ellas, Natalia.
—¡Es el más apuesto del campamento, es un príncipe!
—Será mi marido cuando crezcamos.
—Es tan hermoso, será mío.
—No, es mío.
—¡Pero yo lo vi primero!
—¡Pero soy la más bonita de todas aquí!
—No es cierto, la más bonita es Ana, ella tiene el cabello dorado como las princesas, y él también.
—¡Cállate!
Las ignoro, sigo caminando por el sendero que marca la entrada del campamento, estas niñas tontas siguen platicando y peleando por un niño que no vale la pena, me adelanto, corriendo para no tener que seguir escuchando sus lloriqueos; aun así, termino chocando con alguien, caigo de bruces y mi barbilla tiembla.
Levanto la mirada al instante y es cuando noto esos ojos amarillos sobre mí, esos ojos de los que esas bobas hablaban.
—Fíjate por dónde vas —me reclama pasando por mi lado.
Me ignora como al resto de las niñas, me enfado, nadie me trata así, fingiendo que soy un fantasma, así que les demostraré que ese niño no es la gran cosa. Me levanto y de varias zancadas logro llegar hasta él, soy una Verly, a mí, nadie me gana, nadie me hace el feo.
—Oye, niño —toco su hombro.
Él gira, tomo su rostro con ambas manos y le planto un beso en la boca; es rápido, pero húmedo. Me separo y esta vez parece que reconoce mi existencia.
—No eres el niño más apuesto del campamento —le saco la lengua y me voy corriendo.
Despierto con el corazón agitado, con la respiración inestable y un fuerte dolor de cabeza. Es de noche todavía, miro la hora que marca el reloj de mi despertador: son las cinco de la mañana. La boca la siento seca, mi cuerpo sigue funcionando de manera automática. Todas las noches es lo mismo, me despierto con el corazón acelerado después de tener el mismo sueño, luego despierto con una sensación de ahogo y con la mente nublada, a la misma hora, por los últimos quince meses. Respiro con profundidad.
Miro a mi alrededor, tratando de que mi vista se acostumbre a la penumbra de mi habitación. Ayer tomé una decisión importante, una decisión que va a cambiar mi vida, una que necesito. Mi nuevo psiquiatra dijo en nuestra última sesión, que debía cerrar ciclos, debía terminar con lo que empecé para poder sanar, ingenuo. Él no entiende que yo no busco sanar heridas que hace mucho se volvieron cicatrices, no busco redención, perdón, ni amor. Lo que yo busco es la sensación de paz que viene después de la venganza. Eso es lo que quiero, eso es lo que busco.
Me incorporo lento, el sol no tardará en salir, el frío de las baldosas del suelo, me provocan escalofríos, me pongo de pie y me dirijo a la ducha, observo mi reflejo mientras tomo las pastillas que me medicaron, pastillas que me ayudan a controlar mi ansiedad, a mantener al margen los ataques de pánico, pero sobre todo, que nublan mi buen juicio y me mantienen dopada la mayor parte del tiempo.
Entro a la regadera, el agua es caliente, relaja la rigidez de mi cuerpo, mis músculos se vuelven un nervio que va perdiendo fuerza, un baño de agua caliente siempre ayuda, cierro los ojos, me quedo más tiempo de lo esperado bajo el agua, hasta que aparecen en mi memoria los ojos ámbar que hacen que mi pecho colapse, que todo en este mundo de un giro de ciento ochenta grados. Enjabono mi cuerpo, me pongo unos jeans oscuros, una blusa de manga larga del mismo color, y unas flats rojas. Dejo mi cabello rubio, suelto, ha crecido más, ahora me llega hasta por debajo de la cintura, cae en ondas. Miro el resultado y salgo luego de haber hecho la cama.
Todo está preparado, esta casa huele a abandono, a una cosa vacía, como mi interior, como todo en mi vida. Mientras bajo las escaleras, toco mi vientre plano, cerrando el puño con la otra. Nada. Eso es lo que siempre ha habido en mi interior, una inmensa nada.
Camino con pies de plomo hacia la estancia principal, luego me dirijo al despacho, en donde, conforme avanzo, diviso la luz tenue que sobresale por debajo de la puerta entreabierta. Mis pasos se ralentizan, contengo el aliento al reconocer la voz de mi padre. No está solo, hay una voz femenina que lo acompaña.
—Ana es todo mi mundo, no sé si esto le ayude —la voz de mi padre es amortiguada, débil.
—Ya está grande, sabe lo que quiere, al igual que sabe muy bien cuáles serán las consecuencias si algo sale mal.
—Tengo miedo de que vuelva a salir lastimada en el intento. Algo me dice que esta vez, los daños colaterales acabarán con lo poco que queda de ella —papá suelta un largo suspiro al final de esa frase.
El asunto es que ya no queda nada, eso sucedió hace quince meses, cuando salí de aquel pueblo de mierda.
—¿Hablas en serio, Jonathan? Ana se ha convertido en la persona más fría que he conocido, superándome por mucho.
—¿Cómo puedes hablar así de tu hija, Kester? Tu hija, tu sangre, tu carne.
—Siempre se lo advertí, desde que era una niña, no me hizo caso y ahora es un zombi, sin sentimientos, sin nada, digo verdades, no culpas, no sonríe, al menos no, cuando está con nosotros, habla solo lo necesario, y cuando lo hace, es para escupir fuego. Su alimentación es basura, no está cuidando de ella, y luego está…
Suficiente.
Empujo la puerta, silenciando lo que estaba a punto de decir, sellando sus labios para que no nombrara a quien no debe. Mis padres me miran como si hubiesen visto un fantasma. La preocupación destella de los ojos de mi padre; en cambio, mi madre, la mujer que me dio la vida, me veía más como el error andante de su vida, que como la hija que abandonó por cobardía.
Hace una semana que se apareció aquí, no sé cómo consiguió la dirección, tampoco cómo es que convenció a mi papá de quedarse con nosotros. Los dos solo se encerraron ese mismo día, y al siguiente, ya eran de nuevo un matrimonio. Uno muy raro, uno que no me trago. Después de todo, esta mujer delante de mí, no cree en el amor, en las relaciones, ella no ama a mi padre. Es algo que no se puede ocultar, que se respira en el aire a su alrededor.
—Veo que ya estás lista —se cruza de brazos. Recorriendo mi cuerpo a detalle, con ojo crítico—. En unas horas nos vamos, ¿tienes todo listo?
La ignoro, mantengo mi mirada fija en el único hombre que nunca me ha fallado y nunca lo hará.
—Cariño —papá se acerca a mí, tomando mis manos entre las suyas—. ¿Estás segura de lo que quieres hacer?
—Tienes que volver a tu trabajo, a tu vida, papá, ya te quité demasiados años de paz.
Mi papá me regala una fugaz sonrisa triste.
—Sabes a lo que me refiero, yo tengo trabajo aquí.
—No es lo mismo Canadá, que Bermaunt —refuto.
—Lo que quiere decir tu papá, es que regresar, por lo que planeas hacer, no vale la pena, aquí tienes todo.
Miro mal a mi madre.
—¿Todo? ¿Te refieres a esta casa? Es tuya, y no he salido de aquí desde que llegamos.
—Tú viniste.
—Nadie me invitó, pero nadie me dijo que esta propiedad estaba a tu nombre.
—¡Esta casa también es tuya!
—No seas hipócrita, mamá, que ambas sabemos que me detestas —me aparto de papá, camino hasta el centro, sus maletas están listas—. Lo que haga o no, dejó de ser tu asunto desde que me abandonaste.
—No podía hacer más.
—Cierto, porque nunca fuiste una buena madre —volteo a verla, en sus ojos hay rabia, pero su rostro parece indignado—. Oh, lo siento, ¿te ofendí? Creí que estábamos hablando con la verdad.
—No cabe duda de que sigues siendo una…
—¡Silencio, Kester! —gruñe papá, el enojo se cruza por sus facciones—. Es la última vez que te diriges así hacia Ana; en todo caso, fuiste tú quien aceptó esto también.
—Porque eres mi esposo y ella es mi hija.
—Pues comienza a vernos como lo que dices, Ana es nuestra hija, se supone que debemos protegerla.
—No, cuando está cometiendo otro error.
El silencio es ensordecedor. Kester Verly me mira detenidamente hasta que relaja sus hombros y, bufando, se acerca a mí.
—Eres mi hija, y pese a que no lo parezca, te amo.
—No lo demostraste.
—Fue un error dejarte, creí que no podía, y no pude. Esa es la verdad, verte destrozada, acababa conmigo. Te lo advertí muchas veces y no me escuchaste.
Frunzo el ceño.
—No vine aquí para que me dijeras esa mierda, Kester.
—¡Soy tu madre! —exclama con los labios fruncidos.
—Me pariste, solo eso —giro sobre mis talones, me detengo bajo el umbral de la puerta, mirando por encima del hombro—. Es tiempo, papá.
Él asiente, sigue viéndome con esos ojos llenos de cariño, él es mi debilidad, mi talón de Aquiles. No me dice nada, su silencio es mi respuesta, salgo del despacho, escuchando los reclamos de mi madre. Afuera, el clima es fresco, y mirando el cielo, sonrío como una promesa del infierno que voy a provocar.
Me hirieron, me lanzaron piedras, me etiquetaron como la puta y la loca de Bermaunt. Bueno, es tiempo de regresarles a cada uno de ellos, una dosis doble de lo que me hicieron. En especial, el primero en mi lista; Kabil Watson.