Mientras escribo estas vergonzosas confesiones, asalta a mi mente el recuerdo nítido de aquella canción que tantas veces causó que deseara ser sorda.
¡Sí! Esa canción de piano que Aurora tocaba.
Yo veía cómo disfrutaba vernos rezongar de la única melodía que sus largos y delgados dedos conocían. Se volvió pronto un suplicio tener que escucharla a diario.
Apenas las campanadas de la iglesia anunciaban la misa de las tres de la tarde, ella comenzaba a interpretarla. Nunca antes o después. El inicio era tan exacto que a veces iniciaba junto con las campanas. Esa precisión me asustaba.
Supongo que lo hacía para torturarnos todavía más.
La canción era bella. Si no hubiese llevado el temible sello de esa mala mujer, seguro la adoraría. Fue compuesta de una forma preciosa. Por desgracia, en ocasiones llegué a pensar que moriría escuchándola, que esa sería mi despedida fúnebre y un dolor punzante atacaba mi pecho por la ansiedad.
Después de que me “bautizaron” en aquella especie de iniciación, donde se saltaron por completo los protocolos típicos de la toma de votos en los que se predican la castidad, la obediencia y la humildad, me encontré derrotada. Me sentía inútil y decepcionada al mismo tiempo, pero, a pesar de todo, todavía no cruzaba por mi cabeza la idea de irme y volver con mi familia. Estaba dispuesta a continuar al servicio de la Iglesia porque creía en la congregación. Tenía la ridícula esperanza de que lo sucedido al final resultaría ser un tipo de prueba que era obvio que estaba superando.
A la mañana siguiente me quedé tirada sobre la cama a pesar de que la hora de levantarse estaba por llegar. Un sentimiento de culpa e inmundicia me mantuvo pensativa. Había pecado, pero ¿cómo era posible pecar adorando tanto a Dios y a su hijo? Si yo rezaba día a día, pedía por otros y por nosotras. ¿Por qué Jesucristo veía todo lo que pasaba y no me salvó a tiempo? Lo cuestioné tantas veces. Incluso hoy todavía lo cuestiono en mis momentos más bajos. Creo que nunca encontraré la respuesta. Al menos ahora sé que nada quedó impune. ¡Absolutamente nada! El pasado me perseguirá hasta mi muerte, pero es un precio que pago esperando el perdón.
Luego de lloriquear, tomé mi hábito y salí con los ojos hinchados para continuar con los quehaceres exagerados que me eran impuestos. Ese día tenía que cortar las ramas de los árboles con unas viejas tijeras que contaban con un filo casi inexistente y no me permitían afilarlas. Todo tenía que ser como se me ordenaba si no quería ser castigada.
Llegué desganada hasta el amplio patio, sostuve la pesada escalera de madera y, antes de dar el primer paso, miré hacia el cielo. No sabía por qué, pero me pareció que el color que tenía era distinto, de un azul más oscuro, sombrío. Sin duda lo que mis ojos veían iba cambiando, porque gran parte de mi inocencia se perdió. Permití que se fuera parte de la esencia que me caracterizaba. Estaba dejando de ser Pilar para convertirme en una monja más que brindaba pleitesía a otras mujeres mortales.
Supongo que después de describir cómo fueron mis inicios en el convento, ha llegado la hora que tanto he temido por años: el momento de relatar la primera salvajada de la que fui partícipe, el primer delito del que opté por ser cómplice para no ser víctima; ese del que no me permito sentirme absuelta jamás.
Era una tarde igual que todas, calurosa, con sus menesteres diarios como los cilicios recomendados y los látigos que nos otorgaban el perdón por nuestros pecados ya cometidos y venideros. Me iba acostumbrando a ese sufrimiento si no pensaba en ello, si me olvidaba de que podía sentir.
El horror llegó como una ráfaga de fuego sobre mi rostro y no estuve lista para escapar.
Lo recuerdo bien, tan bien que odio tener buena memoria en la mayoría de mis malas noches.
Sucedió en una tarde calurosa, justo después de escuchar a Aurora tocando el piano.
Una silueta apareció frente a mí, cubierta por un costal n***o hecho a mano que le llegaba hasta las caderas. Quien sea que fuera, se encontraba de pie e iba custodiado por dos de las hermanas: Zafiro y Guadalupe. Ambas inexpresivas, igual que las demás monjas. Tal vez como yo misma me veía también a esas alturas.
Los tres se detuvieron por menos de un minuto justo donde pulía el piso. Luego avanzaron por una recta, hasta llegar a la oficina de la madre superiora.
A la madre superiora solo la pude ver antes unas cuatro o cinco veces en los tres meses que ya llevaba en la congregación, y eso contando la poco amigable bienvenida que me brindó. Aunque desde entonces no logré olvidar ese rostro arrugado y apagado. Sus ojos cansados hacían juego con los dientes chuecos y amarillentos, y una nariz cubierta de cicatrices provocadas por la viruela.
Las dos mujeres empujaron a la persona cubierta dentro de la oficina.
Allí estuve segura de que la madre superiora también tenía conocimiento de sus actos crueles y los crímenes cometidos. Hasta ese día mantuve la duda de su participación. Confieso que conservaba la esperanza de que, cuando lo averiguara, intervendría de inmediato para darle fin. Eso me reconfortaba en secreto. Para mi desgracia, todo fue una vana ilusión de la que no tardé en salir.
Esa no era la primera vez que veía que algunas hermanas entraban al convento con personas cubiertas con los mismos costales y que, de manera muy extraña, no volvían a salir. Pero aprendí a quedarme callada y a seguir con mis quehaceres. Susurraba los boleros que mi padre amaba tocar para que pudiera mentirme y pensar que estaba en casa. Era mi forma de ser capaz de ignorar las suposiciones.
De pronto, un repentino presentimiento me indicó que aquel día no iba a ser igual, que rondaba el peligro, que tenía que huir lo más pronto posible. Pero, como siempre hacemos con las corazonadas, la deseché sin darle oportunidad.
Aurora apareció delante de mí como una proyección fantasmal y me levantó con brusquedad.
—Sígueme —ordenó hostil. Su mirada de desprecio siempre iba incluida.
Avancé sin preguntar. No deseaba más ardor en la espalda, ya que cada pregunta o comentario que a ella no le agradaba era merecedora de un castigo lacerante.
Llegamos a la única puerta donde no quería llegar.
Todo mi cuerpo comenzó a temblar. Mi pecho saltaba frenético.
—Has superado el tiempo necesario, es momento de pasar al siguiente nivel —festejó maliciosa Aurora, y me cedió el paso a la oficina de la madre superiora.
Creo que yo ya estaba predispuesta a caminar y a hacer lo que me indicara cualquiera, por eso no emití palabra.
El olor del lugar seguía siendo el mismo: a muebles viejos y medicina. De nuevo todo ordenado de manera exagerada, pero, para mi gran sorpresa, el lugar se hallaba por completo vacío.
Aquel era un sitio de no más de cuatro metros cuadrados y ¡no estaba ninguna de las personas que antes vi entrar!
Era de esperarse que hubiese recintos secretos, pero debo confesar que eso no lo esperaba.
Aurora se movía como si fuera la dueña de todo.
Yo solo podía verla de reojo. Era tan alta que la imaginé como si fuera un espectro que me acechaba.
Ella dio una media vuelta. Confiada, hizo a un lado una cruz de madera de tamaño mediano de la pared y descubrió una manija. Mientras la movía, me observó divertida.
Un chillido molesto evidenció la falsa pared. Esta cedió y quedó al descubierto el oculto pasillo.
—Primero las damas —dijo con la mano extendida.
No hice más que seguir sus indicaciones.
Me estaba convirtiendo en un triste títere y no podía hacer nada para evitarlo o cambiarlo. La juventud, el miedo y la costumbre de obedecer me hicieron cobarde y débil ante su creciente maldad.
—Aplaudo su rapidez, hermana —dijo la madre superiora en cuanto nos vio llegar. Usó una voz profunda, capaz de helar la sangre de cualquiera.
Allí estaban también las dos monjas y el bulto sin nombre. Este se mantenía de pie con la espalda gacha.
Todos estaban dentro de aquella habitación que era mucho más grande que la oficina de la madre superiora, pero con menos luz y elegancia.
Podría decir que era una especie de mazmorra privada que provocaba escalofríos.
Aurora se mantuvo a mi lado. Para esa ocasión fungía como custodio.
Fue así que el espectáculo dio inicio de un segundo a otro.
Zafiro retiró de un jalón el costal y dejó ver a un hombre de más o menos veintiocho años. Quizá más o quizá menos. Fue golpeado de forma brutal y por eso no logré calcular bien.
El hombre tenía la cara destrozada. De su boca hinchada resbalaban espesas líneas de sangre. Sus ojos se convirtieron en dos volcanes púrpuras que exhalaban líquidos rojizos. Ni siquiera tenía la fuerza para hablar, solo soltaba quejidos de dolor. Tampoco se esforzó por intentar escapar.
—¿Ves a ese hombre? —me cuestionó la madre superiora, mirándome de frente y con el dedo apuntándolo.
El corazón me latía desenfrenado y sentí un mareo que se negaba a irse, pero lo disimulé lo mejor que pude.
—Sí —respondí enseguida.
Luego contemplé al desafortunado sujeto. Me embargó un terrible pesar. Quería correr y sanarlo, decirle que todo estaría bien, que lo liberaría, pero, por obvias razones, aquello era imposible.
—Decidió que a su vida le hacía falta un poco de diversión —continuó la madre superiora. Se calló solo para soltar unas cuantas carcajadas.
Estas me retumbaron en los oídos.
Zafiro, Guadalupe y Aurora la secundaron.
—Fue y pecó con una mujerzuela cualquiera —añadió Guadalupe—. ¡Se olvidó de la promesa que hizo frente a Dios en su propia casa!
—Así que merece un castigo —intervino Aurora—, ¿no lo cree, hermana?
Conocía de sobra la voz que ella usó.
—Sí —volví a responder. De ninguna manera les rebatiría.
Seguía sin entender por qué se encontraba ese pobre caballero en aquel estado. Las ropas que llevaba no eran las de un pordiosero. ¿Qué hacía ahí y cómo dieron con él? ¿Acaso la esposa avergonzada pidió ayuda al convento? ¿O las mismas monjas se informaban con los pobladores? No lo sé, es algo que no sabré jamás. A estas alturas prefiero guardarme las preguntas. Es casi seguro que las respuestas serán peores que continuar viviendo en la ignorancia.
Regresé a la realidad en cuanto la madre superiora habló otra vez:
—Nuestros compañeros varones ya le dieron el inicio del castigo. —Señaló en círculos lentos hacia su rostro marchito, asqueada—. ¡Es necesario que nosotras lo terminemos!
En toda mi estancia en la congregación no conocí a los “compañeros varones”, aunque creo que se trataba de un grupo al que llamaban Prelatura de la Santa Cruz, pero eso solo fue un rumor que escuché.
Yo permanecí sorprendida, mejor dicho, asustada por lo que presenciaba.
Zafiro, en cambio, no tenía dudas. Ágil y sin esperar indicación ni mostrar clemencia alguna, le cortó el cuello al hombre con ayuda de un filoso cuchillo que tenía en su mano derecha.
La desdichada víctima se fue cayendo al suelo despacio, al mismo tiempo que trataba de cerrar desesperado la herida. El piso se fue manchando del intenso rojo. Su intento fue en vano. Se podía oír cómo se le iba la vida. La sangre brotaba como una fuente de agua color carmín.
Todo sucedió tan rápido que no supe cómo reaccionar. Solo recuerdo que mis ojos se salieron tanto de sus cuencas que comenzaron a arderme. Tuve suerte de que mi boca decidiera permanecer cerrada. Eso tal vez fue lo que me salvó en aquella ocasión.
Aurora mantuvo la vista puesta encima de mí y lucía tan complacida que la aborrecí como nunca.
Las demás monjas se dirigieron a la salida. Era como si nada hubiera pasado.
—Bien, ya has visto lo que les pasa a los que rompen sus promesas —dijo Aurora antes de unírseles—. Ahora limpia ese desastre.
Allí me dejaron, a solas con el cuerpo que no paraba de sangrar.