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4998 Palabras
Maldita mentirosa, se dijo Amelia entrando de nuevo al bar donde, hasta hacía unos minutos, había estado con un par de amigas. Bueno, lo que ella llamaba amigas. Tess y Heather eran más bien conocidas, la una era su ex secretaria, y la otra la esposa de su jefe. Había pensado que eran mujeres más mundanas, pero poco habían soportado el alcohol, pues muy pronto tuvo que llamar a sus maridos para que las vinieran a buscar. Y era tan temprano todavía… Había venido aquí con el propósito de olvidarse un rato de todo, de tener conversaciones tontas, reírse, y pasarlo bien, pero había sido todo lo contrario. La absurda felicidad de estas mujeres casadas la lastimaba, y no había hecho más que recordarle, una vez más, lo sola que estaba. No siempre le pasaba, salía con mujeres casadas y felices todo el tiempo. Tal vez hoy estaba más sensible que nunca. Entró de nuevo al bar y encontró que la mesa donde había estado antes ahora la ocupaba otro grupo de chicas mucho más jóvenes que ella. Miró a un lado y a otro advirtiendo que no conocía a nadie aquí, pero, sin importarle mucho, siguió buscando una mesa donde sentarse y pedir otro par de tragos. Tal vez alguien la invitara a uno, y la noche mejorara… Maldita mentirosa, se repitió. Ahora sentía un nudo en la garganta. Cincuenta millones o la posibilidad de volver veinte años al pasado con tu memoria intacta, había sido la pregunta de la semana, del año, y se las había hecho a sus nuevas amigas. Ni Tess ni Heather habían querido volver veinte años atrás, fue lo que dijeron, y ella no estaba acostumbrada a verse vulnerable ante nadie, así que había mentido, y había dicho que también prefería los cincuenta millones que volver veinte años al pasado. Hacía veinte años, ella sólo tenía dieciséis, vivía aún en Paradise con sus padres, estaba en la escuela, tenía muchas amigas, estaba enamorada, y creía que, si eras buena, todo te saldría bien en la vida. Era una completa ingenua. ¿Qué elegirías?, le había preguntado la Tess de su sueño, un sueño que tuvo hacía pocos meses. Cincuenta millones de dólares, libres, todos para ti, para gastártelos como quieras, sin restricciones… o volver veinte años al pasado, con tu memoria y experiencias intactas… En el sueño, ella no había contestado, se había quedado paralizada sin saber qué decir. Se acercó a la barra y pidió un trago más bien suave, suspiró y miró hacia la pista de baile donde varias parejas se movían al compás de la música alocada. Ella sí que volvería veinte años. Había dicho que no, explicando que su vida era perfecta, pero era una total y absoluta mentira. Su vida era horrible, y a cada día se hacía más consciente de eso. Horrible, solitaria, llena de remordimientos, llena de miedos, de heridas y cicatrices. Y a cada año que pasaba era peor. Era más desconfiada, más prevenida contra la gente y los hombres. Sus amigos se hacían más escasos, porque entre más los conocía, menos los comprendía. Los hombres se habían vuelto un accesorio más, un mal necesario. La familia era un concepto allá subido en alguna nube imposible de alcanzar. Los ojos se le humedecieron al pensar en esto último. ¿Qué había tomado acaso? ¿Por qué estaba tan sensible hoy? Había muy pocas personas en este mundo que sabían su historia y con las que podía hablar de ello, y tenían un cuidado especial de no tocar el tema, porque sabían sin temor a dudas, que esa Amelia de hierro, al recordarlo, se volvería una nube de llanto y lágrimas. Pero hoy ella, sin necesidad de esos amigos, se estaba acordando solita, y otra vez estaba llorando. Se bebió su trago y pidió uno más fuerte. Volver a sus dieciséis sería perfecto, pensó. A sus dieciséis, estaba enamorada, sí, pero él aún no había reparado demasiado en ella. Su vida estaba intacta, su futuro era prometedor. Su error había sido darle su corazón al hombre equivocado, y lo había pagado tan caro… Una lágrima le rodó por la mejilla, y se la secó con ira. Oh, volver a los dieciséis y recuperar su vida, su confianza en sí misma, en los demás, recuperar su… Recuperar todo. —Yo volvería —dijo en voz alta recibiendo del barman su nuevo trago—. Volvería a mis dieciséis y le diría mil cosas, lo alejaría sin asco de mi vida. Lo… lo despreciaría sin remordimientos, y me iría tan campante. —Lo que tú digas, cariño —le sonrió el barman, y Amelia lo miró con ojos entrecerrados. —Y entonces, tal vez, volvería a confiar en los hombres. Y entonces, yo… estaría completa. ¡Completa! En todos los sentidos. —Vivan las mujeres completas —sonrió el barman, creyendo que ya estaba borracha. Pero Amelia no estaba ebria, y rechazó el ofrecimiento de otro trago, pagó los que se había tomado y se alejó del bar, volvió a salir a la calle y se preguntó qué tan prudente sería conducir. Nada prudente, se contestó, y llamó un taxi. Fue a la vuelta de unas vacaciones de verano, recordó mientras iba en el asiento trasero del taxi, con la frente pegada en el cristal y mirando las calles vacías al pasar. Estaba en la clase de gimnasia, con esas mallas horribles, pero que a ella se le veían bien, porque a sus dieciséis su cuerpo era casi perfecto, curvilíneo y proporcionado. Había hecho bien un salto, no recordaba cuál, y la habían aplaudido, y fue cuando notó la mirada de Damien, su hermoso y popular compañero de clases, fija en ella. Oh, Damien, Damien, suspiró cerrando sus ojos con fuerza. El amor de su vida. El horror de su vida. Pocos hombres pueden ser tantas cosas en la vida de una mujer. Damien lo había sido todo. Lo bueno, lo malo, lo terriblemente malo, lo traumático. Eso había sido él. Un cáncer, un dolor constante, su miedo y su alegría. Todo. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero en su caso, el tiempo, más bien, era otro enemigo. Siempre le había ido en contra, siempre su peor enemigo. El tiempo no había curado sus heridas, sólo las había acentuado. Pocos días después de esa clase, él empezó a hablarle, y era tan guapo que ella no se lo había podido creer. A sus dieciséis era tan ingenua y cándida que creyó que aquello era el destino, y aceptó salir con él, besarse con él, iniciar una relación con él. Ahora lo recordaba y se enojaba contra sí misma, pero, ¿de qué otra manera iba a ser? Ella en ese tiempo creía que todos eran buenos, y que los malos sólo necesitaban un empujoncito para ser buenos otra vez. Creía que la gente era incapaz de dañar a otros así como lo era ella. Era capaz de ver la bondad aun donde no existía. Tenía muchas amigas, muchos sueños, era excelente estudiante, obedecía en todo a sus padres, o en casi todo. Respetaba a los adultos y creía firmemente en que, si se portaba bien, todo en la vida le iría bien. Y por eso creyó que, con simplemente amar a Damien, ya todo sería perfecto. Él le había dicho que la amaba, así que… no había mucho en qué pensar. Había durado tan poco su felicidad, casi nadie alrededor le dijo que no lo hiciera, que tuviera cuidado, así que había seguido adelante. Sólo sus padres se habían opuesto rotundamente a que tuviera novio antes de la universidad, pero estaba tan acostumbrada a que desaprobaran siempre sus amistades que no les prestó atención, así que se veía con él a escondidas. A veces les echaba la culpa a ellos, porque si no se lo hubiesen prohibido, ella no se habría empeñado más. Si en vez, le hubiesen dado el consejo que necesitaba, ella no habría salido tan lastimada. Pero eran unos padres cristianos que creían que la mujer sólo debía irse de su casa virgen y hacia el altar del matrimonio, y las cosas habían empeorado cuando Penny, su hermana mayor, se había quedado embarazada de su novio antes de casarse con él. Oh, fue el escándalo más terrible de la vida, y a ella la encerraron semanas, y le vigilaron más de cerca las amistades. A su hermana la obligaron a casarse para tapar todo el escándalo, no le hablaban, y el ambiente era tan hostil… —No puedo acostarme contigo sin antes haberme casado —le dijo ella a Damien cuando él le propuso tener al fin su primera vez. —¿Por qué no? —se horrorizó él, y Amelia hizo una mueca. —Porque… mis padres no estarán de acuerdo. —¿Y acaso se van a enterar tus padres? ¿Tú les vas a contar? —¡Claro que no! Pero… de todos modos yo creo que está mal. Y me da miedo… que las cosas salgan mal, ya sabes, por desobedecer. —Entonces… ¿te casarías conmigo? —le preguntó Damien, y Amelia lo miró con ojos como platos. ¡Aquello era… una propuesta de matrimonio! Pero ya no sonreía cuando lo recordaba. Se bajó del taxi y caminó sin ánimo hacia el ascensor de su edificio. El conserje la saludó, pero ella ni lo miró. Tenía su mente y su alma en el pasado ahora mismo. Se estaba autoflagelando, castigando. Sus recriminaciones jamás terminarían, porque, sí, se casaron, pero a escondidas. Su madre nunca supo que su hija menor se había casado a escondidas con un incrédulo, que se había acostado con él. Que se había embarazado… y que había perdido ese bebé. Al llegar a ese punto, el dolor en su alma era tan agudo que ya no podía ver. Salió del ascensor con los tacones en las manos y caminó dando tumbos hasta su puerta, introdujo la llave y una vez dentro, se recostó en la puerta y golpeó con la cabeza la lámina de madera. —Idiota —se decía—. Idiota, idiota, idiota. Mejor que su madre nunca se hubiese enterado, mejor, pensó. Ella no habría podido soportar otro golpe como ese, ya había sufrido bastante con Penny, aunque al final de su vida se reconcilió con su hija, y con su yerno, y ellos volvieron a casa en las navidades, y las demás festividades. No había sido para tanto, una madre siempre perdona, y ella había actuado impulsada por el miedo que había sentido al ver la reacción de sus padres ante lo que había hecho Penny, y eso sólo la había llevado a su propia ruina. Se habían casado, sí, pero nunca vivieron juntos. El matrimonio sólo era su manera de calmar su conciencia cristiana de que lo que estaba haciendo no era pecado. El matrimonio santificaba el sexo, lo hacía legal, lo hacía aceptable a los ojos de Dios. No estaba desobedeciendo, estaba dentro de los parámetros de lo legal y lo correcto. Y entonces, ¿por qué todo había salido tan mal? Los primeros meses fueron tan hermosos. Ya eran mayores de edad, y sus testigos fueron un amigo de él, y Beverly, su mejor amiga en aquel tiempo. Nadie más lo supo, excepto luego, los hermanos de Damien y el abogado que los divorció. Se habían puesto de acuerdo para ir a la misma universidad, la estatal de Sacramento, así sería menos difícil llevar una relación, pero como sus padres le exigían volver a casa cada fin de semana, ella tenía que mentirles para poder estar con él, decirles que tenía mucho trabajo, mucho estudio, que lo lamentaba, pero no podía ir. Funcionó muy bien al principio, recordaba ahora; cuando todo lo que se necesitaba era sexo. Siempre había ganas, siempre había algo nuevo por probar. Siempre había un nuevo sitio, una nueva aventura. Se iba con él a su habitación, o pasaban ese tiempo en pequeños hoteles de Sacramento. Cuando tenían que separarse, los días eran horribles, pero la vida real los reclamaba, y a pesar de estar muy enamorada, Amelia no permitió que su relación se interpusiera en sus planes de ser una profesional, así que en época de exámenes poco se veían, y empezaban los reclamos de él. Así pasó el primer año, pero las cosas empezaron a cambiar, aunque muy sutilmente. A cada nuevo semestre la exigencia iba aumentando, pero al parecer Damien no comprendía esto, y como ella no cedía, y le recordaba el compromiso que habían hecho de graduarse juntos, entonces él se enfadaba. En aquella época no existían las r************* tal como ahora para poder hablar con él a cualquier hora. Y si él desaparecía, y le decía luego que había estado con amigos, o estudiando, o en un viaje de la carrera, ella no podía más que creerle, porque no tenía cómo comprobar lo contrario. Pero desconfiar se volvió su hábito cuando una chica le dio un beso aun delante de ella, y cuando le pidió que se explicara, él se había enfadado diciéndole que no tenía control sobre lo que hacían los demás. —Te estás volviendo celosa —le decía él—. Y no me gustan las mujeres celosas. —Pero es que te desapareces, y no me dices dónde estás. —Si tanto quieres tenerme a tu lado, ¿por qué no te vienes a vivir conmigo? —¡Tengo que terminar la carrera! —le decía—. Mis padres son los que me la están pagando. Si les digo que me casé contigo, dejarán de darme su apoyo y tú… ahora mismo vives de tus padres, ¿vas a mantenerme? ¿Puedes hacerlo? —Yo podría, si sólo viera un poco de interés en ti. —¡Pongo todo mi interés! Acordamos que terminaríamos la carrera y luego sí… haríamos una ceremonia delante de todos y nos iríamos a vivir juntos. —Entonces, no puedes criticarme si salgo con mis amigos. No me siento casado y es por tu culpa, así que te aguantas. Las discusiones se volvieron peores. Cuando descubrió por primera vez una de sus infidelidades lloró tanto. Pero cuando él, llorando también, le pidió perdón y le juró que no lo volvería a hacer, le creyó, y le perdonó. Damien nunca lloraba, y si lo hacía era porque le dolía en verdad el corazón. Desde entonces, salió más con él. —¿Por qué no te vistes diferente? —le decía—. Tus vestidos son tan… cubiertos. Y ella empezó a usar escotes, mini faldas, a maquillarse. A escondidas de sus padres, claro. —¿Por qué no bebes? Las mujeres normales beben. Bebe conmigo. Y ella bebía, claro. Porque él se lo pedía. —Eso es lo que no me gusta de ti. No te gusta salir a bailar, no te gusta tomar, no te gusta nada de lo que me gusta a mí. Prefieres pasar el domingo en tu casa que divirtiéndote, prefieres un libro a una disco; luego no te quejes porque me busqué a otra para divertirme. Ahora lo recordaba y no podía más que enfadarse. Un hombre de verdad habría valorado que ella fuera más bien hogareña, que disfrutara más de la lectura que de los bailes y el licor. Habría encontrado en ese tipo de niña que fue un tesoro, alguien a quien valorar, algo muy escaso entre las jóvenes de su edad. —Quiero hacerlo esta noche —le dijo una vez, borracho, y ella lo dejó entrar a su habitación sólo para que no hiciera un escándalo en el pasillo. —Estás ebrio, Damien. ¿Dónde estabas? —Te amo, Amelia —le dijo buscando su boca para besarla—. Eres la mujer de mi vida. Eres todo para mí. —¿Has venido… sólo a tener sexo? —Y a decirte lo mucho que te amo. Te necesito —la abrazó, y el vaho de licor que salía de su boca le hizo rechazarlo. —No puedes venir aquí y simplemente pretender que me suba la falda por ti. —Ah, ¿tienes falda? Mi cristianita —se burló—. ¿Todavía vas a la iglesia con tus padres los fines de semana? ¿Le estás dando tu juventud a Jesús? —Damien, sabes que no me gusta que te burles de… —Tú no eres ninguna hija de Dios —le espetó—. Eres mentirosa, engañas a tus padres. —Lo hago por ti. —¿Y eso te justifica? Qué hipócrita eres. La mujer más hipócrita sobre la tierra eres tú —Amelia lo miró sorprendida, muy sorprendida de él y de sí misma. Él tenía tanta razón. Era una hipócrita. Los ojos se le habían humedecido, y esa noche lo echó de su habitación. —Si me voy con otra, no me vas a poder reprochar después —le advirtió Damien—. Tú misma me estás negando lo que por derecho me pertenece. Eres MI esposa, así que tu coño es mío. —Lárgate, Damien. No quiero verte. —¡Tu coño es mío! —gritó él. Efectivamente, luego descubrió que estaba saliendo con otra. Cuando se lo reprochó, y discutieron, y ella lloró, él le dio una salida: divorciarse, o contarle al mundo que estaban casados. —¡No puedo contarle a mis padres! —exclamó ella. Ya casi se iba a graduar, ¡ya le faltaba tan poco! —Un año más. Sólo un año más. —¡Entonces no te quejes! ¡Soy un hombre! ¡Tengo necesidades! —Pero, ¿quién es el que te gobierna? ¡Tu mente o tu polla! —¡La polla me gobierna y qué! —gritó él. —No me hagas esto, Damien. Me haces daño. Se supone que nos casamos para ser felices, pero me haces daño. Me lastimas con tus palabras, con tu infidelidad. —Cuando vivamos juntos, todo va a cambiar. —Pero ya tú has cambiado. Ya… ni siquiera me dices las cosas bonitas que solías decirme antes. ¿Ya no me amas, Damien? —Sí te amo —contestó él de inmediato—. Dios, sí, te amo. Me muero sin ti, Amelia. Soy tan miserable sin ti. —Entonces, espera. Por favor… espera… Y tan sólo unas semanas después de eso, ocurrió lo peor. Alguien, un anónimo, le había enviado una fotografía de Damien besando a otra mujer, así que en cuanto pudo fue a buscarlo. Él vivía en un edificio de apartamentos cerca de la facultad, y aun en medio de la lluvia, Amelia cruzó las calles para enfrentarlo. Discutieron horriblemente, se dijeron cosas que ya ni siquiera recordaba, pero que lastimaban. Damien se sabía tantas palabras para denigrar a una mujer, que, de alguna manera, siempre conseguía hacerla sentir tan inferior, tan culpable de todo. —No me busques más —lloró ella—. Nunca me vuelvas a llamar. ¡Te odio! —le gritó, y sin añadir nada más, salió del edificio. Cuando estuvo afuera, no tuvo ánimo para abrir de nuevo su paraguas y simplemente lloró empapándose en sus lágrimas y la fuerte lluvia. Alguien la tomó del brazo y ella se giró. Era Damien. —No puedes odiarme. Por más que lo intentes, no puedes odiarme. Eres mía. —No, Damien. No te pertenezco —ella forcejeó para liberarse de su mano, pero él era muy fuerte—. ¡Suéltame, me haces daño! —¡Te aguantas! —gritó él—. Soy tu marido, ¡te aguantas! —¡Me voy a divorciar! —¡Tú no vas a hacer nada! —exclamó él a voz en cuello, y la soltó tan bruscamente que Amelia resbaló y cayó al suelo. Se había dado fuertemente en el trasero, y miró arriba a través de las gotas de lluvia notando que, si bien él estaba un poco sorprendido por su caída, no la estaba ayudando a ponerse en pie. Y Amelia tardó unos minutos en recuperarse, se movió hasta ponerse en cuatro y al fin se levantó. Lo único que vio de Damien fue su espalda internándose de nuevo en el edificio, y ella allí, de rodillas en el andén, bajo la lluvia, sola y adolorida. Al llegar a casa notó una pequeña mancha en su ropa interior, pero no le prestó atención. En los días siguientes tuvo fiebre, y se lo achacó a la lluvia; se había resfriado, tal vez. Pero a las semanas, las cosas empeoraron. Manchaba, tenía fiebre, se sentía débil… De repente, en clase, había empezado a sangrar, y se desmayó. Sus compañeros la llevaron a la enfermería, pero los cuidados allí no fueron suficientes, de modo que la trasladaron en una ambulancia a un hospital, y allí, sola, había recibido la noticia de que había estado embarazada, y que había perdido el bebé hacía varios días. Si se hubiese dado cuenta al momento, habrían podido ayudarla, pero desarrolló una severa infección que le podía estar costando hasta la vida. Le aconsejaron que llamara a un familiar, pero ella no se atrevió. Solo imaginarse la cara de sus padres, su reacción, le hizo rechazar la sugerencia. Llamó a Damien, una y mil veces, pero él nunca contestó. Llamó entonces a Catherine, explicándole la situación. Confiaba en ella, no le contaría a nadie. Pero ella tampoco había podido localizar a Damien, según lo que le había dicho luego, y cuando su hermano mayor, Zachary, le preguntó qué estaba ocurriendo, le había tenido que contar. Fue Zack quien estuvo con ella en el hospital, quien la acompañó cuando recibió la noticia de que su situación era crítica, que intentarían salvarle el útero, pero que no le podían dar esperanzas. Y habrían sido vanas, porque entonces Amelia había perdido toda capacidad de tener hijos. Y lloró, lloró, lloró… Fueron días horribles. Zack la acompañaba todo el tiempo que podía, pero él también tenía clases, tenía una vida, así que la mayor parte del tiempo estaba sola, con sondas, tubos, agujas, etc. Aún ahora recordaba aquellos días y su piel se erizaba. El olor de los hospitales le recordaba aquella terrible época, y siempre que entraba a uno resultaba llorando como una niña llena de miedo y terror. A pesar de la amabilidad de todo el personal, a pesar de las palabras tranquilizadoras de Zack, de Catherine… esa había sido la peor época de su vida, donde la noche no había podido estar más negra, el fondo mismo de su pozo de desesperación. Cuando Damien se enteró, también lloró. Lloraba su bebé, lloraba por ella. Cuando al fin fue a verla, se culpó, pidió perdón, la abrazó con ternura y secó sus lágrimas. Pero tan sólo unos meses después, le pidió el divorcio. Luego supo que él había embarazado a otra mujer. Tuvo su primer hijo, y parecía hallar placer en mostrarlo, en restregárselo a ella ante las narices. A sus padres, ella le dijo que había sido una infección cualquiera y que ya estaba bien. Los controles que había tenido que hacerse durante años los camuflaba con otro tipo de cosas. Al terminar la universidad, Amelia no sólo se convirtió en una mujer estéril, sino divorciada, y un tanto amargada. Un tanto no. Muy amargada. Damien había abandonado a la madre de su hijo y le pidió volver con ella, pero Amelia estaba tan resentida, tan dolida con él, que nunca le contestó, y él fue a verla donde estaba, tratando de conquistarla de nuevo, siendo lindo otra vez. —Ya tengo un hijo —le dijo—. No me importa si tú no me puedes dar otro. Ya no dependes de tus padres, podemos casarnos otra vez, podemos llevar una relación normal. Eso fue lo que nos hizo daño, Amelia, el haber tenido que esconder todo. Eso fue lo malo. —No —le contestó ella—. Lo malo fuiste tú, tus mentiras, tu infidelidad. —¿Eso quiere decir que no volverás conmigo? —Ni muerta. —Entonces, muérete. No eres más que una estúpida miedosa. No eres nada, no eres nadie, ni siquiera eres tan bonita… —Perdóname, lo dije en el calor del momento, lo dije porque soy estúpido, perdóname —le decía siempre después—. Ven, mira, te doy lo que quieras, estoy ganando bien, vuelve conmigo. No sé vivir sin ti, Amelia. Ven a verme, por favor… —Ni que el sexo contigo fuera tan genial —decía entonces cuando ella lo rechazaba y le recordaba el infierno que habían vivido—. Hay muchas otras mujeres que lo hacen mucho mejor que tú, ¿sabes? Soy un hombre, gano dinero, puedo tener a la mujer que se me dé mi puta gana. ¿Por qué me iba a conformar con una como tú? Nunca llenaste mis expectativas… —No, Dios, no… Olvida eso. Estaba ebrio. No sé ni lo que digo. No sé por qué siempre digo lo que menos pienso. Me duele verte llorar, me duele saber que sufres. Amelia, vuelve conmigo. No me dejes así. Dios, esto duele tanto… ¿Relaciones tóxicas?, se reía ahora Amelia. La frase se había vuelto bastante famosa últimamente, los jóvenes de hoy en día la usaban para todo… y la gran mayoría no sabía lo que en verdad era. Ella había estado en una. Le perdonó su infidelidad más veces de las que quería admitir. Se rebajó tantas veces pidiéndole su lealtad, su amor en exclusiva. Le creyó todas las malditas veces que dijo que iba a cambiar. Aceptó siempre la culpa, aceptó su insuficiencia, aceptó sus fallas en espera de que él aceptara las suyas y se equilibrara al fin la balanza. Pero eso nunca pasó, y Damien se fue volviendo cada vez más extraño para ella, hasta terminar convirtiéndose en un total monstruo, desconocido en todos los aspectos. Había tenido dos hijos más, con dos mujeres diferentes. Inició negocios que nunca dieron fruto. Era una carga para sus padres, ebrio, problemático. —Es tu culpa —le decía siempre que tenía oportunidad—. Tú me hiciste así. Tú acabaste conmigo. Mataste a nuestro bebé, y me mataste a mí. Nadie nunca podría describir con precisión lo que Amelia sentía cada vez que lo veía, cada vez que lo escuchaba. Su solo nombre dolía, Sacramento y su universidad llegaron a convertirse en lugares que no soportaba ni ver, porque por mucho tiempo fue débil, y a pesar de las mentiras y los engaños Amelia anhelaba tanto el amor que volvía a caer en la trampa. De modo que al fin tuvo que huir, y en cuanto se graduó, se disculpó con sus padres y se fue a vivir a San Francisco. Él insistía en llamarla, estuviera ebrio o sobrio, para decirle lo mucho que la amaba, o la odiaba, de modo que lo bloqueó de todas sus redes, de su teléfono, de su vida. Bloqueó también a Catherine, porque inevitablemente a través de ella se enteraba de qué hacía o en qué andaba. Eludía las llamadas de Howard y Denise, sus ex suegros, que no supieron hasta dónde había llegado su relación, pero que intuían que había sido importante. Habrían sido los suegros perfectos, y Catherine la cuñada perfecta, porque la querían y eso se les notaba, pero Damien era tan, tan inapropiado, tan lejos de lo que cualquier mujer merecía y quería. Se preguntaba si esas acusaciones de que ella había arruinado su vida eran verdad. ¿Qué habría sido de él si no hubiesen cometido la locura de casarse? Tal vez él la quiso en un momento, en un pequeño momento, pero no había podido asumir la relación tal y como ésta había venido. Los dos habían sido demasiado jóvenes y no habían sabido afrontar las dificultades, y él no había podido seguir adelante. Ella tampoco, la verdad. Oh, en lo profesional, había tocado la cima del éxito. Viajaba por el mundo, tenía dinero, un auto, un apartamento, toda la ropa que quisiera, todo lo que cualquier mujer ambiciosa pudiera soñar… Pero estaba rota, destruida, acabada en todo lo que con los sentimientos y las relaciones tuviera que ver. Todas las relaciones que intentó tener luego acabaron mal, porque ella era celosa. ¿Y cómo le iba a creer a los hombres, si aun cuando lloraban jurando que te amaban, se acostaban con otras? Los vigilaba, sí, revisaba sus teléfonos y sus conversaciones. Armaba siempre una red de espionaje con otras amigas para hallarle las faltas, y siempre, siempre, las tenían. Todos los hombres fallaban, todos eran infieles, todos eran unos malditos. ¡Y pensar así le dolía tanto!, porque sabía que era mentira, que sí había hombres fieles, tal como su propio padre, que no se había vuelto a casar a pesar de que había enviudado hacía mucho; tal como el mismo Howard con su querida Denise, tal como Richard, el esposo de su hermana Penny y padre de Andrew, su sobrino de dieciocho años. Los hombres sí se enamoraban y eran capaces de ser fieles, pero no a ella. Ella carecía de ese algo que esas afortunadas mujeres tenían, y a ella no le eran fieles, con ella no se quedaban los buenos. A ella llegaban los advenedizos, los que también estaban echados a perder, así que, con el tiempo, los había aceptado para lo que querían, para pasar el rato. Y cuando alguno confesaba estarse enamorando, ella sólo se reía y terminaba la relación al instante. No, nunca pasaría otra vez por algo similar. Nunca otra vez bajaría sus defensas, y todo había empezado en una estúpida clase de gimnasia a sus dieciséis, cuando Damien Galecki puso sus ojos en ella, cuando ella le dijo que sí, y lo besó. Un instante puede costarte todo tu futuro, una palabra puede echar a perder toda tu vida, un segundo puede ser la diferencia entre el cielo y el infierno. Oh, cuánto, cuánto se arrepentía.
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