El reloj marcaba las siete y veinte cuando por fin entiendo que estoy perdida. Otra vez. Mi turno comienza en menos de cuarenta minutos, y yo corro por el departamento como si me persiguiera un enjambre de abejas. El golpeteo de mis zapatillas resuena contra el suelo mientras busco mis llaves, el bolso, el portátil, la chaqueta y la cordura… todo, menos la paciencia que he agotado hace cinco minutos. —¡Dónde demonios están! —murmuro, levantando los cojines del sofá. Habíamos llegado tarde la noche anterior. La cena con Ámbar y Stefan había sido cambiada para el día siguiente de la llegada de Stefan porque se me presentó una emergencia y la cena se había extendido más de lo previsto, entre risas, vino y viejos recuerdos que se transformaron en confesiones a la tres de la mañana. Había s

