CAPÍTULO 3

1135 Palabras
ISABEL Vuelvo a abrir la puerta lentamente, apenas un resquicio…y lo que veo me corta la respiración. Dos hombres jóvenes, de complexión atlética, vestidos con ropa oscura y pasamontañas, están en la habitación. Uno de ellos sujeta con fuerza al fiscal, que forcejea con desesperación, mientras el otro le enrolla un delgado cordón blanco alrededor del cuello. Lo aprieta sin piedad. Preciso. Letal. Son profesionales. El miedo me ancla al suelo, el estómago hecho un nudo. Y justo cuando mis dedos empujan la puerta para cerrarla… unos ojos se clavan en los míos. Esos ojos que antes me miraban con condescendencia ahora están cargados de terror. Desorbitados. Me suplica sin palabras. Su mirada es un grito ahogado. Quiere que lo ayude. Que haga algo. Pero yo… yo no puedo moverme. No puedo salvarlo. Solo veo su rostro enrojecido, los ojos saliéndose por la presión del cordón, y su boca intentando formar una súplica muda. Un hombre que siempre me trató con desprecio. Frío. Cruel. Y, sin embargo, en este momento… me mira como si yo fuera su última esperanza. Y yo…yo solo soy una chica normal. En lugar de gritar o alertar mi presencia, cierro la puerta. Lo hago lentamente, sin hacer ruido. Mi respiración se acelera, el sudor me resbala por la espalda, y doy un paso atrás, temblando. Me tropiezo con una silla y esta se arrastra con un chirrido agudo. Aprieto los dientes, maldiciendo en silencio. Abro de un tirón el armario y rogando a Dios que esos hombres no hayan notado que estoy aquí. No pienso. Solo reacciono. Miro el reloj y cuento los minutos: uno, dos, tres… cuatro, cinco minutos eternos hasta que escucho la puerta de mi despacho abrirse. El sudor me empapa como si me hubiera duchado con la ropa puesta. Rezo porque no busquen en el armario. Sé que si me encuentran, mi destino será igual al del fiscal. Y entonces, oigo un ruido muy cerca de mí y cuando levanto la cabeza frenéticamente veo unos ojos claros en mi campo de visión. Pego un grito fuerte por la sorpresa y me cubro la cara con las manos. —Vaya, pero si hay una ratoncita escondida —dice uno de los hombres con un gran acento italiano. Creo que su cabello es rubio. Sus ojos claros —aunque no llegan a ser azules—, desprenden una frialdad que eriza la piel. No alcanzo a verle bien el rostro, pero hay algo en su expresión, en la forma en que se mueve, que grita peligro. De repente, me agarra del pelo y me arrastra fuera del armario. Caigo con un golpe seco al suelo. Duele. —Lo has visto todo, ¿verdad, ratoncita? —su voz es apenas un susurro, pero cada palabra pesa como una amenaza velada. —N-no… no vi nada —balbuceo, sintiendo cómo me arde la cara al contener las lágrimas. —Estás mintiendo, ratoncita —dice, pisándome una mano con toda su fuerza, aplastándola bajo todo su peso.—Odio cuando mienten. Un quejido amenaza con escaparse de mis labios, pero lo contengo a duras penas. Si voy a morir, al menos no pienso darles el placer de verme humillada. Él lo nota y me regala una sonrisa torcida mientras se agacha y toma mi rostro con una sola mano con fuerza, alineando su cara con la mía. Fija su mirada en mí y susurra: —Parece que eres muy orgullosa, ratoncita… —No le hagas daño. Ella es un contratiempo. Tenemos que avisar que hemos encontrado a una mujer…es una testigo —interviene su compañero. El hombre rubio me suelta la cara de malas maneras y se vuelve hacia su compañero, que lo mira con una expresión clara de desaprobación. —¿A quién, al l’Esecutore? —dice en italiano, y en ese instante la realidad me golpea como una ola embravecida. Son mafiosos italianos, no puede ser de otra manera. ¿Pero qué hacen aquí? ¿Por qué han asesinado a mi jefe…? —¿A quién si no? —responde el de pelo n***o, levantando una ceja con aire desafiante. —Sebas... vamos a jugar un rato con ella, y después avisamos a los jefes —dice el rubio con un tono juguetón.—No me digas que no te gustaría fo*** a esta zorrita ‘sabelotodo’ con esas gafas puestas sobre su propio escritorio... Un frío helado me recorre la espalda, y siento cómo el miedo cada vez se hace más grande. —No todos somos como tú. Además…—dice pensativo—No podemos hacer eso sin permiso…ya sabes lo que pasa cuando rompemos las reglas. —Tú, siempre tan aburrido —dice el rubio—. No tardaré mucho, ¿entendido? Veo que el hombre al que el rubio ha llamado Sebas coge el móvil de su bolsillo. Aprovecho que el hombre baja la cabeza para escribir lo que supongo que es un mensaje de texto y agarro un boli del suelo. Tengo que escapar. Necesito crear una oportunidad, cualquier hueco para salir corriendo… pero soy consciente de mi desventaja: son dos hombres contra mí. Quizá, con muchísima suerte, consiga hacerle daño a uno de ellos y escapar. El miedo me sacude de pies a cabeza, pero algo dentro de mí hace clic: si vienen a violarme no me quedaré de brazos cruzados. Me incorporo de golpe y le clavo el bolígrafo directamente en el omoplato del rubio, que estaba de espaldas, confiado. Su grito es tan desgarrador como el forcejeo que le sigue. Arranco el bolígrafo de su carne y vuelvo a lanzarme sobre él, pero en una fracción de segundo se gira, esquiva mi ataque y, con un puñetazo brutal, envía mi rostro hacia un lado. El sabor metálico de la sangre me llena la boca. Me tambaleo, pero no cedo. Intento de nuevo clavarle el bolígrafo pero fallo. Esta vez me responde con una bofetada tan seca y potente que retumba en toda mi cabeza. Aprovecho un instante de descuido y le propino una patada en la entrepierna. Un alarido de dolor retumba en mis oídos, pero cuando intento volver a clavarle el boli, me atrapa la muñeca y me la retuerce sin piedad. Un grito se me escapa junto con el bolígrafo, que cae al suelo. El rubio suelta una carcajada áspera. —Es dura… la zorra. —masculla, con una sonrisa burlona que me hiela la sangre.—Espero que me dejen tenerla… Todo se vuelve confuso, borroso. Mi cabeza late como un tambor. Apenas puedo reaccionar cuando su puño se hunde en mi costado. Sigue golpeándome una vez tras otra y con cada golpe me roba el aire. Entre jadeos, apenas distingo la voz del tal Sebas, que intenta detenerlo. Y con un último impacto seco, todo se apaga.
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