—¡Así se habla! —exclamé con alegría por dos razones. Primero, porque Mar se quedaba conmigo en el Pazo y, segundo, ¡porque había ayudado a una mujer a tomar una decisión importante! Reeducar a un hombre es un trabajo duro, pero me sentía como una especie de heroína del feminismo rural. Sin embargo, mi momento de gloria fue interrumpido por Mar, quien, como siempre, tenía los pies bien plantados en la realidad. —No te adelantes con las risas —me dijo con su tono habitual—. Lo de la luz y las tuberías... Aparte de mi marido, solo Víctor entiende de eso. Tienes que ir a buscarlo y pedirle que te ayude, mientras yo intento encender esta cocina de hierro vieja. A ver si tenemos suerte y la chimenea no está atascada. —¿Víctor? —repetí, como si no hubiera oído bien. Era la última persona a la

