Hospital Central – 11:35 h
Laura caminaba con paso firme por el pasillo del ala oeste. El eco de sus zapatillas sobre el suelo pulido no lograba acallar el temblor en su estómago. Apretaba entre los dedos unas hojas de inscripción que Marcos le había dado minutos antes, junto a una sonrisa cálida y ese brillo en los ojos que ella evitaba mirar demasiado tiempo.
—Piensa en ello, Laura —le había dicho—. Serías una médica brillante.
Ella no había respondido, pero el papel estaba arrugado de tanto apretarlo.
Lo que no sabía era que, a unos metros, Francisco los había visto. Había salido del despacho de dirección para tomar aire, pero el aire se le heló en los pulmones al verlos a través de los cristales del pasillo. A ella, con ese médico demasiado cercano. A él, con esa actitud confiada. Como si tuviera derecho.
Se quedó inmóvil. No entendía por qué le ardía el pecho. ¿Rabia? ¿Celos? ¿Curiosidad?
Bajó las escaleras como un hombre en guerra.
Jardines del hospital – 11:50 h
—¿Así que ahora también eres amiga íntima de los médicos? —espetó Francisco cuando la alcanzó.
Laura se giró tan rápido que casi se le caen los papeles. Lo miró como si no lo esperara, aunque sabía que lo haría.
—¿Me estás siguiendo? —preguntó con frialdad.
—Solo me encontré con una escena que no encajaba —dijo él, cruzándose de brazos.
Laura guardó los papeles sin dejar de mirarlo.
—¿Y qué parte no encajaba, tu excelencia? ¿Que una limpiadora hable con un residente?
—Que él te mire como si fueras algo más.
Ella dio un paso al frente.
—¿Y tú cómo me miras?
Francisco se quedó en silencio.
—No importa —añadió ella, dándose la vuelta—. Al final, siempre se reduce a lo mismo. Para ti, soy una amenaza. Para él, una posibilidad. Pero sigo siendo yo.
Planta superior – habitación 214 – 12:30 h
Lydia se alisó el vestido color hueso con una mano y sonrió hacia el espejo antes de abrir la puerta de la habitación de la abuela. La visita había sido breve y poco grata. Esa mujer no ocultaba su desprecio por ella. Pero aun así, Lydia sabía jugar sus cartas.
Cuando salió al pasillo, Laura pasaba con la fregona. Sus miradas se cruzaron.
—Buenos días —dijo Lydia con una sonrisa dulce.
Laura asintió sin decir nada. Pero su mente hervía. Esa mujer tenía algo que ella no.
Minutos después, Francisco llegó por el otro extremo del pasillo y se encontró con Lydia aún allí.
—Te estabas demorando —le dijo ella—. Tu abuela es una mujer encantadora, pero bastante directa.
—Siempre lo fue —replicó él.
—¿Y tú, Francisco? ¿Vas a seguir fingiendo que esto tiene sentido?
—Sabes perfectamente que este compromiso es una decisión de nuestros padres. No es mío.
Laura, desde la esquina, escuchó sin respirar. Sintió que algo se partía dentro. Pero también algo se encendía: dignidad.
Francisco, al girarse, la vio. Sabía que había escuchado. No hizo nada por disimularlo.
Cafetería del hospital – 13:05 h
Marcos encontró a Laura sentada con un café frío entre las manos.
—¿Estás bien?
—No —dijo ella sin rodeos—. Pero lo estaré.
Él le puso las hojas de inscripción sobre la mesa otra vez.
—No dejes que las heridas de otros decidan por ti.
Ella asintió con los ojos bajos.
Desde lejos, Francisco los observaba. Otra vez.
Habitación 214 – 14:00 h
—¿Quieres hacerme un favor, Francisco? —dijo la abuela desde la cama, con los ojos brillantes.
—Claro, dime.
—Llama a Roberto. Dile que lo quiero ver.
Francisco tragó saliva.
—¿Estás segura?
—Es hora. Ya no podemos tapar el pasado con silencio.
Él asintió. Pero en su mente ya sonaban las sirenas.
Carmen – dormitorio 3 – 14:20 h
Carmen volvió a llenar la copa con vino barato, el tercero de esa noche, y la alzó en un gesto casi solemne mientras Laura recogía los platos del día. La joven evitaba mirarla, sabiendo que cualquier palabra mal colocada podía encender la mecha.
—Siempre creí que te parecerías más a mí —dijo Carmen con voz pastosa—. Pero no… tú tienes esa mirada suya. Esa maldita forma de quedarse callado cuando el mundo arde.
Laura se detuvo un segundo.
—¿A quién te refieres?
Carmen sonrió sin alegría, con los ojos clavados en un punto invisible del pasado.
—A ese hombre que me juró amor y me dejó embarazada. Que dijo que lucharíamos juntos. El que desapareció sin dejar rastro cuando tu existencia ya no era un secreto.
—¿Qué esperabas? —susurró Laura sin mirarla—. ¿Un caballero de novela?
—Esperaba que no me abandonara como un trapo sucio. Que al menos tuviera el valor de enfrentar a los suyos —respondió Carmen con los dientes apretados—. Pero no. Ellos... los Valverde... no lo permitieron.
Laura giró el rostro bruscamente.
—¿Otra vez con eso?
—No, no es otra vez —espetó Carmen, alzando la copa como si brindara con un fantasma—. Es siempre. No hay día que no lo recuerde. Porque cada vez que te veo, Laura, cada vez que te escucho discutir, cada vez que caminas como si el mundo tuviera que girar a tu ritmo… ahí lo veo a él.
Laura tragó saliva.
—¿Y por qué nunca me lo dijiste?
—Porque no querías saberlo. Porque si te decía quién era, buscarías justicia. O venganza. Y no quiero perderte también a ti.
Se hizo un silencio denso. Carmen bajó la mirada y murmuró:
—Lo peor es que sé que aún lo amo… y eso me pudre por dentro.
Laura, incapaz de responder, salió de la habitación con los ojos vidriosos y las manos temblorosas. En su interior, las piezas del rompecabezas comenzaban a tomar forma. Pero aún faltaba la más importante: el nombre.