CAPÍTULO 9

1817 Palabras
Hoy amaneció nublado y he agradecido que el café estuviese listo. Lo acompaño con unas buenas galletas de vainilla. Mis manos se han vuelto viejas y están llenas de manchas oscuras, pero son firmes al escribir las memorias que tenía guardadas muy en el fondo del pecho, y lo son porque estoy decidida y segura de lo que hago. Si yo hubiese sabido que estaba a punto de pisar las puertas del infierno, nunca habría siquiera contemplado la opción de ir a ese sitio que intento borrar de mi cabeza. Tal vez hubiese sido más sensato quedarme con mis padres y casarme después con algún buen hombre como ellos tanto querían, seguro aprendería a amarlo y a la larga sería feliz. Hijos, nietos, una casa, una familia… Una vida que suena como un imposible, porque estaría lejos de tanto daño. Evito pensar ahora en lo que pudo ser, en todo lo que jamás tendré oportunidad de cambiar. Hoy soy una vieja enferma y estoy sola, tan sola como merezco. Dios conoce todo lo que me equivoqué y por eso me castiga. Él sabe cuánta sangre vi derramar y cuánta sangre se derramó por mis manos. Las muertes atroces siguieron día a día. Parecía que aquellas infelices almas no tenían a alguien que les supiera llorar. Es posible que Aurora creyera que hacía lo correcto, que sus acciones eran las adecuadas porque, según las demás monjas, eran ejecutadas en nombre de Jesús y su Padre. Tal vez pensaba que los “pecadores” no merecían habitar esta tierra que está muy lejos de ser pura y buena. En su locura, ella hacía lo que creía cabalmente justo. El sueño que tuve un par de noches antes no me dejaba pensar con claridad, no me permitía estar tranquila ni a sol, ni a sombra. Se albergó en mi cabeza, la taladraba, gritaba la advertencia de que algo malo se avecinaba; algo incluso peor de todo lo que ya había vivido dentro de la congregación. Me volvía loca el solo pensar en ese sueño. El sentir a Aurora abrazándome me enfermaba. ¡Ya no podía esperar más! Fue entonces que la desesperación me llevó a terminar de detallar el plan para… para quitarle la vida a esa mujer desalmada y ruin que mi mente pedía a una y otra vez que acabara. Revisé lo que cada monja acostumbraba hacer en el día, realicé ensayos en silencio, hasta que todo estuvo preparado. Debía ser por la tarde. Las monjas rezaban a las cinco en punto durante tres horas. Con eso yo tenía el tiempo suficiente para ocultar la evidencia. Aurora casi siempre rezaba en su habitación, ya que sonaban muy fuertes los latigazos que se daba y perturbaban a las otras en sus rezos. Ella estaría sola para mí, como un suculento plato tentador y prohibido. Arrinconada y sin sus secuaces, justo como se ve una presa fácil. Para ese entonces ya comenzaban a tenerme mayor confianza y llevaba a mi cargo parte de la cocina. Los instrumentos filosos se encontraban a mi alcance. Planeé hurtar un cuchillo pequeño, lo bastante largo y afilado para que encajara bien en la carne. El tamaño me ayudaría a esconderlo entre la costura del hábito y así evitar que lo vieran. Me acercaría sigilosa y, cuando menos lo esperara, se lo clavaría en la espalda, tal como lo hace un cobarde, tal como ella se lo hacía de manera constante a las víctimas. Para mi desgracia, el tiempo que estuve manipulada causó que no me resultara nada fácil iniciar con lo planeado. Incluso me senté a rezar en varias ocasiones para pedir perdón por desear con todas mis fuerzas la muerte de otra persona, aunque esa persona fuese ese monstruo. Mi cobardía era mayor y no logré robar el cuchillo en dos oportunidades perfectas. Una nublada mañana por fin tomé la decisión. Ver el cielo ennegrecido y retumbando me recordó a las sombras de mi pesadilla, me reafirmó mi destino. En ese momento me sentí decidida de hacerlo. Entré a la cocina y en un instante ya tenía el cuchillo entre la tela del hábito. Fui directo a mi cuarto y lo metí entre las costuras, como estaba planeado. Mi corazón brincaba por la adrenalina, y puede que también por el temor, pero ya no existía otro camino. Por la tarde una cosa pasó, algo que me hizo vacilar sobre el plan que tenía bien mentalizado. Recuerdo que aseaba la sala que se mantenía escondida dentro de la oficina de la madre superiora. Existían varios lugares donde se llevaban a cabo las “ejecuciones”, pero esa oficina era la favorita de la madre superiora. Supongo que se trataba de pura comodidad. Era un lugar limpio y despejado, y era donde acostumbraban dejar que los cuerpos se desangraran. Luego las menos afortunadas teníamos la obligación de desaparecerlos. Podía ser despedazándolos y los restos los quemábamos, o los enterrábamos sin una cruz sobre ellos. Dependía de la indicación que se diera. Me mantenía ocupada pasando algunos trapos por la mesa, hasta que el mantel color turquesa cedió y dejó al descubierto el cuerpo de la mujer que conservaban en formol. Me limité a mirarla de reojo y no pude evitar sentir una llamarada de asco y pena por esa pobre desgraciada que no obtenía el descanso eterno. Por el contrario, pasó a ser un lamentable premio morboso. —Cuidado, hermana, no queremos molestar a Alejandra —exclamó Teresa desde la puerta. Iba entrando en el recinto con trapos nuevos en las manos. Yo emití un leve quejido al escucharla. Temía ser castigada, aunque no tuviera un motivo. —¿Quién es Alejandra? —pregunté sin mirarla y con la voz más baja que pude. —¡Ella! —Teresa apuntó hacia la difunta. No pude evitar estremecerme. ¡Esa mujer tenía un nombre!, una identidad que las monjas conocían, por lo menos Teresa, que era tan cercana a Aurora. Muchas veces la vi como un perrito fiel y sumiso. Fue entonces que me aventuré a ser atrevida y a arriesgarme a algunos golpes que ya sabía cuánto dolían. —¿Qué fue lo que hizo para estar pagando una condena como esta? —pregunté, susurrándolo al decirlo. Al mismo tiempo recogí el mantel para taparla. No era capaz de seguir viéndola. La monja me observó. Parecía un cuervo que vigila la carroña que tiene enfrente, listo para devorar con excesivo placer. —¡Lo que esa hizo no se debe repetir jamás! —dijo y calló un momento, para después continuar narrando como si estuviese a punto de soltar un gran secreto—: Solo puedo decirte que Alejandra era como nosotras: una monja. —Llevó la mano a su mentón y lució como alguien que revive el pasado—. Sí, Alejandra era abnegada. ¡La más servil! —exageró la voz burlona—. Siempre dispuesta a ayudar. ¡Ah! —Suspiró—, pero sabía que escondía algo. —Comenzó a dar lentas vueltas a mi alrededor—. Puedo sentir a los traidores, ¿sabías? —Su aliento chocó contra mi cara—. Tengo ese don. Mientras Teresa relataba de manera siniestra la historia de la difunta, sus ojos me penetraban. Por la cercanía podía sentir el aroma de sus ropas limpias, concentrarme en su andar, percibir el calor de su cuerpo… Detestaba tanto esa vibra extraña que me hacía temblar con cada paso que daba. La sorpresa de lo que dijo causó en mí un terrible malestar en el vientre, pero intenté mantenerme fuerte. Esa monja no tenía que darse cuenta de que flaqueaba o pondría su mira sobre mí. No iba a permitir que sospechara siquiera lo que pensaba llevar a cabo. Sus castigos eran más terribles dependiendo “el pecado”, y seguía fresco en mí el recuerdo del último cuerpo que cargué hasta el jardín. Se trataba de un hombre de más de cuarenta años. Después de pasar por sus garras, el pobre sujeto terminó sin extremidades. Sus gritos fueron tan horribles que me escondí en un rincón y me cubrí los oídos por más de media hora. Le sacaron los ojos estando vivo. ¿Por qué? Porque, según ellas, no merecía morir con la vista funcionando, para que cuando llegara al infierno no encontrara la salida. ¿Su pecado? Tener un hijo fuera del matrimonio con una mujer viuda. Quedamos tan próximas que di un paso hacia atrás. Enseguida palpé discreta mis ropas para sentir el cuchillo. Mis tripas se removían y el corazón se alcanzaba a oír. Teresa tenía que mantenerse sin tocarme, porque corría el riesgo de que lo descubriera. —Un día nos dimos cuenta de lo que pensaba hacer esa… mujer —prosiguió con desprecio—. Tramaba quemar el convento y con eso ¡matarnos a todas! —Sus párpados se elevaron al máximo—. Por fortuna, sor Aurora lo descubrió al registrar su habitación y pudimos detenerla antes de que lo hiciera. ¡Ja!, y por eso es que pasó a ser la favorita de la madre superiora —se mofó, pero trasmitía su evidente amargura—. ¡Qué va! Solo fue cuestión de un poco de suerte y la terca idea loca que tiene de que queremos matarla. —Soltó una breve carcajada. La impresión de escuchar a Teresa expresarse así de Aurora me desconcertó. No creía que la consideraba de esa manera. Era obvia su envidia por los privilegios exagerados que tenía, y conmigo no disimuló su descontento en absoluto. —Entonces se merece pagar así —solté en un intento de empatizar. —¡Así es, hermana! —Sonrió complacida—. Me gusta cómo piensas. Vas a cambiar de actividades si continúas siendo obediente. Teresa relajó la postura, dio dos pasos hacia atrás y luego se giró para irse. Pude sentir alivio hasta que el eco de su salida terminó. Después de saber lo de Alejandra, no intenté conocer nada más sobre el tema. No quería averiguar lo que le hicieron cuando la descubrieron. Solo sé que aquel día sentí tanto desasosiego que no recuerdo bien cómo es que terminé tres días después frente a la puerta de Aurora. Quizá se debió a la víctima más reciente: una jovencita. Era acusada de enredarse con el marido de su madre. Supongo que ella misma la envió a ese terrible destino. La hicieron pedir perdón durante dos horas. Llegué a pensar que la harían parte de la congregación, pero después la colgaron hasta que dejó de respirar. ¡Era demasiado para mí! La habitación de Aurora se hallaba alejada de las demás. Era más grande y alumbrada. Mi reloj marcaba las cinco de la tarde. El momento llegó y apreté el arma que seguía en el mismo sitio del hábito. Ese hábito que ya estaba lo bastante manchado de sangre como para detenerme.
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