Duncan abrió los ojos y la sangre le impidió ver. Sintió un ardor insoportable y por más que apretaba los párpados, no consiguió aliviarse hasta que un paño mojado le limpió el rostro. —Ya está despierto —anunció una voz ronca y fuerte. Quiso moverse y sintió el amarre en las manos, piernas y hasta en su cuello. Lo tenían aferrado a una mesa inclinada para que pudiera mirar hacia la pared de ladrillos mohosos donde en un estante colgaban varios cuchillos, espadas y mazos. El vizconde tragó con dificultad. Le dolía respirar y por el olor del alcohol y el humo, supuso que estaban bebiendo detrás de él. —¿Milord desea tomar el té? —le preguntó un hombre enorme de aspecto aterrador, muy pálido y de cabello y barbas tan rojas que parecían pintadas—. ¿Puedo ofrecerle un paseo por Covent Gard

