Capítulo 3: “Impulso”

1513 Palabras
Mientras miraba a Lucas, un torbellino de emociones crujía en mi interior, haciendo eco de inseguridad y anhelo. Iba a intentar lo que me había propuesto, pero la decisión no era sencilla. No podía permitirme fallar, no cuando mi padre lo necesitaba tanto, y cuando cada día se sentía como una lucha que amenazaba con devorarme por completo. —Entonces, ¿lo vas a considerar? —preguntó Lucas, su expresión reflejando esperanza entrelazada con un toque de nerviosismo. La luz del día se filtraba a través de las ventanas, proyectando sombras que parecían danzar en la habitación. —Sí, voy a pensarlo —respondí, sintiendo cómo la incertidumbre me rodeaba como una nube oscura. Mi mente se debatía entre las posibilidades de un futuro incierto y la realidad de un presente abrumador—. Pero necesito tiempo para organizar mis ideas y asegurarnos de que sea lo correcto. —Entiendo. ¿Qué te parece si hablamos de esto el viernes? —sugirió, su tono más suave, como si se diera cuenta de la carga que esto significaba para mí. Sus palabras eran un refugio en medio de la tormenta que asolaba mi mente. —El viernes suena bien. A esa hora terminaré mis carreras —dije, con la mirada perdida hacia la calle, tratando de liberar mi mente del caos que empezaba a acumularse. —Perfecto. Solo recuerda que hay oportunidades que no deberías dejar pasar —me alentó, y su mirada serena me proporcionó un pequeño empujón. Un toque de determinación se alzó en mí, aunque todavía titubeante. —Lo sé, Lucas. Gracias por ser paciente conmigo; esto es complicado —susurré, sin poder evitar un temblor en mi voz. —Siempre estoy aquí para ti, Alejandra. Nos volveremos a ver el viernes, entonces —dijo antes de despedirse, su voz era un alivio en medio de mis pensamientos dispares. Mientras él se alejaba, decidí que era momento de regresar a casa y reflexionar sobre lo ocurrido, sabiendo que cada segundo que pasaba era igualmente valioso y, a su vez, un recordatorio del tiempo que se evaporaba. Al llegar a casa, la luz suave de la sala iluminaba la habitación, dándole a cada rincón una calidez casi acogedora. Mi padre estaba sentado a la mesa, con un libro abierto frente a él, la portada desgastada reflejaba historias pasadas. A pesar de la concentración que mostraba, había una calma en su presencia que siempre me reconfortaba, como un abrazo invisible. —Hola, Papá. ¿Cómo estuvo tu día? —pregunté, ansiosa por compartir un momento juntos en medio del torbellino de pensamientos. —Hoy fue uno de esos días largos. Pero sobreviví. ¿Sabes? Mi médico me dijo que debo practicar un poco más de ejercicio —respondió, con un tono que mezclaba resignación y humor. —¿Y cómo piensas practicar ese ejercicio? ¿Planeas correr como los héroes de acción en la televisión? —bromeé, intentando traicionar la preocupación oculta detrás de mis palabras. —Tal vez. Aunque mi idea de “correr” es más bien una suave caminata hacia la nevera —dijo, esbozando una sonrisa irónica. Sus palabras resonaban en mis oídos como melodías de tiempos mejores. —Espero que eso no cuente como ejercicio —repliqué, riendo. —Pero en serio, deberíamos salir a caminar juntos. Un poco de movimiento podría hacerte bien. —Buena idea. Aunque te advierto que podría ser más exitoso en la búsqueda de un bocadillo que en la caminata misma —respondió él, riendo suavemente, sus ojos brillando con el humor que siempre había traído a nuestras vidas. —Pero, ¿quién puede resistirse a un buen bocadillo? Mientras nos dirigíamos a la cocina, de repente me vino a la mente un recuerdo nostálgico, como una película que comenzaba a proyectarse en mi mente. Las tardes cálidas en que él me enseñaba a andar en bicicleta en el parque eran ahora una burbuja de felicidad en un mundo que amenazaba con separarme de lo que más amaba. Recorríamos el sendero juntos, él corriendo a mi lado, sosteniendo el sillín hasta que finalmente me soltó. Sentí esa indescriptible emoción de la libertad en mis piernas, el viento acariciando mi rostro mientras giraba para mirar atrás, y él sonriendo con orgullo. —¿Recuerdas cuando me enseñaste a andar en bicicleta? —le pregunté, sintiendo que el amor rebosaba en cada palabra. —Siempre corrías junto a mí, listo para atraparme si caía. —Claro que sí. Y yo siempre decía que no importaba cuántas veces cayeras, lo importante era levantarte y volver a intentarlo —respondió, mirándome con ternura, sus ojos reflejaban la luz del amor profundamente arraigado en él. —Lo mismo aplica ahora, ¿sabes? —Sí, lo sé —dije, sonriendo con tristeza y al mismo tiempo sintiendo una chispa de esperanza—. Y me diste la confianza para seguir intentándolo, incluso cuando pensaba que no podría. Las risas flotaban en el aire, creando un refugio en medio de la tempestad que se aproximaba, el ambiente se llenó de la calidez de nuestros recuerdos: las caídas graciosas, las carreras sin rumbo y los pequeños picnics improvisados en el parque. Cada historia compartida parecía encapsular un instante de felicidad que, casi sin quererlo, me llenaba de energía y me alentaba a seguir adelante. Esa noche, sin embargo, los ecos de la conversación con Lucas flotaban en mi mente mientras caía en un profundo sueño. La transición que había empezado a considerar me pareció un camino oscuro y peligroso que alteraba el tejido de mi realidad. Pero en lugar de tranquilidad, fui arrastrada a un paisaje distorsionado, donde los colores eran más brillantes de lo normal y los sonidos se amplificaban, como si estuviera atrapada en un eco interminable. Caminé por una ciudad que parecía familiar y extraña al mismo tiempo en una danza de luces y sombras. Los automóviles pasaban zumbando, y las voces de las personas se mezclaban con el ruido de los claxons, creando una sinfonía caótica que retumbaba en mi pecho. De repente, vislumbré un callejón oscuro al final de una calle, y un escalofrío recorrió mi espalda, helando mis pensamientos. En ese instante, una figura emergió de las sombras, su rostro cubierto, pero sus ojos parecían conocer todos mis secretos, como si miraran a través de mi alma. “Alejandra”, dijo, su voz resonando con un tono ominoso que me hizo dudar. “El peligro ya no está aquí, pero si no estás conmigo, nunca encontrarás la paz”. La advertencia hizo eco en mi oído mientras sentía que un peligro inminente acechaba en las profundidades de mi sueño, revelando una verdad aterradora: mi vida estaba a punto de cambiar de manera irreversible, y la línea entre crecimiento y destrucción se desvanecía ante mis ojos. Las sombras parecían cobrar vida, danzando a mi alrededor, mientras la figura desaparecía, dejando tras de sí una sensación de vacío. Desperté de golpe, el sudor empapando mis sábanas, mi corazón aún latiendo con fuerza ante la intensidad del sueño. La luz de la mañana se filtraba a través de las ventanas, pero no logró disipar la sombra que se había instalado en mi pecho. A pesar de la calidez del sol, sentí un frío profundo en mi piel, como si la soledad hubiera penetrado en cada poro. Era una sensación áspera y helada, lo opuesto a la seguridad que anhelaba, y me envolvía en una manta de desasosiego. Las paredes de mi habitación parecían cerrarse y el eco de la advertencia resonaba en mi mente: estaba sola frente al abismo, y la paz me parecía más lejana que nunca. Con el desayuno en el aire, el aroma del café recién hecho penetraba el hogar como una promesa de nuevos comienzos, pero no podía evitar que el peso de la elección que debía tomar me atara a la cama. Le di una vuelta a la decisión: una parte de mí quería aferrarse a la vida que conocía, donde las incertidumbres eran solo sombras pasajeras, y otra parte anhelaba la inmediatez de la solución que Lucas me ofrecía, aun cuando el riesgo latente crecía como un hervidero en mi mente. Al levantarme, el suelo fresco acarició mis pies, un recordatorio tangible de la realidad. Miré por la ventana, observando la vida que continuaba afuera, un espectáculo vibrante de movimiento y caos. La ciudad despertaba, y con ella, las oportunidades que podrían cambiarlo todo. Mientras me preparaba para el día, la reflexión de las palabras de mi padre y de Lucas danzaba en un ciclo interminable. ¿Estaría realmente dispuesta a arriesgarlo todo por un intento desesperado de salvar lo que queda? La pregunta latía en cada rincón de mi mente como un tambor que no podía ignorar. Enfrentaba el día con la incertidumbre de lo que vendría, preparada para hacer una elección que definiría no solo mi destino, sino también el de mi padre. Con el corazón dividido y los sentidos agudizados, sabía que el camino estaría lleno de peligros invisibles, pero también de la posibilidad de la redención.
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