CAPÍTULO 1

1668 Palabras
Mi nombre es Pilar Soriano, tengo ochenta y siete años, pero aún siento que conservo la fuerza de cuando tenía treinta. Crecí y viví en un México olvidado e inmoral, privado de libertades y lleno de injusticias, donde solo el malvado o el invisible sobrevivía si contaba con beneficios de amistades o abundante dinero. Las clases sociales se marcaban con evidente descaro y la indiferencia entre la gente se hacía cada vez más obvia. Pobreza, enfermedades, desesperación… eran algunos de los tantos males que reinaban por aquel entonces. Ahora, en pleno siglo XXI, siendo ya una anciana acabada y sola, me veo en la penosa necesidad de escribir estas líneas para arrumbarlas en el cajón del buró. Solo espero que algún día, después de mi muerte, alguien las encuentre y les dé el valor que necesitan o, mejor dicho, que yo necesito que les otorguen. Tengo que contar lo que padecí hace poco menos de setenta años. Es importante para mí y para los que me rodean que estos penosos secretos que guardo sean escuchados en memoria de aquellos a los que de manera directa o indirecta causé daño. Debo comenzar diciendo que soy una monja retirada que termina sus años encerrada en un asilo deprimente y deteriorado. La gente aquí se muere de forma seguida, por eso el dolor de perder a alguien ya se hizo costumbre. Supongo que de alguna manera me he vuelto insensible, o al menos eso creo, porque no me siento a llorar cuando un compañero se despide de esta vida que parece no tener fin. Decidí que amaría a Dios hasta el último de mis días cuando cumplí los dieciocho años. Para mi desgracia, a mis padres, forjados en tiempos de guerra e incrédulos de la existencia de un Dios Todopoderoso, la idea de no darles descendientes, a pesar de tener más hijos, fue insoportable y terminaron por olvidarse de mí. Dejaron de frecuentarme en el convento donde me albergué sin pensármelo dos veces. Otros sentirían orgullo, ¡pero ellos no! Es posible que a veces me lamente, en especial cuando los momentos en que quiero derrumbarme llegan, el no haber contemplado más opciones. Tal vez debí buscar alternativas que complacieran a quienes amaba, y a mí misma. No lo sé, ese era mi sueño entonces y supongo que muy a mi pesar lo sigue siendo hasta el día de hoy. El hecho de entregar la vida al servicio de la Iglesia me llenaba de esperanza y regocijo; lo añoraba con todas mis fuerzas. Por desgracia, no siempre el juego se inclina a tu favor, no siempre sales ileso, ni mucho menos invicto. Aún recuerdo mi primer día en el convento con tanta claridad que me perturba. Un lunes por la mañana llegué a las anchas puertas de la congregación Siervas de Jesús. Se encontraba a solo media hora de mi hogar, a las afueras de un pueblo grande y muy habitado. Creía que al convertirme en monja salvaría mi alma y la de todo aquel que me pidiera su ayuda. Tenía la maleta repleta de esperanzas y planes. Deseaba alimentar al niño abandonado, curar al enfermo, ser el soporte de los dolientes… Soñaba con todo mi corazón poder hacer que el mundo fuese un poco mejor para quien me rodeara, fantaseaba con escuchar agradecimientos cuando lograra cosas buenas. Para mi desgracia, no fue necesario mucho tiempo para que me diera cuenta de que esos anhelos se quedarían así: como vanos anhelos. Fue una de las hermanas la que me recibió aquel día con una mueca de cansancio y desagrado. Con eso logró que mis ilusiones decayeran un poco al creer, como una completa ingenua, que las monjas estarían felices porque una más se uniría a la causa. No fue así. La monja que me abrió esa mañana tomó mis maletas sin preguntar nada ni hablarme y caminó por delante sin conocer siquiera mi nombre. —Soy Pilar —le dije para que me tomara en cuenta y porque yo era entonces una tonta que pensaba que ahí solo encontraría bondad. —¡Novicia Pilar desde hoy! —respondió con un tono que hizo que la piel de mis brazos se erizara—. Soy la hermana Aurora y espero que lo recuerdes bien, no me gusta que olviden mi nombre, ¿has entendido? —me advirtió sin girar el rostro. —Sí —alcancé a decirle casi inaudible y con la mirada baja. La seguí en silencio. Pasamos los grandes arcos de piedra y entramos a un pasillo que tenía varias puertas de madera café. Ella sacó un pesado llavero y abrió el candado. En cuanto movió la puerta percibí el olor a viejo. Seguro ese lugar no había sido usado en un largo tiempo. Dentro estaba una cama individual y una pequeña mesa de noche con una lámpara de petróleo encima. —Vas a pasar con la madre superiora en diez minutos. Ponte esto —ordenó, y me arrojó al rostro un hábito que sacó de una caja cercana donde se encontraba más ropa doblada. Luego lanzó mis maletas dentro del cuartito que no medía más de tres metros cuadrados—. ¡Ah!, y trata de lucir como una mustia. La expresión apática de aquella monja me dejó perpleja y un tanto desorientada. Fue tan poco cortés que ni siquiera me dijo en dónde encontrar a la madre superiora. Sor Aurora lucía tal como luce una mujer ausente de emociones y sentimientos. Parecía tener unos cuarenta y cinco años, de piel blanca y ojos cafés oscuros, y con unos leves rasgos criollos. Medía mucho más que yo, calculé que un metro con ochenta centímetros, cosa que me parecía aterradora porque la hacía ver como una estatua gigante y dispuesta a aplastarte en cualquier momento. El hábito que llevaba era n***o y espeso, pero dejaba bien claro que su cuerpo era delgado; demasiado delgado para su altura. Me quedé unos minutos en silencio y regresé a la realidad sin comprender qué sucedía. ¡Esa no era la forma como debía ser, no lo soñé así! Se suponía que me estaba poniendo al servicio de Dios Nuestro Señor y al parecer aquello no le importaba a alguien allí. Tomé un par de minutos para respirar. Necesitaba aclarar la mente. Apreté las ropas, cerré la puerta y el chillido de las bisagras me dejó claro que el cambio en mi vida era algo real. Ya más consciente, me quité el conjunto rosado que mi madre me regaló en mi cumpleaños diecisiete. No sabría cómo describirlo para poder hacer entender a quien lea esto lo que me pasó. Hubo una especie de transformación en ese instante. Cuando la tela del vestido se deslizó sobre mi cuerpo, ese “algo” dentro de mí se encendió como si una cerilla fuese puesta sobre el gas que sale vertiginoso de una estufa, y este arde violento. En aquel instante me sentí completa, me sentí viva por primera vez. Ese es el primer recuerdo bueno de toda esta historia que sigue albergada en mi desgastada memoria. Todavía lo conservo como una joya porque es una insignia que me consuela en las noches en que me siento destruida, en las que lloro por los errores que cometí después del día de mi llegada al convento. Abrí la puerta del cuarto luego de cambiarme. Avancé y abandoné el pasillo. El cálido sol de la mañana me recibió con un color hermoso que alimentó mi fe. Respiré y me dispuse a encontrar a la madre superiora. Vagué pareciendo tranquila, primero por el patio, luego por un largo y solitario corredor del enorme lugar, hasta que descubrí a una monja que rezaba en un altar que estaba a pocos metros de mí. Me acerqué a ella, toqué un poco su hombro para que me notara y le pregunté dónde se encontraba la oficina de la madre superiora. Al verme, tuvo una reacción que me pareció exagerada, incluso insultante, pero evité expresarlo. Se quedó mirándome y abrió tanto los ojos que pensé que después no podría volver a cerrarlos. —Ya te pasaste —respondió sin dejar de observarme perpleja—. Vuelve unos veinte metros a tu derecha, es la puerta café con la perilla dorada; la única que es dorada. Por un segundo tuve recelo de ella. Hoy comprendo que esa monja me miró de aquella manera porque tuvo lástima por mí. Ojalá me hubiese advertido o ayudado, pero sé de sobra que en su lista de propósitos no estaba el de salvarme. Caminé atenta, hasta que di con la puerta que tenía la perilla dorada. Fue fácil encontrarla porque brillaba demasiado, incluso me atrevo a asegurar que era de oro macizo. Toqué muy despacio y enseguida una voz indicó que pasara. La madre superiora me recibió con una fría bienvenida. Con la mueca que hizo al tenerme enfrente dejó ver esas enormes arrugas que se le desplegaban por todo el rostro. Se notaba que estaba harta de sus labores. Rápido me dio indicaciones y luego me echó de ahí como si yo fuera un perrito más que llegaba a un refugio de animales sin hogar. Ese acercamiento con la congregación estuvo lleno de decepciones y pronto supuse que llegué en un mal momento. Como siempre, la mente busca pretextos para justificar lo que nos causa daño, y así lo hice en aquel entonces. Justifiqué cada cosa incómoda que sucedió por las inmensas ganas que cargaba de ser una monja. Calmé mi angustia con mentiras, y esa noche me permitieron dormir con la esperanza de que al siguiente día las cosas serían distintas. Mis ojos se cerraron mientras observaba al Cristo que colgué frente a la cama para que me cuidara todas y cada una de las noches de la nueva vida que acababa de comenzar. Por ahora contaré solo este pequeño fragmento de lo que quiero relatar, es tarde y ya es hora de ir a pedirle a Dios que mañana me conceda la oportunidad de seguir escribiendo.
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