Somos palabras silentes,
toques sin censura.
Eres real y fantasía.
El lobo malvado
convertido en dulzura,
y yo la presa
transformada en tu condena.
Lidia llegó el lunes en la mañana al bufete, tan temprano que fue la segunda en entrar. La recepcionista apenas acomodaba sus pertenencias en el escritorio.
—Licenciada, buen día —le dijo la recepcionista apenas la vio—.Ya le tengo lo que me pidió.
—Buen día, Lupita. Gracias. Me lo llevas, ¿por favor?
Caminó directo a su oficina y se acomodó en la oscuridad de su lugar, le gustaba mantener las cortinas corridas, para avanzar con un par de casos sencillos que aceptó para llenar el espacio.
Diez minutos después, la recepcionista le entregó una carpeta y salió.
Con tan solo leer las primeras dos hojas, comprobó que Carlos tenía razón: el abogado de la familia Alcalá se caracterizaba por ser un corrupto, pero todos sus años de trabajo avalaban que sus cuestionables técnicas servían para salir ganador.
Era necesario gastar una de sus cartas. Convencida levantó la bocina de su teléfono y llamó.
—Lupita, comunícame con el licenciado Patricio Ledesma, por favor.
Pasado un rato que para ella pareció largo, fue transferida.
La voz hostil y ronca que no se hizo esperar la hizo saber que se trataba de Patricio.
—Mi secretaria dice que es usted Lidia Castelo, ¿estoy en lo correcto?
—Así es. Quiero hablar con usted, pero en persona —quiso pactar un encuentro.
—¿Motivo? —cuestionó como si no sintiera interés en la conversación.
—Mi cliente es Ámbar Montero y el motivo es el de buscar un acuerdo.
Patricio resopló acompañado de una leve risa que ella pudo escuchar.
—Sé que es su cliente. Lo siento, pero ya discutimos esa parte con la familia y fueron muy firmes con su decisión. No van a ceder a ningún acuerdo, la quieren presa. Mejor ni gaste su tiempo.
Era hora de insinuar un trato bajo el agua de abogado a abogado.
—Debe haber una manera de arreglarnos —usó una voz cálida para hacerlo comprender—. Mi cliente está enferma y es mejor que pase sus días al cuidado de gente que tenga conocimientos médicos.
—¡No la hay! —fue tajante—. Y le voy a pedir que no vuelva a llamar si es para tratar este tema. Mejor busque convencer al jurado y al juez, aunque dudo que lo logre. —Río de nuevo, esta vez más alto y en tono burlón—. Tenga un buen día.
El abogado le colgó, robándole la oportunidad de debatir.
Gracias a la frustración, azotó el teléfono sobre su base y se inclinó sobre el escritorio, con las manos puestas en la frente para poder pensar mejor.
Las oportunidades, el tiempo y la enfermedad jugaban en su contra y todo eso logró ponerla ansiosa.
Fue el sutil chirrido del metal lo que la hizo levantar un poco la cara, tan leve que nadie lo hubiera notado, pero su vista se amplió.
Su corazón comenzó a latir más rápido por las sospechas y se concentró en la silla que tenía enfrente: de tela negra y destinada a todo aquel visitante. Por un segundo creyó que el chillido venía de parte de los compañeros que se incorporaban, pero fue un nuevo movimiento que echó hacia atrás la silla lo que bastó para que ella se levantara de un tirón.
—¡Con un carajo, ya entendí! —gritó como diciéndoselo a alguien y señaló hacia la silla—. ¿Qué quieres de mí? ¡Deja de hacerme esto, ya!
Una compañera que pasaba por allí se asomó a su oficina.
«Tengo que empezar a cerrar la puerta», se recordó Lidia incómoda al quedar en evidencia.
—¿Todo bien? —le preguntó su colega.
—Sí —confirmó moviendo la cabeza—, todo bien.
La compañera siguió su rumbo, y ella volvió a sentarse para centrar su atención en ideas verosímiles sobre los extraños sucesos que le ocurrían. En este en específico, pensó que tal vez fue un ligero sismo lo que la movió, o una pata chueca…
Carlos entró a verla a los dos minutos, interrumpiéndola.
—¿Estás bien? Te ves pálida.
Lidia deseó poder irse a su casa, le gustaba más su oficina privada.
—Estoy bien. Pasa, siéntate. —Dejaría para la noche la tarea de encontrarle explicaciones a lo que la alteraba.
—Voy a ir a una audiencia de divorcio, ¿me acompañas? —Jugueteó con un adorno de cristal del escritorio. Parecía sentir más confianza que antes—. Me serviría si ve a dos abogados en lugar de uno.
—¿Un divorcio? —se mofó.
Él era abogado criminalista y le dio gracia que a veces aceptaba trabajos como esos.
—Las peleas son de lo mejor.
—Eres un morboso. —Aunque no le gustara reconocerlo, su compañía la reconfortaba—. Me gustaría ir, pero te quedo mal. Voy a salir. —Vio que él la observó dubitativo—. No me veas así.
—¿Qué nueva locura vas a hacer? —Se inclinó para cuestionarla y tener su atención.
—Está bien —se rindió rápido porque mentirle no serviría de nada—. Iré de nuevo a ver a la del tarot.
—¿Cuándo? —Esta vez pareció serio.
—Si tienen espacio, hoy.
—Te acompaño. —Se levantó decidido y se dispuso a irse—. Y no es una pregunta.
—Pero tienes trabajo.
—Solo dame dos horas, ¿te parece? Esas calles son peligrosas. ¿Sabes cuántos asaltos pasan por allá? ¡No, no, de ninguna manera vas sola!
—Está bien. Pero a la primera que te burles, te corro.—Lo apuntó severa porque lo último que quería era su desacreditación.
—Sin burlas, lo prometo. —Caminó hasta la puerta y allí se detuvo, mirándola preocupado—. No te vayas sin mí, ¿sí?
Lidia asintió y eso le recordó sus tiempos de adolescente en los que su abuelo no la dejaba salir sin vigilancia, pero también comprendió a Carlos y su miedo constante de ser asaltado. Una protección extra no venía mal, así que consideró su presencia como útil.
Las dos horas pasaron volando en medio de lecturas de documentos, apuntes y acaloradas llamadas. Cuando de trabajo se trataba, no le importaba malcomer o desvelarse.
Se mantenía distraída con unas firmas cuando Carlos regresó a su oficina con las llaves del coche en la mano. Parecía agitado.
—¿Pudiste agendar tu cita? —le preguntó después de respirar profundo.
—No. —Lidia se levantó de su asiento, se acomodó el saco del traje, sacó la bolsa del perchero y se acercó a su colega—. Pero voy a hacerle una oferta que no podrá rechazar.
—Vamos allá, Lidia Corleone.
Él le cedió el paso, bajaron al estacionamiento, y ya dentro del automóvil se inició la conversación porque el transcurso sería de más de media hora.
—¿Cuándo podrás ver a tu loquita? —dijo Carlos solo para no mantenerse en silencio.
A Lidia se le revolvió el estómago al recordar que la última vez que la vio no se pudo despedir bien.
—En seis días —respondió con pesar—. El médico pidió diez días de descanso. ¡Ah! —Suspiró, buscando convencerse—. Supongo que fue lo mejor.
Carlos la observó de reojo mientras conducía.
—Tómalo como un descanso también para ti —comentó con una expresión tan relajada y desconocida para ella.
Fue allí que Lidia supo que era el momento ideal para sacar a flote el tema que tenían pendiente y lo aprovechó, saliendo así del interrogatorio sobre Ámbar. El nuevo comportamiento de Carlos la desconcertaba porque se mostraba alegre y suelto a la hora de hablarle. Quería indagar para saber sus motivos de dejarse mostrarse así.
De inmediato dio inicio, viéndolo a la cara que permanecía atenta a la calle.
—Sé que no hemos podido hablar sobre lo que pasó en tu casa la semana pasada, pero quiero pedirte una disculpa por mi comportamiento inapropiado. No volverá a ocurrir —afirmó, aunque, por dentro, un inesperado pinchazo en el pecho la atacó.
—¿Y qué pasó?
Con solo una pregunta se terminaron las dudas sobre lo sucedido y los dos sonrieron cual cómplices.
Lo siguiente que conversaron fueron chismes de trabajo y uno que otro dato innecesario sobre los colegas.
Apenas se estacionaron frente al local, Lidia se bajó. Carlos la secundó luego de ponerle toda la seguridad posible a su coche.
Entraron juntos y esta vez fue Mara quien atendió porque la joven pelirroja limpiaba las vitrinas. A pesar de que llevaba ropa casual, Lidia la reconoció.
—Hoy no hay lecturas… —les dijo cuando se acercaron al mostrador, pero la manera en que la abogada la observó la hizo cambiar de opinión. Sus “trabajitos” en ocasiones incluían elementos ilegales que podían llevarla presa si se buscaba problemas—. Pero haré una excepción porque ya sabía que regresaría.
—¿Ah, sí? —se alegró Lidia y apretó el brazo de Carlos. Fue demasiado sencillo convencerla.
Mara movió enseguida la puerta del mostrador para pasarlos a su espacio de lecturas. Al final entró ella, prendió unas velas y un incienso de salvia blanca y se sentó en su lugar. Delante tenía a los dos abogados expectantes.
—¿Quiere saber más de su joven amigo? —cuestionó barajeando.
—No. Necesito saber de…—La mano decidida de Mara la interrumpió y giró a verla directo. En los ojos de la mujer reconoció el verdadero miedo.
—¡Ni siquiera lo diga!—dijo apretando los labios—. ¡La respuesta es ¡no!
—Puedo pagar muy bien ese servicio. —Su cartera iba preparada para cobros extras. En el caso de Ámbar no pensaba escatimar.
En un instante, Mara pareció otra persona porque sus leves arrugas se marcaron más, su mirada parecían ser otra y su boca se curvó hacia abajo cuando supo el motivo real de la visita.
—Puede pagar al quíntuple y mi respuesta será la misma —le advirtió, dejó las cartas sobre la mesa y se levantó para prender una vela más.
—Pero…
—¡Usted no está pensando bien! ¿Sé da cuenta de lo que quiere? —la cuestionó sonando impactada y dándoles la espalda—. Contactar con un nacido del mal es algo muy peligroso. Muchos han muerto en el intento. Además —resopló—, no tengo los conocimientos. Esas son artes antiguas que solo pocos manejaron y casi todos ya fallecieron.
—Es que no lo entiendo —rebatió Lidia y se puso frente a Mara para confrontarla—. Fue él quien me dio la pista para venir con usted. ¿Por qué?
—No sé. Ya les voy a pedir que se retiren.
Se disponía a acompañarlos a la entrada, pero la abogada se interpuso. No estaba dispuesta a tener un segundo rechazo en un solo día.
—¡No! Debe saber cómo tener contacto con…
De pronto, a Mara le llegó una idea y decidió darles lo que deseaban para librarse de la insistencia de Lidia.
—Conozco a un chamán, él se dedica a la… magia negra —lo último lo pronunció casi en un susurro—. Le aviso que vive en Catemaco, Veracruz. Tiene años que no lo visito y no sé si siga vivo, pero debe saber que sus prácticas son muy… criticadas. —Movió la cabeza de lado a lado—. Es el único que se me viene a la mente. —Decidida, fue veloz hasta la entrada de su local y regresó luego de un minuto con un cartoncito que le entregó a la abogada—. Dele esta tarjeta firmada, solo así la recibirá. Ahí viene la dirección.
Después de eso procedieron a despedirse.
Carlos no dijo ni una sola palabra durante todo el encuentro y solo siguió a su compañera.
—Le agradezco su ayuda —dijo Lidia.
Mara la encaró antes de que se adelantara a salir de la tienda.
—Un consejo, señora: tenga cuidado, el pago siempre será caro.