Eso fue exactamente lo que sucedió. Una procesión de diplomáticos y funcionarios gubernamentales, la mayoría de bajo rango, de todo el mundo se acercó y la felicitó, generalmente en alemán con distintos acentos, aunque algunos lo hicieron en inglés. El cónsul francés, por supuesto, le habló en su lengua materna, la cual Sophie dominaba menos, pero se las arregló. Justo cuando comenzaba a aburrirse de responder a la misma expresión de buenos deseos, la banda empezó a tocar un vals. Buscó al conde Markel, quien, obedientemente, se dirigía hacia ella. Sabía que el conde era un buen hombre, leal al país y a su familia, pero no demasiado sumiso a la influencia de su madre. —Gran Duquesa, ¿me haría el honor de este baile? —preguntó él haciendo una reverencia. —Por supuesto, conde Markel. —Ella

