CAPITULO 5

860 Palabras
Tres años. Ese era el tiempo que Ethan Mitchell llevaba respirando polvo en Afganistán. Tres años de patrullas interminables, de emboscadas que aparecían de la nada, de funerales improvisados en medio del desierto. A los 25 años, ya parecía un hombre de 40. El sol le había curtido la piel, las arrugas prematuras se dibujaban en los bordes de sus ojos, y en la mirada cargaba más muertos de los que podía contar. El uniforme siempre olía a sudor, metal y sangre seca. Su libreta estaba llena, hojas manchadas con frases cortas, fragmentos de pensamientos que eran su manera de seguir sintiéndose humano. Ahora era Sargento Mitchell, y sus hombres lo seguían sin dudar. Había ganado respeto no por ser invencible, sino porque no había dejado a nadie atrás, aunque eso casi le costara la vida en más de una ocasión. Esa mañana, el campamento se preparaba para otra misión. Una patrulla hacia un sector montañoso donde inteligencia reportaba actividad insurgente. No era nada nuevo, nada que Ethan no hubiera escuchado cien veces antes. Y sin embargo, cada misión cargaba la misma pregunta silenciosa: ¿quién no volverá esta vez? —Mitchell —llamó el teniente Reynolds, acercándose con el mapa en la mano—. Tu escuadra tomará el flanco oeste. Rápido, limpio. No quiero sorpresas. Ethan asintió en silencio. Ya no discutía, ya no preguntaba. Solo obedecía, organizaba, y rezaba en silencio a un Dios en el que hacía tiempo que había dejado de creer. —Escuchen bien —dijo a sus hombres, reunidos frente a él—. Vamos a entrar, limpiar y salir. Nadie se separa, nadie se queda atrás. Quiero ojos abiertos y dedos listos. Los hombres respondieron con un “Sí, sargento” casi automático. Algunos eran nuevos, recién llegados, con miradas aún limpias. Ethan los observó con un nudo en el estómago. En unos meses, esa luz en sus ojos también se apagaría. El convoy partió al amanecer. Las montañas se alzaban como dientes afilados contra el horizonte. La tierra era árida, roja, sembrada de rocas que ofrecían escondites perfectos para un francotirador. Ethan iba al frente, el fusil firme, los sentidos tensos como un resorte. El camino era estrecho. El silencio, insoportable. Hasta que lo rompió un disparo. La bala rozó la pierna de uno de los soldados nuevos, haciéndolo caer de rodillas. De inmediato, una lluvia de fuego cubrió el valle. Los insurgentes aparecieron entre las rocas, invisibles hasta ese instante. —¡Cúbranse! ¡Resistan la línea! —gritó Ethan, arrastrando al joven herido detrás de una roca. El tiroteo era brutal. Las balas rebotaban contra las piedras, el aire se llenó de humo y arena levantada por las explosiones. Ethan disparaba sin pensar, cada ráfaga un golpe seco que le sacudía los huesos. Los insurgentes eran muchos. Demasiados. Ethan pidió apoyo por la radio. Silencio. Otra vez estaban solos. Miró a sus hombres, sudorosos, manchados de sangre, el miedo marcado en sus rostros. Y entonces entendió algo: si quería sacarlos vivos, tendría que hacer lo que llevaba tres años haciendo… tomar decisiones imposibles. Ethan disparaba sin descanso, las manos firmes a pesar del temblor interno. Cada ráfaga era un rugido de rabia, cada orden que gritaba era un intento desesperado por mantenerlos vivos. —Torres, flanco derecho, ¡cúbrelo! ¡Harris, lanza humo, ahora! El humo blanco se expandió, cubriendo parte del valle, dándoles segundos preciosos para reorganizarse. Ethan aprovechó para mover a los heridos, empujándolos hacia un punto de cobertura mejor. Pero los insurgentes no retrocedían. Eran demasiados, y conocían el terreno. Por la radio, Ethan pedía apoyo aéreo. Silencio. Otra vez solos. Miró a su escuadra: sudorosos, con la cara tiznada de polvo, el miedo claro en sus ojos. Y supo que tenía que hacer lo impensable. —Vamos a romper el cerco —dijo con la voz más firme que pudo—. Avanzamos todos juntos hacia esas rocas. ¡A la cuenta de tres! No era valentía, era supervivencia. —¡Uno… dos… tres! Salieron corriendo entre humo y fuego. Las balas les silbaban a centímetros, levantaban polvo a sus pies. Ethan iba al frente, disparando mientras corría, cubriendo a los suyos como podía. Sintió el impacto de una bala rozándole el hombro, el ardor quemándole la piel, pero no se detuvo. Llegaron a las rocas. Se parapetaron, devolviendo el fuego con todo lo que tenían. Fue un infierno corto pero brutal. Al final, los insurgentes se replegaron, desapareciendo en las montañas como sombras. El silencio regresó. Pesado, cruel. Ethan respiraba agitado, el fusil aún temblando en sus manos. Miró alrededor: tres hombres heridos, uno de gravedad, pero todos vivos. Habían sobrevivido. Era una victoria. Amarga. Como todo en aquella guerra. Esa noche, en el campamento, Ethan se sentó bajo la tenue luz de una linterna. Sus manos aún manchadas de sangre escribieron en su libreta: “Sobrevivir no siempre significa ganar. A veces solo significa cargar con más fantasmas.” Cerró el cuaderno y apoyó la cabeza contra la pared de la tienda. No había celebración, no había orgullo. Solo cansancio, y la certeza de que mañana sería igual. El desierto no perdonaba.
Lectura gratis para nuevos usuarios
Escanee para descargar la aplicación
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Autor
  • chap_listÍndice
  • likeAÑADIR