Lectura Inusual

1970 Palabras
¡Tú!, despojo sin gota de humanidad, la vida se te escapa y aún sigues sin hablar. Por eso ahora dame tu mano y vamos a danzar, en esta velada oculta no te he de preguntar.  Ámbar dormía una siesta. Lidia cabeceaba sobre la silla, cuando de pronto una mano tocó su hombro, haciéndola dar un brinquito que por poco la hace caer. —Señora, le tengo que pedir que pase a la sala de espera porque le toca un último análisis a la paciente y la vamos a dar de alta por la tarde —le dijo el médico que pasó a revisarla. Por dentro sintió un poco de alivio porque ir a su departamento se volvía urgente. Quería darse una ducha, quitarse esa ropa sucia y comer bien. —Está bien —aceptó sin decirle más. Le hubiera gustado despedirse mejor, pero al ver a la joven tan dormida solo le apretó la mano y salió de la habitación. Se sentía tan agotada que sus ojos se cerraban en contra de su voluntad. Cuando llegó a su coche se puso un poco de agua de la botella que siempre llevaba. Necesitaba poder mantenerse despierta en el trayecto. Era ahí donde la soledad le jugaba en contra al no tener un compañero de vida que pudiera darle apoyo en momentos así. Llegó a su departamento, dando pasos torpes, se quitó la ropa, ni siquiera prendió el calentador y se metió a bañar. Sin duda el sentir el agua recorriéndola, despojándola de la suciedad y el mal sabor de las horas anteriores, fue tan placentero que se mantuvo así por más tiempo del que acostumbraba. Allí, en la soledad y el silencio, pensó en el caso de Ámbar, en lo complicado que sería poder liberarla, en lo podrido que el sistema estaba porque seguro la familia del difunto compraría hasta al juez asignado… Sus pensamientos la tenían distraída, con un montón de enlaces que se formaban aunque sabía que los nudos eran más complicados de lo normal. De pronto, el foco del baño falló, dejándola a oscuras porque la luz natural de su ventana era escasa. Molesta jaló una toalla, se envolvió veloz en ella y dio dos pasos hacia la puerta. Avanzó despacio porque no quería caerse. El enfado apareció y, en la mente, le reclamaba al encargado del mantenimiento, cuando ¡una sensación la llevó a frenarse de golpe! Reconoció enseguida el escalofrío que la recorrió, erizándole la piel de los brazos y los hombros. Esa sensación no podía ser otra que la que da cuando presientes que tienes a alguien detrás de ti. Temió que se tratara de un ladrón o un loco que buscaba hacerle daño, y que tal vez contaba con un cómplice que fue quien cortó la energía. Usando todo su control se mantuvo quieta. El silencio ayudó a que pudiera escuchare el violento latido de su corazón. Sabía bien que no estaba armada, su pistola se hallaba en el buró de su recámara, muy lejos de sus manos. Así que, con gran valor, se giró hacia atrás; lento porque su cuerpo así se lo permitió. Y cuando fue capaz de ver, ¡descubrió que estaba sola! Al comprobar que el peligro no acechaba, fue capaz de respirar mejor. Sin más, se apresuró a ir a su habitación para vestirse. Esta vez eligió un conjunto de falda y blusa casual color púrpura. Ni los fines de semana se permitía estar en pijama o ropa deportiva. Después de maquillarse se dedicó a meter la ropa que se quitó al cesto, y entre las telas encontró la tarjeta que recogió en el hospital. Contempló por más de un minuto el cartoncillo y, como si obtuviera un permiso para hacer disparates, decidió que tomar una siesta podía esperar un poco más. Apenas comió un panecillo con mermelada y un vaso de leche y se dispuso a ir a la dirección que venía escrita en la tarjeta. La delegación donde se ubicaba el lugar se caracterizaba por tener mala fama, por lo que abordó un taxi para no llamar la atención de ningún atracador. Al llegar, comprobó que la fachada era justo como la imaginó: de colores llamativos y con amplias vitrinas que contenían distintos productos esotéricos: desde simples velas hasta botellas con líquidos que prometían dinero o el amor de una persona. Lidia creía que todo eso era simple charlatanería, pero decidió entrar. —Buen día, ¿en qué podemos ayudarla? —la atendió enseguida una jovencita de cabello rojo, tenues pecas y ojos claros. En cuanto Lidia la vio, imaginó que así podría verse una hija de Ámbar y Alan, si la hubieran podido tener. La joven fue tan amable que eso le ayudó a que no saliera huyendo. —Busco a la señora Mara —preguntó inspeccionando unos cuarzos del mostrador. —¿A qué hora es su cita? —No tengo cita. La muchacha dejó la agenda que ojeaba y la observó confundida. —¿Pero sí viene por lectura? —Sí —le confirmó segura. —Disculpe, pero ya no tenemos espacio para hoy. Todas las sesiones son con previa cita. —Dile a la señora Mara que pagaré el doble y que soy abogada. Lidia sabía que sus propias “palabras mágicas” solo podían ser usadas en ciertos momentos. Para su fortuna, casi siempre funcionaban. —Deme un minuto —La joven se metió a la que tenía que ser la habitación de las lecturas, que se situaba justo detrás del mostrador. Pasados dos minutos, regresó, luciendo nerviosa—. Pase. Al entrar y ver que el pequeño cuarto era tan similar a los que salían en las películas, la abogada soltó un rápido bufido. «Esto tiene que ser una broma», se quejó, arrepintiéndose de su visita, pero avanzó. No sabía cómo llamar a la mujer de mediana edad que se encontraba sentada en el fondo del lugar, en una mesa cuadrada con solo dos sillas. Pensó que decirle “bruja” no sería de su agrado, aunque por su aspecto gracioso con su vestido color rojo de satén y sus adornos de cristal en la cabeza y cuello podría serlo, así que solo saludó con la mano y se sentó. El olor a incienso picaba su nariz. La incomodidad crecía con cada detalle que descubría. —Dígame, ¿qué quiere saber? —Mara tenía en las manos un manojo de cartas y con su voz aterciopelada hizo que su cliente se concentrara en ella—. ¿Sobre el marido? ¿Hijos? ¿Algún enamorado? ¿Trabajo? La abogada decidió que, ya que ya estaba allí, continuaría para ver qué podía conseguir. —Quiero saber sobre una persona. —¿Qué quiere saber? Mara revolvía las cartas mientras hablaba y mantenía la vista fija sobre Lidia, quien se tomó unos segundos para responder: —Cómo murió. —¡Oh!—Comenzó a acomodar paciente las cartas sobre la mesa—. El tarot puede decirme muchas cosas, pero con los difuntos a veces hay… problemillas. Si no puedo contactar a la persona que busca, no podré decirle lo que quiere. Es algo que tiene que saber antes de empezar. —Está bien —aceptó y con su mano dio la aprobación para que diera inicio. —¿Cuál era su nombre? —Gabriel Alcalá. Mara movió varias veces la cabeza de arriba abajo y susurraba para sí. Lidia se reservó sus opiniones sobre su oficio y se concentró en lo que iba a escuchar. —Bien. —Recargó los codos sobre la mesa para poder ver mejor a su cliente—.Veo a un hombre de piel blanca… Un hombre joven. Veo dinero… Y también que era alguien muy querido. —Apunto hacia dos cartas y sus ojos reflejaron seguridad—. Aquí hay un matrimonio por conveniencia, no había amor verdadero. Él prefería a los de su mismo sexo. Por otro lado, el diablo representa los vicios. —De un momento a otro, pareció conmovida—. Su espíritu estaba corrompido y cargaba con una gran tristeza. Es que su pena era grande, sentía mucho dolor. Demasiadas presiones. La exigencia fue lo que lo llevó al fondo. —¿Se puede saber cómo murió? —la interrumpió. En ese punto la envolvió que Mara supiera detalles reales. —No puedo decirte paso a paso cómo, pero la lectura me dice que fue un s******o. Lo planeó por más de un año y para él ya era imposible seguir viviendo. Lo hizo en un puente durante la noche.—Señaló dos cartas más—. Veo agua corriendo. Fue arrastrado, pero no murió rápido… —De pronto, Mara se echó para atrás de manera abrupta. Llevó una mano a su mejilla y abrió los ojos, pensativa—. Hay una cosa que… —¿Qué? ¿Qué ve? —quiso saber porque la vio titubear. —Nada, nada. —Volvió a sentarse recta y evadió la interrogante—. Su cuerpo se perdió. Es todo. Ya no me dice más. Lo siento. —Con eso basta. —Antes de levantarse, recordó que faltaba un detalle importante—. ¿Hay una manera de conocer la fecha en que pasó? —Sí, con otra tirada especial. Esta va por mi cuenta. Permítame. —Mara recogió las cartas y volvió a echarlas. Una vez repartidas, informó lo que vio—: Tu fecha es el veintinueve de agosto del dos mil once. Ese día Gabriel murió. —Le agradezco su atención —apenas pudo decir porque lo que le dijo la tomó desprevenida. ¡La fecha que le dio fue el día en que Ámbar conoció a Alan! —Espero haber sido de ayuda… y que no tengamos problemas. —Ningún problema —le aseguró y se levantó—. Que tenga buen día. Castelo pagó y salió del local. Sus pensamientos eran una maraña que le provocó dolor de cabeza. Ya no se sentía con ganas de meditar sobre el caso, pero las hipótesis insistían en perseguirla. En la acera de la calle, esperando a que pasara un taxi, cambió de idea y sacó el teléfono para enviarle un mensaje a Carlos. En él le pedía que fuera por ella y agregó la dirección. La respuesta fue recibida enseguida: SMS de: Carlos Acabo de salir de cortarme el cabello. Tienes suerte, estoy a quince minutos. No tardo, resguárdate bien. Carlos llegó en doce minutos exactos. Se estacionó frente a ella y salió del coche. —¿Es en serio que visitaste este lugar? —la cuestionó, pero esta vez sonó condescendiente. —Solo quería entender…—confesó avergonzada. —Ya veo. Ven, vámonos de aquí. Se subieron al carro, pusieron los seguros y él se acomodó en el asiento para poder hablarle: —Mi intención no es juzgarte, al contrario, te entiendo. Alguna vez también quise creer en cosas como esas. Pero lo que sea que encuentres, es imposible de probar. Y ni siquiera trates de usar lo que has obtenido en el juicio porque se reirán de ti. Lidia resopló. —Lo que pasa es que me crees loca. —¡Jamás! —le dijo sonando sincero. —¿Sabes? —Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las emociones la controlaban y por primera vez permitió que su colega la viera de esa forma—, me están pasando cosas muy extrañas. —Entiendo. Solo te di un consejo. —Sin que los dos lo sintieran como invasión, posó una mano sobre la suya, buscando darle apoyo—. ¿Quieres ir a comer? —Sí. Quiero sushi desde hace una semana, pero… —vaciló—, ¿podemos comerlo en tu casa? Mi departamento tiene fallas de luz. Carlos asintió sonriendo, encendió el coche y aceleró, directo al sushi.
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