Joseph
¡Maldito Manuel! Por su torpeza, Ricardo escapó. Luego de que Max lanzó aquello de que Ricardo tampoco había podido matar a Abril, Manuel llegó a mi lado para pedir perdón una vez más. Yo no quería escucharlo. No quería hablarlo. Mi preocupación en ese momento era otra: Abril Villavicencio. Ella y su integridad física y emocional.
Nada más entrar, Ray bajó, sabía que venían discutiendo, los había escuchado. Yo lo miré ansioso, quería saber cómo estaba mi princesa.
―Está dormida en su cuarto ―me indicó Ray antes que pudiera emitir palabra alguna.
Sin decir nada tampoco, me fui directo a la habitación, quería, necesitaba verla, saber que estaba bien. Y allí estaba, durmiendo a saltos, pero bien, sana. Me senté a su lado en la cama. ¿Por qué despertaba en mí sentimientos de protección tan fuertes? Por nadie, jamás, he tenido sentimientos tan fuertes como con ella. Excepto por mi hermana. En estos cinco siglos de existencia, aún no había aparecido una chica que llenara mi alma y ya no creía que apareciera. Pensé que tal vez no hubiera nadie creado para mí y mi deber era el de cuidar de mi hermana.
Ray y Manuel discutían en el primer piso. De pronto, ante una provocación de Manuel, Ray lo lanzó contra la pared, a lo que Abril despertó ahogando un grito y sentándose en la cama. Yo la acogí en mis brazos para calmarla, ella luchó contra mí, así y todo no la solté. Alzó su mirada y cuando me vio, fue ella la que se abrazó a mí. Tenía demasiado miedo de que Ray estuviera enojado con ella y volviera a lastimarla. Yo la tranquilizaba con mis palabras, asegurándole que él no estaba enojado con ella ni le haría daño. De pronto, dejó de sollozar y se miró a sí misma, luego me miró interrogante, solo entonces se dio cuenta que estaba sana.
―Ya pasó, princesa, todo está bien ahora.
Volvió a abrazarse a mí, mucho más tranquila. Era tan cálida, tan dulce.
―¿Leo está bien? ―consultó con voz suave.
―Sí, claro que sí, él está abajo.
―No debieron meterse, ese hombre está loco.
Pobre chica, ¿cómo hacerle entender que Ray no era como ella pensaba? Hablando del rey de Roma, apareció en el cuarto. Ella levantó su mirada y cuando se dio cuenta de quién era, se escondió en mi pecho. Ray avanzó con lentitud hasta nosotros y se agachó frente a ella.
―Abril, Abril, perdóname ―suplicó mi amigo con demasiada culpa en su voz, ella no contestó―. Perdóname ―repitió, ella negó con la cabeza―. Ya sé que no merezco tu perdón. Lo siento.
Ray salió apresurado, tal vez, porque no quería enfrentarse al rechazo de Abril.
Ella clavó sus pupilas en mí con profunda tristeza.
―No te preocupes ―la consolé―, él entiende que para ti no es fácil esta situación y que no puedes actuar como si nada hubiese pasado.
Ella se notaba confundida.
―No puede ser verdad esto. Él juega conmigo.
¿A qué se refería con eso?
―Él no quería hacerte daño, no era su intención ―dije de todos modos―, pero debía hacerlo y, créeme que él sufría tanto como tú en esos momentos. Ray...
Dio un grito de espanto, seguido de frases incompletas e incongruentes ante la mención de su nombre.
―Tranquila, no te alteres, ya habrá tiempo para que asimiles todo esto, mientras tanto, quédate tranquila, porque ya pasó, ya no volverá a lastimarte. Por el momento no hay peligro.
―¿Y Ricardo? ―preguntó algo nerviosa.
Luego que le di mi respuesta, me arrepentí; decirle que él la creía muerta no fue la mejor forma de hacerle entender que al menos de su parte no había peligro para ella. Y, aunque intenté explicarle, no lograba comprender. Tampoco podía. Nosotros llevábamos quinientos años conviviendo con esto y aún no entendíamos del todo el por qué Marina y Ricardo nos querían destruir.
Sin darme cuenta, embebido como estaba en mis pensamientos, se metió en el baño y allí lloró de verdad, por su propia voluntad y no provocada por Leo. Golpeé la puerta y la llamé. No me hacía caso. Desde abajo escucharon que algo no andaba bien y Ray llegó al cuarto preocupado.
―¿Qué pasó? ― me preguntó alterado.
―Se encerró en el baño... ―respondí nervioso y en voz baja―, no quiere salir.
―Abril abre la puerta ―ordenó Ray asustado.
Por respuesta, Abril incrementó su llanto. Yo insistí en hablarle, pero no conseguía nada. Había pasado mucho rato ya y su llanto estaba cesando, sin embargo, no se movía. Ray, impotente, iba a golpear la puerta, pero lo detuve, ambos sabíamos lo que ocurriría. Nick, por otro lado, nos decía lo que pasaba por la cabeza de Abril, lo cual nos inquietaba todavía más, ya que tenía pensamientos de muerte.
―Abril, abre la puerta o tendré que tirarla ―le advirtió Ray al borde de la desesperación.
―No puedo ―contestó mi princesa sin fuerza en su voz, estaba demasiado débil.
―Abril, sal de atrás de la puerta, no quiero lastimarte y la voy a tirar.
Abril, incapaz de hacer nada, se arrastró a un lado de la puerta. Ray sacó la puerta del baño y entró a buscarla, en sus brazos la llevó a la cama, donde la dejó con suavidad al tiempo que le hablaba para calmarla, yo también intentaba hacerlo. Sentía tanto dolor verla así, no me gustaba verla asustada, triste, y peor se puso al notar una lágrima de sangre que corría por la cara de Ray. Entonces, Leo tuvo que intervenir y entró en el dormitorio esparciendo la calma en todo el lugar. Poco después apareció Max con el desayuno para ella, que se cohibió con tantas atenciones. Si esa mujer era Marina, entonces estaba haciendo una actuación magistral, nos tenía a todos ocupados y preocupados de ella, intentando que se sintiera bien, que se relajara, que se olvidara de lo que había pasado y que confiara en nosotros y en que no le volveríamos a hacer daño.
Ray la durmió y luego salió con Leo. Yo me quedé con ella y Max se quedó también. Nick no estaba, también había salido.
Me acosté al lado de ella y recordé aquellos días en los que dormía con mi hermanita antes de perderla. Y a mi memoria se vino aquel fatídico día en que todo empezó.
Como era nuestra costumbre, Marina y yo salimos a buscar moras al campo, ella iba feliz, para ella todo era motivo de agradecimiento, le gustaba correr al aire libre y así iba aquel día, bailando, saltando y corriendo feliz en la pradera. Algo, que en ese momento no supe qué era, pasó volando por su lado y la botó, ella se apretó el brazo, mientras se retorcía de dolor. Yo me acerqué a verla y tenía dos orificios pequeños en el lugar del dolor, por lo que la cargué en mis brazos y la llevé a casa. De ahí fue todo de mal en peor. Cuatro días sufrió en total agonía. En el momento no supe qué había sido, eso lo vine a entender años después, cuando me convertí en vampiro y me enteré de las cosas que podría hacer. Inyectar mi veneno para matar a una persona era una de ellas. Nunca lo confirmé, pero dentro de mí, siempre he pensado que fue Ricardo quien lo hizo. Aquel día perdí a mi princesa, sin saberlo. El alma de otra mujer, una muy diferente, había tomado su lugar.
Desde ese momento, la vida en casa se convirtió en un infierno. La Marina que regresó de la muerte, era déspota, maléfica, horrible en todos los aspectos posibles. Para mamá y papá fue peor. Ellos nunca entendieron su cambio, mi papá creyó, por las enseñanzas religiosas en las que fue criado, que su pobre hija se había ido al infierno y de allá regresó como un castigo.
Y esa alma que habitó en el cuerpo de mi hermana diez largos años, no era la misma que moraba en Abril Villavicencio; no, Marina, la monstruo, no era la que estaba a mi lado. No. Me negaba a creer que esa dulce y asustadiza mujer fuera la misma que buscaría destruirnos en cuanto obtuviera sus poderes.
Tenían el mismo cuerpo, sí, pero eran dos almas.
Dos almas completamente diferentes.