**ALONDRA** No sé si fue la cafeína o el perfume de guerra que traía puesto, pero cuando Victoria se sentó frente a mí, supe que no era una prometida; era una estratega. Era una sonrisa de porcelana con filo de navaja, una reina de hielo que no necesitaba trono porque ya dominaba el clima del lugar. Me saludó, como si la noche anterior no hubiese existido, como si no hubiese marcado su territorio con la sutileza de una estampida. Respondí con la voz más serena que pude encontrar, una que decía: «no me intimidas, pero tampoco quiero empezar una guerra hoy». Ella, como quien acaricia un gato antes de soltarlo, me interrumpió. Ah, claro. No estábamos en una corte. Estábamos en un campo de batalla con manteles blancos y cubiertos de plata. Se sentó sin pedir permiso, como si la silla f

