EL BESO
Marianne se dio cuenta de que Darius se sentía con derecho a exigirle más ahora que era su prometido. Su compromiso se había hecho público, pero aún faltaban tres semanas para celebrar el matrimonio. Dado que estaban comprometidos formalmente, él podía acompañarla y sentarse a su lado en la iglesia. Y sin duda aprovechaba cada una de esas oportunidades. Le tomaba la mano y se la besaba; caminaba a su lado y le enviaba a menudo cartas y regalos.
—Tengo algo para ti, Marianne. —Le ofreció un pequeño volumen con las cubiertas de cuero.
Ella abrió la tapa y sonrió al ver la inscripción que él había escrito: «Para mi Marianne.
Siempre tuyo. Darius».
—John Keats. Sus poemas me parecen muy hermosos. Disfrutaré mucho leyéndolo. Gracias, señor Rourke.
—Creo que deberías llamarme Darius —sugirió al tiempo que asentía con la cabeza lentamente—. Y ahora deberíamos besarnos, Marianne. —Lo vio sonreír sin dejar de mover la cabeza.
«Él te dice lo que tienes que hacer, y ahora debes hacerlo».
Su respiración se volvió jadeante y se le aceleró el corazón, pero acercó su boca a la de él.
Se puso de puntillas para apretar los labios contra los suyos con firmeza y sintió una oleada de calor, una trémula excitación que se avivó con rapidez entre sus muslos.
Suspiró sobre su boca antes de interrumpir el contacto. Sin embargo, no se retiró por completo.
Alzó la mirada para observar sus ardientes pupilas.
—Darius… —susurró. Simplemente unir sus labios era arrebatador, y aun así no era suficiente. Él olía muy bien, su colonia contenía un toque exótico que se mezclaba con el aroma viril de su piel consiguiendo un resultado… celestial. Estar cerca de él hacía que le hirviera la sangre en las venas. Inhaló su esencia mientras se preguntaba qué más le pediría.
Solo de pensarlo se estremeció sin control.
—Vuelve a decirlo.
—Darius… Vio que los ojos de él ardían antes de que se inclinaría para besarla otra vez.
En esta ocasión sus labios se movieron sobre los de ella, suaves y cálidos, dominantes. Él apresó su labio inferior entre los dientes, obligándola a abrir la boca como si quisiera devorarla. Y ella se lo permitió, incapaz de resistirse. Se entregó a sus besos, ofreciéndose, dejando que entrara en su boca mientras se preguntaba adónde llevaba todo eso.
Sin embargo, Darius no exigió más. Al menos no en ese momento. Se retiró sonriendo;
parecía feliz cuando le rozó la mejilla con el dorso de los dedos y se la acarició con ternura.
—Eres perfecta, Marianne.
«¡No! ¡No lo soy!».
Cuando el elegante carruaje de Darius llegó para recogerla, Marianne se encontró un sobre en el asiento de cuero.
Mi querida Marianne:
Sé que hoy vas a comprar tu ajuar. Lo he arreglado todo para que puedas elegir vestidos nuevos y todos los complementos que necesites en la modista de la ciudad. Es francesa y te aconsejará sobre cuáles son los artículos que deseo que tengas. Vestir a una mujer es como enmarcar una obra de arte, y tú, mi amor, eres arte puro.
Deberías poseer la ropa que mejor resalte tus encantos. Madame Trulier tendrá hoy preparadas algunas prendas para ti. Póntelas para mí, Marianne. Apenas soy capaz de esperar a verte vestida como creo que mereces.
Tuyo, D. R.
Se ruborizó al leer la carta. El pensamiento de que Darius imaginaba su cuerpo cubierto con determinada ropa era demasiado íntimo y la hizo sentirse acalorada. Él siempre conseguía que le ocurriera eso. Sus palabras, su mirada, sus sonrisas, el más leve toque de sus dedos hacía que se inflamara hasta sentirse incapaz de pensar o hacer cosa alguna distinta de lo que él pedía. Él la comprendía. Cuando lo miraba ya no veía a un hombre que no era para ella, sino que veía a uno al que quería complacer. Le necesitaba. Deseaba hacer todas esas cosas que le satisfacían. Sentía que debía hacer lo que le pedía.
Darius la hacía sentirse especial, algo que ella jamás había experimentado antes. La apreciaba y se lo demostraba con palabras y gestos. Conseguía que se sintiera cómoda y, más importante, segura. Si seguía sus sugerencias, no volvería a cometer errores terribles. Ella no podía permitirse el lujo de llevar a cabo ninguno más. Otro, con el mismo resultado que el que cometió con Jonathan, sería su fin.
Madame Trulier la estudió detenidamente con la cinta métrica en la mano.
Su cuerpo, solo cubierto con la camisola, parecía tener su aprobación.
—Querida, Dios la ha bendecido con una figura perfecta. Ya entiendo por qué el señor Rourke se ha vuelto loco con sus encantos. Ahora debemos intentar sacar el mejor partido de lo que le ha dado la naturaleza. Su prometido tiene muy claro lo que quiere, en especial en lo que concierne a sus deshabilles y lencería. Ha ordenado que solo usemos seda francesa en sus camisolas, medias, corsés y camisones. Debemos complacerle… Es muy afortunada por estar a punto de casarse con un hombre así… Tan entregado.
Eligió entre las prendas que le sugería madame Trulier. Había batas de mañana, capas, trajes de montar, abrigos. Madame insistió en que adquiriera varios camisones confeccionados con las más finas telas; prendas hermosas pero apenas capaces de cubrir lo necesario. Sintió que de nuevo la invadía aquel rubor traicionero cuando se imaginó poniéndoselas para Darius.
—El señor Rourke eligió personalmente este chal para usted. Se lo llevará puesto —anunció madame Trulier.
La pesada tela era una obra de arte de seda azul de la India, tejida siguiendo un intrincado diseño. Contenía hilos de múltiples colores: violetas, lavanda, morados, que despedían destellos iridiscentes. A ella le encantó. Los flecos ondularon delicadamente cuando rozó con los dedos el delicado regalo. De repente, se apoderó de ella el deseo de llevar puesto aquel chal para Darius. Quería que la viera con él, que supiera que lo hacía por él, por complacerlo.
«Soy incapaz de resistirme a sus encantos y él lo sabe muy bien».