Toda una vida

2046 Palabras
Gerónimo, el hermano que seguía de Rogelio, fue quien me ayudó a conseguir el anillo para el compromiso. Él pasaba varios días del mes fuera de casa porque era quien acompañaba a mi padre a comprar el calzado. Seguro sería quien continuaría con el negocio familiar porque Rogelio quería quedarse con el ganado. Jacobo y Anastasio, los dos hermanos después de Gerónimo, se mantenían entregados a la siembra. Nuestra madre contaba, por herencia del abuelo, con dos hectáreas de terreno que ellos estaban trabajando y cada uno ya tenía esposa e hijos, así que era indudable que los dejarían como dueños. Pienso que los cuatro hijos mayores siempre fueron los modelos a seguir, los trabajadores, a quienes exigieron más. Los menores tuvimos una educación considerada un tanto “blanda”. Mi padre no era de los que criaban a golpes y mi madre en ocasiones parecía ser de mano dura ante la gente, pero al cerrar la puerta se le caía la careta y nos consentía con alguna golosina que ella misma preparaba. Los tres más chicos: primero estaba yo, luego Sebastián y el más pequeño, Paulino, éramos: el mojigato, el libertino y el payaso, como nos decía mi madre, en ese orden. Pero se llevó tremenda sorpresa que la puso pálida cuando le dije que el “mojigato” iba a pedir la mano de la hija del alcalde. ¿Apresurado? ¡Sí! Pero estaba dispuesto a cometer una completa locura en nombre de un amor que nubló mi sensatez. Le pedí a Gerónimo que consiguiera el anillo en la capital del estado, no pensaba comprarlo con los Ramírez porque Celina era una de los ocho hijos y no quería que se adelantara a darle la noticia a Amalia; además mi madre me prohibió hacerlo porque la señora Ramírez era su mejor amiga. El encargo fue muy detallado. Pedí un anillo de oro con una estrella en medio que llevara una piedra preciosa en cada esquina y en el centro un rubí. Mi padre me financió más de la mitad y tuve que tomar de mis ahorros para completar. Solo quería darle lo mejor. Por ese tiempo pensaba que no merecía menos. Gerónimo tardó una semana en traerlo. El tiempo avanzaba y los nervios me controlaban. Durante esa semana salimos dos veces más. Seguíamos siendo acompañados por sus chaperonas que se fueron convirtiendo en mis conocidas. Nunca entendí por qué conmigo no salía a solas, tal vez por instrucción de sus padres, o porque ella así lo quiso… Las cuatro amigas sí que sabían reír con cada anécdota o chisme que comentaban. Cuando nos reuníamos se contagiaban de la alegría y ruido de Erlinda y se carcajeaban sin tapujos. Fue en la tercera cita, un viernes por la tarde, donde conocí la voz de Amalia. ¡Esa voz que se quedó marcada en mi mente y que se niega a salir! A veces la escucho todavía, en mis sueños. Nos reunimos en un pequeño lugar que Erlinda tenía detrás de su casa y que su familia no solía visitar. Era un cuarto de madera vieja que destinaron para guardar herramientas, pero ellas se las ingeniaron para acomodar y consiguieron una mesa y sillas. El pequeño lugarcito olía a cilantro porque atrás tenían sembrado; un aroma que hoy me trae recuerdos que por ratos quisiera borrar. Amalia tenía el tiempo contado en cada salida, su responsabilidad cuidando a sus hermanos pesaba sobre su espalda y se notaba que aprovechaba cada minuto siendo libre. Isabel llevó una botella de jerez y me pareció arriesgado ya que ellas eran menores, pero confesaron que no era la primera vez y solo probaban un poco. —Prefiero el tequila —les dije, queriendo declinar su ofrecimiento, pero Amalia me acercó un vasito. Incluso la tímida Celina aceptó la bebida. Las mujeres tenían todo tan planeado y oculto que me fascinó el peligro en el que me ponían. Lo que sí es que me propuse llevar a algún compañero a la siguiente reunión o me acusarían de algo indebido si continuaba por ese rumbo. —Supongo que no puedo negarme —reí y le di un buen sorbo. El sabor en realidad sí me agradó. —Es correcto —confirmó mi estrella con una sonrisa y se sentó a mi lado. Conversamos hasta terminar con la botella. Creo que todas estaban hechas de algo diferente a las demás chicas que conocía porque ninguna se mareó, el mareado terminé siendo yo. Ruidosas, eso sí, pero lúcidas y bien entretenidas con su plática que en secreto me entretenía más de lo que expresaba. —Am, cántanos una canción, ¡anda! —pidió efusiva Isabel. Cada vez que veía a Isabel le encontraba más parecido con Amalia. Ella era de piel muy blanca y tenía pecas, pero las facciones no se podían negar. Aunque tuve el cuidado de jamás mencionar esos pensamientos para no generar incomodidad. —¿Cuál te gustaría? —le preguntó Amalia y su expresión risueña delató sus deseos de deleitarnos. —La de “Toda una vida”. Estoy desanimada porque el Jacinto no da su brazo a torcer y me gusta sufrir. —Por Dios, mujer, ese hombre es tan feo que da pena —atinó a decir Erlinda. Todos reímos porque era verdad. Conocía a Jacinto, fuimos juntos en la escuela y no se caracterizaba por ser un conquistador. Despreciar a alguien como Isabel, a mi juicio una muchacha muy adecuada para cualquiera, se volvía un insulto. Amalia se levantó y comenzó. Tal vez fue el amor que me tenía ciego y sordo, pero ella cantaba como lo haría un ángel si existiera. Lo hizo con tanto sentimiento que erizó los pelos de mis brazos y mi corazón aceleró el ritmo. Para la próxima llevaría la guitarra para acompañarla. Yo solo podía verla, tan entregada, y en ese mismo momento planeé llevarle serenata en cuanto llegara el anillo. El mariachi donde tocaba Filemón seguro me acompañaría. En mi mente todo salía perfecto y creí que antes de que terminara el mes ya tendríamos la promesa de un próximo matrimonio. Al terminar la canción, Isabel se echó a llorar. —No seas exagerada —la reprendió Erlinda—. Vas a ver que vendrá alguien mejor. —¡Pero yo lo quiero a él! —chilló y se recostó sobre la mesa. Al principio creí que nos jugaba una broma, ¡pero no! Sus lágrimas eran reales y yo moría de ganas de soltar una carcajada porque no podía creer que una mujer llorara por Jacinto. Tuve que apretar la boca porque en definitiva se vería de muy mal gusto. —Ni siquiera lo conoces bien, ¿cómo puedes decir que lo quieres? —le preguntó Amalia sonando seria. Isabel no se levantó y le respondió con la boca pegada a la madera. Como yo no pensaba intervenir en eso, me quedé sentado y crucé los brazos para esperar a que pasara su mal rato. —¡Porque lo quiero! —dijo como si fuera una niña caprichosa que desea un juguete—. Me regaló una flor, me dijo que era bonita y me prometió que cuando fuéramos mayores nos casaríamos. —¡Eso pasó cuando tenían siete años! —rebatió Erlinda, usando un tono burlón—. Seguro él ni se acuerda. —¡Ay no, hasta casarte quieres! —por fin habló Celina con suave voz y se le acercó para acariciarle la espalda—. Pobre de ti. —¡Pero sí quiero! —Chave, piensa lo que dices, es algo muy apresurado de decidir. —Primero debes saber cómo es —Amalia fue firme porque se notaba cansada de su escena—. Antes de dar un paso tan importante es mejor conocer al hombre con el que vas a unir tu vida. Se debe ir más lento. ¿Qué tal y te sale grosero? ¿Quieres un marido así? —¡Mi Jacinto no es grosero! —Bueno ya. —Erlinda le levantó la barbilla a su amiga para que le prestara atención—, está bien, ve y pídele matrimonio tú. —Ya, ya. Seguro no está entendiendo las señales. —Celina era la más conciliadora y tomó la iniciativa para terminar con el asunto—. Te vamos a ayudar, vas a ver. Isabel se calmó, se limpió la cara y las cuatro se soltaron a reír. Pasado el momento entre gracioso y dramático, el tiempo de la salida terminó. Acomodamos lo mejor que pudimos, escondimos la evidencia de nuestra reunión y nos fuimos. Acompañé a cada una a su casa porque ante todo tenía que ser un caballero. Erlinda vivía a la vuelta, Isabel dos cuadras más arriba y Celina más cerca del centro del pueblo. A Amalia la reservé para el final, aunque su casa quedaba en medio del trayecto. Ellas sabían mis intenciones y ninguna hizo algún comentario al respecto. Dejamos a Celina y por fin pudimos estar a solas. —Lamento que hayas visto las locuras de Chavelita —Amalia inició la conversación—. Es un poco… dramática cuando se acuerda de su querido Jacinto. Lleva años enamorada de él y no sé hasta cuándo se le va a pasar. —Fue divertido —dije y enseguida supe que cometí un error. —¡Ah! Te burlas de las desgracias de los demás. Eso no me lo esperaba del más serio de los Quiroga. —¡No, no, no! No me expliqué bien... Yo quería decirle que, al convivir muy poco con mujeres ya que en mi familia la mayoría eran hombres, la experiencia me parecía nueva y me gustaba, en verdad me gustaba. Pero las palabras se atoraron en mi garganta, como siempre. —Es broma —exclamó sonriente y me vio soltar un respiro de alivio—. A mí también me da risa, pero es algo que no le vamos a decir a Isabel. Se volvía muy fácil convivir con ella. La vida a su lado me parecía ideal, la que más deseaba tener. Había una casa de adobe que quedaba a una cuadra de la suya y que llevaba años abandonada. Tenía un espacio libre de dos metros que daba a la puerta medio rota, y elegí el lugar para pedirle que nos detuviéramos cuando estuvimos cerca. Caminé hasta allí y para mi suerte ella comprendió y se puso frente a mí. Se veía tan bella con su trenza que decoró con una rosa y su vestido blanco con bordado rojo que cubría gran parte de la tela. Me quedé mudo cuando nuestras miradas se encontraron y tuve que hacer un gran esfuerzo para hablar: —Señorita Bautista, yo… quería saber si… si yo… si se pudiera que… Ay, Dios mío, esto es tan… —lo siguiente que salió de mi boca fue inentendible. Me sudaban las manos y los pies no se quedaban quietos. Mi estrella me contempló con sus expresivos ojos y comencé a marearme. Si no hubiera sido porque puso sus delgados dedos en mi brazo, tal vez sí habría caído y pasaría una vergüenza imposible de olvidar. —¿Está usted bien, ingeniero? —Esteban. Dime Esteban —recobré el control de mi voz y comenzó a salir mejor. «Soy tu futuro marido, dime “mi amor” si tú quieres», pensé, aunque eso no lo externé. ¡Tenía que sacarlo ya!—. Sí, estoy bien. Lo que quería decirte es… —Me envaré y sostuve sus manos—. Amalia, quería preguntarte si te gustaría ser mi novia. Una vez que se lo pregunté, pude sentirme mejor, pero no comprendí su reacción. La vi bajar el rostro y acomodó un mechón de su cabello que se le soltó. A Pesar de que ya oscurecía noté que se sonrojaba. «¿Qué significaba eso? ¿Era un sí? ¿Era un no? ¿Por qué no decía la respuesta y ya?». Los nervios volvieron y tuve que atreverme a preguntarle: —¿Cuál es tu respuesta? —Sí, sí quiero —confirmó sonriente. Por poco se me escapa una lágrima de felicidad, aunque el anillo de pedida tendría que esperar porque, siguiendo sus palabras, debíamos conocernos un poco más antes de dar el gran paso.
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