Adriana
Cuando Theo se fue aquella noche, sentí que el silencio de mi departamento cayó encima de mí como una manta pesada.
Me quedé de pie junto a la puerta cerrada, con el eco tenue de sus pasos alejándose y la sensación amarga de que todo había quedado suspendido en el aire.
No hubo abrazo, no hubo palabras dulces… solo una cortesía triste, casi resignada, como si ambos fuéramos actores obligados a interpretar un papel que nadie quería protagonizar.
Me quedé mirando el contrato sobre la mesa, con esa firma que yo misma puse, esa firma que significaba seis meses… seis meses que ahora parecían una eternidad.
Los días siguientes fueron un torbellino de reuniones, arreglos absurdos y decisiones que realmente no eran mías.
Adelina no permitía que yo quitara ni un solo adorno, insistiendo en que “una boda siempre debe ser majestuosa”, y todo me abrumaba porque yo solo quería algo simple, silencioso, casi invisible… pero con ella eso era imposible, era una copia mal hecha de la arrogancia de Isabella.
—Adelina, solo quiero algo discreto —le repetí al menos cinco veces en un día.
—Discreto es sinónimo de mediocre, Adriana, y tú no eres mediocre no con la familia que tienes —respondía con una sonrisa que en realidad era una orden disfrazada.
Y yo… ya no tenía fuerzas para discutir.
Así que lo dejé pasar, todo... el exceso, los arreglos florales gigantes, las servilletas con bordes de oro… incluso el menú ridículo que costaba más que el alquiler de mi departamento.
El cansancio emocional era tal que, un día antes de la boda, simplemente decidí estar sola.
Necesitaba un respiro, aunque fuera pequeño, así que puse mi teléfono en silencio, recogí mi cabello en un moño flojo y salí a comprar unos simples aperitivos para aguantar la tarde.
Pero al volver no esperaba encontrarlo ahí.
Gerardo estaba frente a la puerta de mi departamento, sosteniendo una caja blanca con detalles dorados.
Sabía que ese era el vestido que Theo me había enviado y no entendía como era posible que él la tuviera.
Me quede parada a unos cuantos centímetros de mi puerta y su sonrisa falsa me revolvió el estómago.
—Así que mañana te casas —dijo sin siquiera saludar— Vaya sorpresa… pensé que todavía tenías buen gusto. — Lo miré sin un ápice de paciencia.
—¿Qué haces aquí, Gerardo? — pregunté sin intentar fingir mi enojo por tenerlo aquí.
—Solo vine a darte tu despedida de soltera y me he encontrado con tu bello vestido —alzó la caja, como si fuera un trofeo— Y a recordarte que no vas a ser feliz… no con él. — Fruncí el ceño, sintiendo el molesto pinchazo de la ira en mi pecho.
—Mi felicidad no es asunto tuyo. — intenté quitarle la caja, pero él la levanto haciendo que no pudiera alcanzarla.
—Claro que lo es —dio un paso hacia mí, y su voz bajó a un susurro venenoso— Porque yo sé perfectamente por qué te casas y créeme, Adriana… Theo no va a elegirte a ti, nunca lo hará. — Supe que lo decía para herirme y maldita sea… casi lo consigue.
—Dame la caja y lárgate —pedí con un tono firme.
Me la entregó sin dejar de mirarme con esa expresión arrogante.
—Ojalá te duela y ojalá te arrepientas de no haberme elegido a mi hace años —susurró antes de alejarse por el pasillo.
Cerré la puerta con fuerza y dejé la caja sobre la mesa como si quemara, ese vestido… ese maldito vestido ni siquiera será de mi agrado porque no lo había elegido, no quería porque había sido comprado para otra mujer.
Y, aun así, al día siguiente, ahí estaba yo, luciendo el vestido más horrendo de toda mi vida.
El color blanco hacia contraste con todos los bordados en dorado, este vestido costaba miles de dólares, pero a mí me parecía el vestido más feo que pudieran diseñar.
—Es el vestido más horrendo que he visto en mi vida — murmuré, jalando una parte de la falda con frustración.
Sofía se acercó con una suavidad que rompía un poco mi coraza.
—No sabía que era tan extravagante —dijo con sinceridad— De haber sabido que un vestido de cien mil dólares sería así de feo, créeme que me hubiera desvelado haciéndote uno que sí te guste. — a miré, sintiendo lágrimas en los ojos.
Lágrimas de rabia, de cansancio y de pérdida.
—¿De qué serviría? Este vestido se compró para que Isabella lo usara… ahora yo tomo su lugar, en una boda que ella eligió, porque créeme… esto es una aberración, tiene tan malos gustos —intenté bromear, pero la voz me tembló.
Sofía tomó mi mano con fuerza.
—Aún estás a tiempo de arrepentirte — aseguró, pero yo me negué.
—No le haré esto a Theo, solo será un tiempo, Sofí, nada malo tiene que pasar, bajaremos la atención que lo rodea y después le pediré el divorcio, nada puede salir mal. — Un suspiro triste escapó de sus labios mientras acomodaba mi velo.
—Lo amas, Adri, haces esto porque aún no lo olvidas… y eso él debería valorarlo, si no lo hace, entonces divórciate, vive como quieras y si te vuelves a casar… que sea con un vestido que te guste y con la gente que tú elijas. — Asentí en silencio.
Estaba por responder cuando una de las chicas de mi empresa entró para avisarme que era la hora.
Respiré profundo, una vez, dos y hasta tres veces hasta que tomé el valor y salí hacia la entrada principal de la basílica.
El lugar estaba lleno, ridículamente lleno, mi familia estaba en primera fila, del lado contrario, los padres de Theo lucían como si estuvieran desfilando joyas de catálogo, todo olía a dinero… y nada a amor.
Cada paso hacia el altar era un recordatorio de que esa boda no era mía.
No era nuestra, era un trato, un salvavidas para Theo… y una condena silenciosa para mí.
Cuando lo vi, tan serio, tan tenso, tan… distante, mi corazón se apretó, era hermoso, sí, irreal hasta cierto punto, pero sus ojos no brillaban.
No había emoción, no había ese anhelo que tanto había deseado, solo estaba un hombre resignado a un destino que no quería.
Y cuando llegó el momento del beso… no lo hizo, ni siquiera lo intentó.
Solo se inclinó y rozó mi mejilla con sus labios, frío, educado, como si yo fuera una extraña.
Y ese detalle, tan pequeño y contundente, me atravesó más que cualquier otra cosa.
El resto de la ceremonia pasó entre aplausos vacíos, sonrisas falsas y felicitaciones que me sonaban huecas.
Yo no sonreí y él tampoco lo intentó y aunque nadie lo dijera, todos podían sentirlo.
No era una boda por amor, era una ceremonia construida sobre un trato, sobre heridas viejas y sobre dos personas que, aunque alguna vez se quisieron, ahora parecían demasiado rotas como para recordarlo.
Por la noche después de la fiesta, el coche se detuvo frente a la casa de Theo justo cuando la noche parecía más silenciosa que nunca.
A pesar del cansancio, aún llevaba puesto ese vestido enorme, inútil, que parecía arrastrar junto con él todo el peso del día.
Cuando descendí del auto, mis manos estaban frías y mi pecho tenso, no sabía qué esperar.
Una parte de mí imaginaba entrar a un lugar lleno de recuerdos de Isabella, fotografías, adornos… algo que me recordara que yo era, al final, un reemplazo temporal.
Pero cuando Theo abrió la puerta y me hizo una señal para entrar, lo primero que sentí fue desconcierto.
La casa estaba… sencilla, con colores neutros, espacios limpios y un orden que jamás había visto cuando la visitaba antes.
No había adornos chillones, ni floreros de cristal innecesarios, ni cojines de diseñador que solo Isabella sabía apreciar.
Era cálido, silencioso, y extrañamente… se sentía como un lugar donde yo podría vivir.
Caminé con pasos lentos, mirando todo con cuidado, Theo no decía nada, solo caminaba unos pasos detrás de mí, pude sentirle la tensión en los hombros, la misma que llevaba todo el día.
Hasta que finalmente habló.
—Puedes usar la habitación principal —dijo con un tono neutro, sin imponer, sin sonar incómodo, más bien… precavido— Ya está preparada para ti. — Me giré hacia él, sorprendida.
—¿Para mí? — Asintió apenas.
—Sí… pensé que sería lo más cómodo. — No sabía qué responder, así que solo asentí, aunque mi pecho comenzó a latir con fuerza.
Theo me señaló las escaleras y yo avancé sin decir más, subí con la sensación equivocada de que estaba a punto de descubrir algo que me descolocaría.
Y así fue... cuando abrí la puerta de la habitación principal, me quedé inmóvil.
Todo… absolutamente todo… estaba al gusto mío.
No había nada de Isabella, nada, ni los muebles, ni el color de las cortinas, ni las lámparas de metal dorado que había visto en esta casa una vez que nos reunimos y que ella había dejado en claro que amaba.
Todo había desaparecido, en su lugar, la habitación tenía tonos suaves, madera clara, luces cálidas, y una cama amplia con ropa de cama elegante pero sobria, exactamente como me gustaban las cosas.
Había un pequeño jarrón con flores azules —mis favoritas— y un sillón cómodo cerca de la ventana, justo como el que yo siempre quise tener.
Me llevé una mano a la boca sin poder creerlo, no era coincidencia, esto no era para nada improvisado.
«Theo había hecho esto para mí.»
—Si no te gusta, puedo cambiarlo —dijo detrás de mí, su voz baja, como si temiera haber cruzado un límite.
Me giré despacio, Theo estaba en el umbral, con las manos en los bolsillos y la mirada perdida en algún punto del piso.
No se acercó, no invadió mi espacio… solo estaba ahí, esperando una reacción.
—Theo… — me quedé sin palabras— ¿por qué hiciste todo esto? — Él tragó saliva, desviando ligeramente la mirada.
—No quería que te sintieras… reemplazando a nadie —dijo al final— Esta es tu casa a partir de ahora y mereces tener un lugar que se sienta tuyo, aunque sea temporal. — Temporal... la palabra me golpeó un poco, aunque fui yo quien la impuso.
Suspiré y recorrí la habitación con la mirada una vez más, ese detalle, ese gesto silencioso, era más significativo que cualquier cosa que hubiera pasado durante la ceremonia.
—Gracias —logré decir, en un tono bajo — realmente… gracias. — Theo levantó la vista y por un instante nuestros ojos se encontraron.
Había algo extraño ahí… no era frialdad, tampoco afecto, era un conflicto que yo no podía descifrar.
—Si necesitas algo… estaré en la habitación de al lado —dijo finalmente, dando un paso hacia atrás— Buenas noches, Adriana. — camino hacia la puerta
—Buenas noches… Theo. — y así sin más lo vi irse.
La puerta se cerró con cuidado y me quedé sola en aquella habitación que, inesperadamente, se sentía más mía que cualquier otro lugar en mucho tiempo.
Me senté en la orilla de la cama, sintiendo una mezcla extraña de alivio, nostalgia y una punzada suave en el pecho.
Tal vez no había amor en nuestra boda, pero también era cierto que, en esa habitación, rodeada de detalles hechos para mí, por primera vez desde que todo comenzó…
No me sentí un reemplazo.