CAPÍTULO 10

1560 Palabras
Aún recuerdo el sonido del murmullo detrás de la gruesa y vieja puerta: lento, constante, tal vez acogedor si no hubiese sabido que se trataba de ella, de esa bestia escondida en la piel de un cordero, una dama que destilaba veneno. Tenía ya el cuchillo en las manos, tenía la oportunidad y a la víctima acorralada. Era la oportunidad perfecta para terminar de una buena vez con tanto horror, con todo el miedo y las muertes. Los pasillos se encontraban vacíos. Coloqué la palma sobre la puerta, dispuesta a empujarla. ¡Pero algo faltaba! Lo único que siempre me faltó y que ese día me obligó a desistir del plan: eso que se llama valor. El bendito valor no apareció en el momento indicado, no se hizo presente porque no tuvo la opción de salir, porque yo misma se lo impedí por largo tiempo. Me detuve, respiré para calmar los nervios y pensé, tan ilusa, que todo terminaría así, muy sencillo. Creí que me iría arrepentida y nadie se enteraría del crimen que intenté cometer. Nunca nombraría ni por error esos sacrílegos pensamientos que atacaban mi mente noche tras noche y que me gritaban sedientos de un único sacrificio. A pesar de lo vivido, seguía siendo una ingenua. Todo se derrumbó aquel día para mí. Si no estaba dispuesta a actuar, entonces tendría que pagar por la cobardía. Zafiro apareció sin que lograra advertirla. No disimulé a tiempo. Desconocía qué hacía ella por el corredor en horas de rezo. Es posible que los tronos que otorgaba la madre superiora le brindaran la opción de saltárselos a su placer… Fuese lo que fuese lo que buscaba por ahí, acabó con lo que yo era entonces. Mató, con solo girar por el pasillo, la esperanza que todavía conservaba. Terminó, con su sola presencia, con lo poco que sobraba de mí; los despojos que ellas dejaron. Zafiro descubrió el cuchillo en mis manos, olió la traición, porque todas ellas eran como perras entrenadas, y de inmediato emitió el grito de auxilio. Es difícil describir lo que sucedió después. Odio recordar esa parte, sin embargo, tengo que hacer un esfuerzo si quiero que se sepa toda la verdad. Los que lean esto tienen que conocer lo que también pasó conmigo. Se torna doloroso siquiera pensar en lo que me hicieron esas monjas. Las aborrezco a cada una de ellas, aunque Dios Nuestro Señor me castigue aún más por cargar con dicho sentimiento. ¡Las odio! Tengo grabado cada nombre, cada rostro y cada mueca de regocijo. Ellas vuelven a mí cuando llegan las malas noches de insomnio. De lo único de lo que estoy segura es que se merecían lo que les pasó. Me arrastraron entre cuatro monjas, luego me encerraron en la mazmorra fría y tan aislada que los gritos se silenciaban en el pasillo de salida. En ese momento pensé en la monja que reposaba desnuda y muerta en el formol. Me pregunté si me harían eso a mí también. Por un instante imaginé que estaba en su lugar, nadando en el limbo, perdida porque no encontraba el eterno descanso. Yo era ese c*****r de la mujer ultrajada y abandonada, tan abandonada como nunca antes me sentí. Sé que fui una tonta al pensar que solo me matarían y ya. ¡No! Aurora no iba a permitir que su presunta asesina solo muriese sin más. Ella armó mi castigo y no le costó ni diez minutos hacerlo. Era mi turno de sufrir, todavía más de lo que ya había saboreado durante aquellos meses hundida en las tinieblas. Esas mujeres estaban cayendo en la locura, o tal vez en la insensibilidad más peligrosa, porque solo existían para obedecer y hacer daño. Deseé con todo el corazón que el castigo que me otorgaran fuese el del “voto de tinieblas”, o mejor llamado como “emparedamiento en vida”. Rosaura fue una monja con poco tiempo en la congregación que decidió hacerlo. Supongo que lo decidió porque ya no soportó más el degradante tipo de vida que llevábamos. Recuerdo que la madre superiora nos ordenó abrir un hueco en la parte exterior del convento del tamaño de un féretro de adulto. Rosaura, con apenas veinte años, se vistió con un precioso vestido blanco y colocó en su cabeza una corona de flores que las hermanas le hicieron. Se detuvo varios metros lejos del hueco, nos miró sonriente, después avanzó lento y se metió allí. La sentí tan segura de lo que hacía que yo sabía lo que pasaría. Rezamos con ella y por ella mientras otras dos monjas cerraban la pared. Lo último que vi de ella fue su mirada esperanzada observando hacia el cielo. No se escucharon gritos, ni lamentos, ni siquiera un golpe que indicara que se arrepentía. Si eso pasaba era nuestra obligación liberarla. Pero no pasó. Rosaura nunca llamó. Ese final sería una forma decente de marcharme, pero era uno que no consideraban como castigo, sino un privilegio que expiaba y al cual ya no podía aspirar. Si bien es cierto que los látigos eran parte del día a día, al sentirlos sobre la espalda descubierta y mojada se hicieron más dolorosos de lo que ya eran, más ensordecedores, más letales. Veinte azotes que zumbaron en mi oído y arrancaron mi carne fueron el inicio de la condena. Me mantenían desnuda y amarrada por los brazos, cada uno atado a un tronco paralelo de madera que a veces se usaba para inmovilizar a las víctimas. La gruesa cuerda que apretaron con exageración y que lastimó mis muñecas era la que me retenía así. Incluso la hermana Sandra participó cuando me sujetaron y arrancaron mi ropa a jalones. Con cada latigazo grité tanto que se me terminó la voz y la energía. Ellas disfrutaban ver caer la sangre hasta resbalarse por mis talones. Amaban el dolor y sé bien que gozaron el verme implorarles un poco de piedad. Algo que de ninguna manera tendrían, porque esas mujeres no conocían el verdadero significado de esa palabra. Zafiro no dudó ni un segundo en sostener el látigo y lastimarme una y otra vez, sin vacilar ni sentir tantita culpa. Después de todo, yo ya no era parte de la congregación. La tortura de los golpes terminó después de no sé cuánto tiempo y me dejaron ahí como si fuera un animal, marcada con heridas ardientes que sangraban por todos lados, deshonrada, humillada y a punto de desvanecerme. Sabía que me encontraba en gran peligro de fallecer pronto, pero no me vencí y le recé a Dios con toda mi fe que me permitiese sobrevivir y salir de ese lugar, aunque aquello pareciera imposible. Recé tanto que no recuerdo en qué momento me quedé sin aliento y me desmayé. Terminé colgada por los gruesos palos de madera como títere luego de la función. Al despertar, después de algunas horas desmayada, recuerdo haber visto borrosas y oscuras siluetas. Cuando fui capaz de abrir bien los ojos, supe que estaba desatada. Enseguida reconocí el suelo del gran recinto escondido dentro de la oficina de la madre superiora. Las velas que me rodeaban calentaban el ambiente, y eran tantas que pensé que antes no vi una cantidad similar. Me habían puesto una bata de noche que apestaba a ropa guardada. Intenté levantarme con ayuda de los brazos, apliqué gran fuerza para impulsarme, ¡pero no pude! La espalda me tumbó de nuevo. La tenía tan lastimada que se volvió insoportable moverme, así que no tuve otra alternativa que permanecer quieta en el suelo. Levanté la cara con la intención de saber quiénes me acompañaban. Con unos cuantos parpadeos se me fue el aliento. ¡Todas las monjas del convento se encontraban en esa cámara de sufrimiento, incluso la misma madre superiora! Cada una sostenía un rosario en las manos y rezaba, supuestamente por mí, por mi expiación. Aún en mi memoria están presentes los insoportables sonidos de las plegarias a mi alrededor. Las monjas mantenían la vista perdida, lucían lobotomizadas, como si fueran viles maniquíes destinados a la absoluta obediencia. De reojo vi a Aurora, se ubicaba adelante y se mantenía en silencio. Las luces de las velas alumbraban su malicioso rostro. Era obvio que no estaba dispuesta a absolverme del pecado de haberla querido matar. Pude darme cuenta de que tenía el odio más encendido que nunca. Sabía que ella deseaba verme derramar hasta la última gota de sangre, verme llorar hasta suplicarle que se detuviera, y sin duda no se iba a detener por más que le rogara. Lo que ninguna de ellas sabía era que Dios me había dotado de la fuerza para mantenerme viva. Lo pedí en mis rezos, lo llamé en la inconciencia. ¡Me escuchó por fin! Y me recordó por medio de un vívido recorrido cómo él mismo soportó el suplicio de la cruz y, aunque caía por el tremendo dolor, siguió adelante gracias a su enorme fe. Era extraño, pero me sentía segura de que iba a salvarme y hallaría la forma de escapar para decirle al mundo lo que esas malas mujeres, falsas mensajeras de Nuestro Señor, hacían a escondidas, protegidas por las paredes del convento. Quería ver pagar a cada una por lo que me hacían, y por lo que les hicieron a muchos. Quería verlas sufrir, justo como yo estaba sufriendo entonces.
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