La orden llegó al amanecer.
Otra patrulla, otro pueblo marcado en el mapa, otro supuesto punto “seguro” que tenían que vigilar. Ethan se ajustó el chaleco antibalas, revisó su M16, y se subió al Humvee detrás del sargento Collins. El hombre era duro, implacable, pero también un líder que todos respetaban.
Ethan lo seguía sin cuestionar. Collins era la roca que mantenía a la unidad en pie.
Pero en Afganistán, incluso las rocas podían romperse.
El convoy avanzó por un valle angosto, flanqueado por colinas secas y casas de adobe dispersas. El calor ya era insoportable a pesar de que el día apenas comenzaba. Ethan tenía la garganta seca, la mandíbula tensa, los ojos escaneando cada sombra en la distancia.
—Manténganse atentos —ordenó Collins desde la radio—. No me gusta este terreno.
Nadie respondió. Todos lo sentían: aquella era una trampa esperando cerrarse.
Y se cerró.
Un estruendo sacudió el suelo: un I.E.D. explotó bajo el tercer Humvee, levantando una nube de fuego y polvo. Los gritos resonaron en la radio mientras las llamas devoraban el vehículo. De inmediato, una lluvia de balas cayó desde las colinas. Los insurgentes habían estado esperando.
Ethan apretó el gatillo de la .50 en la torreta. El arma rugió con furia, lanzando ráfagas que sacudían el aire. Aplastaba sombras en las colinas, casas que escupían disparos, pero eran demasiados.
—¡Contacto, contacto! ¡Necesito apoyo aéreo! —gritaba Collins por la radio, agachado detrás del blindaje.
Una bala atravesó el parabrisas del Humvee de mando y Collins cayó hacia atrás. Ethan lo vio desplomarse, la sangre tiñendo su uniforme. El sargento intentó hablar, pero solo salió un gorgoteo. Los ojos se le apagaron en segundos.
—¡Collins! —rugió Ethan, pero sabía que ya no había nada que hacer.
Por un instante, todo pareció quedarse en silencio dentro de él. El hombre que siempre supo qué hacer ya no estaba. El pánico amenazó con devorarlo, pero la realidad lo golpeó con brutalidad: o actuaba ahora, o todos morirían ahí mismo.
Saltó de la torreta al suelo, el corazón bombeando a un ritmo desbocado. Tomó la radio del cadáver de Collins y gritó:
—¡Todos retrocedan! ¡Formen perímetro, fuego de cobertura! ¡Muévanse, maldita sea!
Los hombres respondieron sin dudar. No había tiempo para cuestionar: seguían al único que aún estaba de pie. Ethan coordinó el retroceso, disparando mientras corría, arrastrando a los heridos que podían moverse. Cada ráfaga de su fusil era un rugido de rabia, cada paso un milagro de supervivencia.
En un callejón angosto encontraron un muro semiderruido que servía de cobertura. Ethan colocó a los hombres detrás, organizó los cargadores, gritó órdenes que ni sabía que tenía dentro. La adrenalina lo mantenía lúcido, casi frío.
—Torres, flanco derecho, cúbreme esa ventana. Harris, mantén fuego hacia la colina. ¡No dejen de disparar hasta que yo lo diga!
El intercambio fue brutal. El aire se llenó de humo, polvo y balas que rebotaban contra las piedras. El olor a pólvora quemada se mezclaba con el sudor y la sangre. Ethan sentía cada músculo arder, pero no se detenía. No podía.
Pidió apoyo aéreo por la radio. Nada. El cielo seguía vacío. Tenían que resistir por sí mismos.
En un momento, Torres fue alcanzado en el hombro y cayó al suelo, gritando. Ethan se lanzó hacia él, arrastrándolo detrás de una pared. La sangre empapaba su chaleco, pero aún respiraba.
—Aguanta, hermano, no vas a morir hoy —le susurró mientras lo presionaba contra el muro.
El tiroteo duró lo que parecieron horas. Finalmente, los insurgentes se replegaron, quizá temiendo un contraataque. El silencio regresó, pesado y cruel.
Ethan respiraba como si hubiera corrido maratones. Miró a su alrededor: tres hombres muertos, varios heridos, todos agotados, cubiertos de polvo y sangre. Collins estaba tendido donde había caído, inmóvil, con la mirada perdida hacia el cielo.
El convoy estaba destrozado. Pero su equipo, lo que quedaba de él, estaba vivo. Y eso era lo único que importaba.
Los sobrevivientes lo miraban en silencio. No había dudas en sus ojos: Ethan los había sacado de allí. Había tomado el mando cuando nadie más lo hizo.
Cuando por fin regresaron al campamento, el oficial al mando lo llamó a su tienda. Ethan se cuadró, con la ropa manchada de sangre y sudor seco.
El mayor lo observó largo rato antes de hablar.
—Perdimos a Collins, pero tu unidad volvió con vida gracias a ti. Desde este momento, Mitchell, asciendes a sargento.
Ethan apretó la mandíbula. No sintió orgullo. Solo un peso nuevo sobre los hombros. Un peso que sabía que no se iría jamás.
Esa noche, en la penumbra del campamento, sacó su libreta manchada de arena y escribió:
“Hoy no fui soldado. Hoy fui pastor de hombres. Y el precio fue demasiado alto.”
Cerró el cuaderno, con las manos manchadas de sangre seca.
Sabía que el desierto le pediría más sacrificios.
Sabía que apenas era el comienzo.