El calor en Texas era distinto al de Afganistán. No olía a pólvora ni a arena quemada, sino a tierra húmeda, pasto recién cortado y asfalto que se agrietaba bajo el sol. Para cualquiera era un aire hogareño, pero para Ethan Mitchell, después de tres años en el desierto, era casi irreal. El autobús militar lo dejó en la entrada de su pueblo. Una parada sencilla, sin ceremonias. Nadie lo esperaba más que su padre y su madre, que se habían quedado de pie bajo el sol con los ojos clavados en la carretera hasta que apareció. Su madre fue la primera en correr hacia él. —¡Ethan! —su voz se quebró mientras lo abrazaba con fuerza, las lágrimas empapándole el uniforme limpio. Él la sostuvo con torpeza. Sus brazos, acostumbrados a cargar fusiles y arrastrar cuerpos, se sentían extraños rodeando

