Capítulo 16 Planes

2594 Palabras
La fría superficie de mi escritorio fue un oasis de normalidad tras la tormenta que Dylan había desatado en mi interior. Una paz efímera se apoderó de mí, lo suficiente para que el fantasma del apetito regresara, aunque la idea de comida se mezclaba con el sabor amargo de sus palabras. ¿Qué arrogancia lo llevaba a creer que podría doblegarme, que bastaría con desearlo para que yo, como tantas otras, cayera rendida a sus pies? Pero la memoria es una traidora. Ante mi voluntad, una oleada de recuerdos invadió mis sentidos: el eco de su risa, una sinfonía peligrosa y espectacular; la memoria táctil de su cuerpo, un mapa de tensión y músculo que mis manos habían explorado con una devoción que ahora me avergonzaba; el peso de él sobre mí, cada embestida un latigazo que me arrancaba gritos que no eran solo de placer, sino de una rendición que me juraba no volver a permitir. Negué con furia, como si el movimiento físico pudiera desalojar su imagen de mi mente. Era innegable: ese hombre había dejado una cicatriz en mi alma, una marca que sangraba cada vez que lo recordaba. Y luego estaba Bastián… la contraparte, el faro en mi oscuridad. —Alaïa, necesito que vengas conmigo. La voz de Bastián me arrancó del torbellino. Alcé la vista y me encontré con sus ojos, dos pozos de preocupación intensa y contenida. Sin mediar palabra, me levanté y lo seguí hasta su oficina. Theo estaba allí, sumergido en un mar de documentos, su rostro tan serio como el de Bastián. —Tenemos la contrademanda de Dylan —anunció Theo, entregándome los papeles con un gesto seco—. No aceptó el divorcio. Ni el dinero. —Lo sé —susurré, y el papel crujió bajo mis dedos, demasiado tensos. —¿Cómo que lo sabes? —preguntó Bastián, su voz era un cable a punto de romperse. —Fue al restaurante. Me dijo que no me dará el divorcio —respondí, omitiendo el resto, ese juramento privado de que me haría suya de nuevo, que me enamoraría de él. La furia que estalló en los ojos de Bastián era casi tangible, un calor que chocaba contra el frío gélido de mi determinación. Me sentía como una estatua, plantada en el centro de la habitación, impotente. ¿Acaso no podía liberarme de una maldita firma? —¿Y si me divorcio sin que se entere? —sugerí, desesperada por encontrar un atajo. —Se enteraría igual —refutó Theo, frío y lógico—. La notificación del juicio es obligatoria. Pero podemos hacer que caiga en su propio juego. Siempre se le ha dado bien cavar su propia tumba. Mi mente, traicionera, viajó a las noches en su penthouse, a la procesión interminable de sombras femeninas que entraban y salían de su cama. Un nudo de asco y oportunismo se formó en mi garganta. —Si demuestro adulterio… ¿serviría? Theo esbozó una sonrisa afilada, un reflejo de la que comenzaba a dibujarse en mis labios. —Nos ayudaría considerablemente. Sería un golpe maestro. Bastián nos observaba, su mirada oscilando entre nosotros como si fuéramos extraños. Algo en su profundidad parecía sufrir, un dolor silencioso que me taladraba el pecho. —No lo permitiré —rugió, su voz cargada de una autoridad que me hizo arquear una ceja—. ¿Ir a su casa? ¿Jugar a la esposa celosa? ¿En serio, Alaïa? —Es la forma más directa de obtener pruebas. Y tú sabes mejor que nadie que todo es una farsa, Bastián. Es parte del trato que acepté. —No es suficiente. No voy a permitir que ese imbécil te respire siquiera —su posesividad encendió una chispa de alarma en mí. Hablaba como si mi corazón le perteneciera. —¿Me estoy perdiendo de algo? —intervino Theo, mirándonos alternativamente con una curiosidad demasiado aguda—. Perdonad que lo diga, pero esto parece una riña de novios. Una ola de nervios me recorrió. Bastián guardó silencio, su mandíbula apretada. Quizá sopesaba las palabras no dichas que flotaban entre nosotros, la frágil línea que separaba nuestra alianza profesional de algo más profundo y peligroso. Si éramos algo, era comprensible su feroz necesidad de protegerme de Dylan. Pero esta no era una batalla que pudiera ganar con fuerza bruta. Era una guerra de estrategia, y yo tenía que ser la pieza maestra. Seducir, engañar y destruir, sin permitir que su veneno me alcanzara. Sin enamorarme. —No pretendo ser el hombre que exige respuestas inmediatas, Alaïa —dijo Bastián, su voz más suave, pero no menos intensa—. Solo quiero protegerte. Quiero ser tu refugio. ¿Lo entiendes? —Lo entiendo —asentí, acercándome un paso—. Pero primero debo romper las cadenas que me atan. Seré cuidadosa. Lo atraparé, y su caída será nuestra arma. Solo entonces seré verdaderamente libre. La sorpresa en el rostro de Theo era palpable. Hubiera preferido que no se enterara así de la compleja red en la que estábamos atrapados, pero también necesitaba dejar claro que, si algo florecía entre Bastián y yo, el trabajo y el amor no podían mezclarse. Me limité a guardar silencio, observando a los dos hombres mientras comenzaban a trazar planes, a mover las piezas en el tablero. La determinación en los ojos de Bastián era feroz; no deseaba que pasara ni un minuto más cerca del hombre al que, en la intimidad de sus pensamientos, llamaba el Diablo. Tras dejar clara mi postura, a Bastián no le quedó más remedio que ceder, aunque fuera a regañadientes. La paciencia era su nueva arma. Cualquier escándalo podría perjudicar el caso, y yo necesitaba espacio para tejer mi red. Theo se despidió con una última mirada inquisitiva, y yo me acerqué a Bastián. —Quiero que esto vaya a nuestro ritmo —susurré, buscando sus ojos. —Pero yo no quiero compartirte —susurró él, cerrando la distancia hasta que el calor de su cuerpo me envolvió. Tomó mi mano, su pulgar acariciando mis nudillos con una ternura que contrastaba con la dureza de sus palabras—. No permitiré que te humille. Haré de ti una fortaleza impenetrable, y aceptarás toda la protección que te ofrezca. Juntos, cambiaremos tu mundo. No hubo alternativa. Asentí, sintiendo cómo el suelo se movía bajo mis pies. Me estaba adentrando en el juego de los Walker, en sus reglas de poder y posesión. Pero en lo más profundo de mi ser, una chispa de acero se encendió. Yo no sería un peón. Yo sería la vencedora. —Vamos. Es hora de ir a la universidad. Le había pedido que me acompañara a la evaluación final de mi tesis. Aunque se resistía a dejarme sola, al final cedió, con la condición de que le enviara un mensaje al salir y me fuera directamente a casa. Se lo agradecí, con un nudo en la garganta por la intensidad de su cuidado. Mi tesis fue aceptada. Un peso monumental se desprendió de mis hombros. El camino hacia mi titulación estaba despejado; solo un último examen se interponía entre yo y mi título. Pronto me liberaría de todo, podría sumergirme de lleno en mi carrera. Salí del edificio universitario con una sonrisa genuina, sintiendo el sol en el rostro como un presagio de libertad. Hasta que lo vi. El coche n***o y lustroso de Dylan estaba aparcado junto a la acera, y él, apoyado con despreocupación en el capó, como si el mundo entero aguardara su placer. —Ahí estás, esposa —dijo, y su voz, como el terciopelo sobre una hoja de afeitar, me heló la sangre. Me detuve en seco. Él se acercó, arrogante—. Te llevo a casa. —Puedo llegar sola —respondí, con una firmeza que no sentía. —Vamos —insistió, y su mano envolvió la mía con una fuerza que no admitía réplica. Me atrajo hacia él y, antes de que pudiera reaccionar, sus labios capturaron los míos. No fue un beso de persuasión, sino de conquista. Una reclamación salvaje que pretendía borrar cualquier otro rastro. Traté de separarme, pero su brazo, como una barra de hierro, me inmovilizó contra su cuerpo. "Solo hay fuego", gritaba una parte primitiva de mi ser, "un deseo que quema y consume. Déjate llevar. Continúa". Sus labios eran expertos, implacables, y por un instante, una fracción de segundos, mi cuerpo respondió, traicionándome. Luego, la culpa me golpeó como un puñal. Me sentí sucia, una adúltera en brazos del hombre al que juré destruir. —Basta —logré susurrar contra sus labios, volviendo la cabeza—. No vas a lograr que me enamore. —Solo necesito una oportunidad —murmuró, su aliento caliente en mi oído—. Déjame que te muestre al verdadero Dylan. Puedo darte el mundo, Alaïa. Solo pídemelo. Una risa amarga y silenciosa retumbó en mi pecho. Eran palabras vacías, moneda falsa en un mercado de ilusiones rotas. Pero si quería jugar, yo aprendería las reglas. Y me aseguraría de que él fuera el único que saliera chamuscado. —Llévame a casa —cedí al fin, con un suspiro que pretendía sonar a derrota. Su sonrisa fue un destello de victoria pura. Yo, por dentro, ya afilaba mis armas. Durante el resto de la semana, Bastián se sumergió en su entrenamiento. Pasó todas las pruebas médicas con una resistencia que rayaba en lo sobrehumano. Lo veía más centrado, incluso más feliz, como si el deporte fuera el antídoto perfecto contra la tensión de nuestra situación. En dos semanas comenzaría la temporada. "El gran regreso de Bastián King". Así lo anunciamos en una conferencia de prensa multitudinaria. Cuando me entregó su jersey, el número 7 bordado en la tela, sentí que me incluía en una parte íntima de su vida, que me ofrecía un lugar en su mundo. Se disculpó en varias ocasiones por su falta de atención, y yo se lo acepté. Lo entendía. Su carrera era prioridad. Yo esperaría. Hasta estar libre. Llegó la semana en que debía interpretar mi papel de esposa perfecta. Revisé el correo de Zoe: una cena con los socios clave de la firma. Memoricé nombres y protocolos hasta que me dolía la cabeza. Diana, con su bondad habitual, me prestó un vestido de gala. Era viernes, y salí temprano de la oficina. Bastián estaba en Nueva York, visitando a sus padres. Recé para que no hubiera fotografías de la "pareja perfecta" circulando; detestaba la idea de tener que dar explicaciones. Al llegar al penthouse, un escalofrío me recorrió la espalda. Las paredes blancas e impersonales, el silencio sepulcral, todo me recordaba que este no era mi hogar, sino mi campo de batalla. Tenía que soportarlo. Era el precio de las pruebas que necesitaba. Iris emergió de la cocina. —Buenas tardes, señora. La cena está lista. —Hola, Iris. No, gracias, ya he comido —dije, y noté su leve decepción—. Quizá más tarde. Subí directamente a mi habitación y cerré la puerta con llave. "Tienes que sobrevivir", me repetí. Acomodé el vestido que traje y cambié las sábanas por unas mías, de algodón limpio y con un tenue aroma a jazmín. Quité las que había, de una seda fría y impersonal, y las guardé en una bolsa. Estaba harta del ritual de lavar y devolver, de fingir que aquel espacio me pertenecía. Prefería cargar con mi propio equipaje antes de sentir que me contaminaba. Me puse los auriculares. La voz de Maggie Lindermann llenó el vacío con "Hear me out", un himno perfecto para mi resistencia. Mi celular vibró. Bastián: He llegado a casa de mis padres. Espero que la próxima vez vengas conmigo. Te amarán. Alaïa: Salúdalos de mi parte. Disfruta de tu familia. Había terminado de hacer la cama cuando la puerta se abrió. Dylan se apoyó en el marco, su silueta recortándose en la penumbra. Su mirada recorrió la habitación, deteniéndose en las nuevas sábanas. —¿Trajiste eso? —preguntó, señalándolas con el mentón. —Sí. Así me ahorro tener que lavar las tuyas constantemente. —No era necesario… No quise hacerte sentir así. —No te justifiques, Dylan. Es tu casa. Tus reglas. —Borremos esas reglas del pasado —dijo, adentrándose en la habitación con una calma perturbadora—. Esto también es tu hogar. No había notado que te gustan los colores vivos. Compraré más cosas para que estés cómoda. Ahora ven, quiero mostrarte algo. Un presentimiento me recorrió la espina dorsal. Me quité los auriculares y lo seguí, sintiendo cómo la ansiedad crecía en mi pecho. En la sala, un espectáculo de opulencia me dejó sin aliento. Vestidos de seda, zapatos de diseñador, bolsos que costaban más que mi salario anual. Era un arsenal de lujo, una trampa de terciopelo. —He traído mi propio vestido —dije, interrumpiendo su discurso sobre telas y marcas. —Pero todo esto es para ti. —No lo necesito, Dylan. En serio. Gracias, pero no puedo aceptarlo. —Acepta —su voz fue una caricia peligrosa—, por favor. Miré la montaña de riquezas. Era un juego, sí. Haría que gastara fortunas en su propia condena. —De acuerdo —cedí, y su sonrisa fue tan brillante y falsa como los diamantes que pendían de un collar expuesto. —Ahora, ven. Acompáñame a cenar. Mientras comía, vi a Iris entrar y salir de mi habitación, acomodando la nueva ropa con una sonrisa de satisfacción. Para ella, esto era una señal: su señor y su señora por fin actuaban como tal. —¿Cuándo será el examen? —preguntó Dylan, cortando un trozo de carne con elegancia. —Dentro de un mes —respondí, sin levantar la vista del plato. —Allí estaré. —Ok —monosilábica, distante. —¿Qué sucede? Te noto extraña. —Estoy cansada. Mucho trabajo con el regreso de mi jefe. Su agenda es… exhaustiva. Su mirada se oscureció. El nombre de Bastián era un fantasma en la mesa, un tercer comensal no invitado. —Podrías trabajar en el Bufete. El equipo de Relaciones Públicas es excelente y tu sueldo se triplicaría. —No, Dylan. Eso no era parte del trato. —Ali —dijo, y su tono cambió, se volvió grave, intenso. Jaló mi silla hacia la suya con una fuerza brusca—. Esto ya no es un trato. Su mirada me recorrió como una llama, despertando ese fuego traicionero que juré extinguir. —¿Dónde están tus anillos? —preguntó, al notar mis dedos desnudos. —Guardados. Solo los uso en público. Se levantó con determinación y se dirigió a mi habitación. El pánico me gripó. ¿Qué buscaba? Lo vi regresar con la caja de terciopelo n***o en sus manos. Me sentí atrapada. —No los usarás solo en público. Serán parte de ti, día y noche —abrió la caja. La luz se reflejó en los diamantes y aquel anillo en forma de gota color rosa, cegándome—. Corazón, esto es por nuestro nuevo comienzo. Deslizó la pesada alianza de matrimonio y el anillo de compromiso en mi dedo. El metal estaba frío, una prisión en miniatura. "Corazón". La palabra resonó en mi interior, hueca y grotesca. —Señora Walker, mañana anunciaremos nuestra esperada boda —anunció, con la satisfacción de un general que ha ganado la guerra. Casi me atraganto con el último bocado. Un nudo de horror y determinación se anudó en mi estómago. No era una broma. Era la jugada final. Y yo, desde las sombras, comenzaba mi contraataque.
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