Una serenidad interior inundó mi ser. Me encontraba convencida de que ese era el final que merecía. Morir en manos de una de las víctimas, al menos en mis locas explicaciones, parecía ser justo. Vida por vida, sangre por sangre, ojo por ojo… Después de todo, esa es la naturaleza del ser humano: la venganza constante contra su hermano.
Esperé paciente el golpe fatal, ¡pero este no llegaba!
Volví a abrir los ojos, parpadeé lo suficiente y vi a la monja que me contemplaba con una lástima que perforó mi orgullo. Pensé que quería que viera cómo enterraba el cuchillo.
Decidí darle gusto.
Ella acercó más el arma y, aunque temblé, tenía la mente y el cuerpo sincronizados y listos para decir adiós. Incluso les pedí perdón a mis padres por irme antes que ellos.
Solo quedaba esperar, pero, para mi gran sorpresa, no hubo un ataque. Por increíble que pareció, en lugar de encajarlo en la poca piel sana que quedaba, ella cortó la cuerda de mis manos y luego la de mis pies.
¡No comprendía qué sucedía!
Me pregunté por qué me liberaba. Por mi cabeza cruzaron varias ideas, menos lo que en realidad pasó.
Luego de soltarme, la monja salió corriendo y volvió en menos de un minuto con una bolsa negra de tela. Seguro la dejó a un lado de la entrada.
De dicha bolsa sacó un hábito y ropa interior de mi talla.
—Come esto —pidió en voz baja.
Sobre su mano descubrí una tablilla de chocolate.
La devoré de un bocado.
Ni siquiera pensé en que podía tener veneno. Sentía demasiada hambre como para discutirle.
—¿Por qué? —le pregunté intrigada.
—Bebe. —Me entregó un ánfora de bolsillo.
Obedecí. El sabor me indicó que era té de jengibre.
Luego ella limpió mi cuerpo, lavó mi rostro, quitó con esmero toda la sangre que pudo, peinó lo poco que me quedaba de cabello y me ayudó a vestirme.
Me encontraba demasiado débil para hacerlo sola.
Sin duda, aquella monja se preparó a detalle para nuestro encuentro.
La vigilancia por las noches en el convento no era tan estricta. Por lo general, las puertas de las habitaciones de las monjas se mantenían cerradas con el candado por fuera para que estuviéramos “seguras”. En todo ese tiempo no fui testigo de ningún intento de escape por parte de las hermanas. Éramos incapaces de pensar en huir.
Ya vestida y limpia, me mantuve de pie. Al pasar la mano por la tela sentí que el saquito del lado izquierdo del hábito tenía un peso extraño. Revisé enseguida. Dentro hallé un pesado manojo de llaves.
—Todas están dormidas y no podrán salir, me he asegurado de eso —dijo mi inusual liberadora. Su tono de voz pretendía hacerme comprender entre líneas.
No fueron necesarias las explicaciones.
¡Era mi turno de hacer lo correcto!
La oportunidad que perdí regresaba como un premio por el valor que mostré en toda la tortura a la que fui sometida.
¡El Señor sí escuchó mis rezos después de todo!
—Me llamo Pilar —le dije para que recordara mi nombre al contar la historia más adelante si no sobrevivía.
—Soy Inés —se oyó más tranquila.
Sin verlo venir, Inés me entregó el cuchillo y se acercó a mí para darme un lento beso en la frente.
Su gesto quemó por el dolor que explotó entre sus labios y mi piel.
—Ahora eres libre. Ve con Dios, hermana.
Luego sacó la antorcha y desapareció de allí. Caminó como si nada pasara.
Estuve convencida de que Inés tenía la guardia de esa noche.
Supongo que fue paciente y se ganó la confianza de Aurora, e incluso la de la misma madre superiora. Aunque debo decir que la recuerdo muy poco. Solía andar por los pasillos con la cabeza agachada y las manos escondidas entre las mangas. Nunca hablamos. Nunca me acerqué a ella para conocerla ni preguntarle su nombre. Era más sigilosa y callada que las demás, y sé que también era mucho más lista que yo.
Ella me regaló la esperanza de poder enmendar un poco todos los errores que cometí.
Salí de la mazmorra lo más sigilosa que pude. Revisé primero que ninguna monja rondara el pasillo cercano.
¡Inés tenía razón, no había ni un alma por los corredores! El convento era por completo mío. ¡No tenía tiempo que perder!
Inicié con el plan que creé con la misma rapidez con la que Aurora los creaba.
La monja del formol iba a serme de utilidad. Ella terminaría lo que en vida comenzó.
Sabía bien donde se guardaban los recipientes y cubetas para la limpieza. Tomé varios y los metí en un costal.
Entré cuidadosa a la cocina.
Evité pensar en lo lastimada que estaba. Mis heridas me martilleaban, pero no iban a frenarme. Me convencí de que nada evitaría que concluyera el plan.
Busqué allí una caja de cerillas. En cuanto la obtuve, regresé y fui hacia la oficina de la madre superiora.
—¿Cuál es? —cuestioné preocupada con el manojo de llaves en la mano.
Solo bastaba con que una monja me descubriera para volver a condenarme, así que tenía que darme prisa. Como un fugaz destello llegó el recuerdo de la llave. ¡Era la del adorno de flores en la paleta!
Busqué en el manojo, la encontré y rogué que fuera la correcta. Al escuchar ceder la cerradura, solté un suspiro.
Me moví lo más silenciosa posible.
Entré a la oficina y después moví la manivela que abría el recinto oculto; ese no se cerraba con llave.
La oscuridad reinaba el lugar.
Prendí una vela. En cuanto alumbré, el azul del mantel sobresalió. De un tirón lo quité, ¡y la vi! Allí estaba su bonita cara y sus ojos ausentes de vida.
—Pronto descansarás —le dije al cuerpo, mientras movía la tapa—. Voy a necesitar de tu ayuda, espero que sepas perdonarme el atrevimiento.
Sabía que ella estaba muerta, pero lo hice como una muestra de respeto.
Primero me cubrí la nariz y la boca con un trapo de limpieza. El olor del formol era fuerte.
Después usé los recipientes para llenar las cubetas con el líquido. Al cargarlas avivé el dolor de mis heridas, pero ni eso me hizo pensar en renunciar.
A tropezones llegué al pasillo de las habitaciones ocupadas. Poco a poco llevé todo el formol, hasta que la pecera quedó casi seca.
Al final regresé al recinto, me persigné y saqué el cuerpo. Lo cargué sobre mi espalda dañada. Para mi sorpresa, no me costó trabajo trasladarlo. Se sentía liviano. Tal vez estaba vacío por dentro. Evité pensar en lo que le hicieron esas bestias.
Con el aire faltándome, fui capaz de acercarme al principio del pasillo. Allí recosté el c*****r con todo el cuidado posible sobre el suelo, muy cerca de la puerta de la primera habitación. Esa era la de Zafiro.
Lo siguiente fue esparcir el formol en cada puerta de cada monja dormida.
Tenía que ser veloz o el olor les advertiría antes.
Recé en la mente un rápido Padre Nuestro para la hermana Alejandra. Ni siquiera conocía su apellido, pero esperaba que eso sirviera para que obtuviera el descanso eterno.
A la habitación de Teresa le puse un poco más de formol. No quería que tuviera ni una mísera oportunidad de salir.
Saqué una cerilla y, con la mano sacudiéndose, la encendí.
La eché sobre el cuerpo de Alejandra.
De inmediato la llama brilló con un azul exótico.
Creo recordar que pareció que su alma suspiraba de alivio al permitirle irse.
Me sentí feliz por ella.
Una segunda cerilla fue directo a los pies de la puerta de Zafiro. Se prendió tan rápido que por poco me alcanza el hábito.
Luego siguieron las demás.
Cerilla tras cerilla fui prendiendo madera sin olvidar ninguna.
El fuego se alzó implacable y caminé lejos de él.
Antes de salir del pasillo, di un vistazo hacia atrás. ¡Sí!, sentí tanta calma que sonreí.
Aún no podía cantar victoria. Todavía faltaba por hacer la parte más importante y tenía que apresurarme.
Quisiera tener las energías para continuar escribiendo. En realidad, estas memorias me afectan demasiado. Debo detenerme. Si no duermo bien me ganaré un fuerte dolor de cabeza y no deseo las pastillas que la enfermera me hace tragar si me ve mal.
Seguiré después de tomarme un merecido descanso.