Círculo urgente

997 Palabras
Desperté con un tirón brutal en el cuerpo. Voces. Prisas. Alguien decía: —Saturación en picada. Otro: —Prepárenla. Sentí la mascarilla apretada, manos en mi cuello, en mis brazos. —Vamos a intubarla. No sé de dónde saqué fuerza, pero la saqué. Negué con la cabeza. Levanté una mano, torpe, temblorosa. —No… —logré decir—. No me intuben. El doctor a mi costado se detuvo, vi su rostro borroso confundiéndose. —Intente respirar hondo, señora Azucena —ordenó—. Lento. Conmigo. Tragué aire. La cara del terapeuta Andrés se plantó flotante frente a mí. Uno. Dos. Tres. Cada respiración era una batalla ganada. El oxígeno empezó a subir. Pese a la discusión que se desató segundos después entre los el especialista y el doctor general, no me intubaron. Les dije que sería capaz de mantenerme estable, tenía ya las bases para lograrlo. Tuve que firmar una hoja responsiva, por si las dudas. Horas después, el médico especialista, el mismo que me atendió al llegar, se sentó a un lado de mi cama: —Respondió mejor de lo que esperábamos. Si sigue así, podría darla de alta el lunes. Voy a hacer un informe… —¿El lunes? —lo interrumpí. —Debe pasar esta noche en observación. Me di un golpecito en la frente. —Por favor, dígame que este hospital no es privado. El médico, que ya podía confirmar que era de mediana edad y piel más oscura que la mía, sonrió. —Se encuentra en un hospital Bienestar[1], recién inauguramos. No se preocupe, aquí aceptamos a no derechohabientes y derechohabientes. Le daré un resumen de la atención para que la entregue a su médico de cabecera. —Me dio una palmada en el dorso de la mano—. Va muy bien, señora, siga así y pronto podrá irse. Asentí, pero por dentro ya divagaba en otro sitio. ¡Irlanda! También estaba la cooperativa de la escuela. Las cuentas que no esperan a nadie. —Doctor… ¿mi hija? —le pregunté. —Eso lo ve trabajo social. Le diré que venga a ponerla al día. Se lo agradecí en la distancia. Cómo le explicaba a ese hombre que también me urgía tener el alma tranquila. Y la mía no lo estaba para nada. La trabajadora social media hora después. Cerró la cortina con cuidado y se acomodó en una silla giratoria que ella misma llevó. —Señora Azucena, sigo valorado su caso. Tengo que hacerla algunas preguntas, ¿se siente bien para responderlas? Yo apreté las sábanas. A pesar de que quería dormir, preferí decirle que sí. —Debe saber que los servicios infantiles están notificados —continuó—, se iniciará una investigación. Usted es considerada una paciente desahuciada. Legalmente, tenemos que asegurarnos de que Irlanda no quede en una situación de riesgo… otra vez. La palabra desahuciada cayó sobre mí como una losa vieja. —¿Desahuciada? —dije incrédula—. Soy su madre, tengo derecho a tenerla conmigo. La amo, la cuido, tiene educación, atención médica. No le falta nada. La trabajadora social bajó la mirada, apenas un segundo. —No se está juzgando su amor, señora Azucena. Se está evaluando su condición. La condición de las dos. —El médico dice que aún me quedan años —respondí—. Y aun así respiro. —Aunque sabía que no debía, giré a verla con el alma expuesta—: No me quite lo único que me da fuerzas para seguir luchando. Ella es todo para mí. Hubo un silencio entre las dos. —Mire, apóyeme con estos cuestionarios, ¿sí? Mañana podrá ver a la niña —aseguró ella—. Cuando ya esté mejorada, arme un plan de contingencia con su círculo social, y me lo trae. Asentí despacio. Porque pelear vendría después. Primero tenía que abrazar a Irlanda. Terminados los largos cuestionarios, me bajaron a piso por fin. A la hora de visita, la última del día, entró a verme quien menos esperaba. Traía una bolsa con mi ropa, mi celular, mis sandalias y mi sudadera. —Tu vecino Raúl me llamó —dijo bajito Gabriela—. Todavía tengo la llave que me diste. La miré. Y sentí algo raro, una mezcla de vergüenza, orgullo herido, coraje. —Déjala dentro de la bolsa y vete de aquí —le dije tajante—. No te quiero ver. —Sabes que necesitas ayuda… —¡Que te vayas! —repetí más fuerte—. Necesito ayuda, es verdad, pero prefiero arrastrarme hasta mi casa antes que aceptar la tuya. Gabriela me miró fijo, parecía preocupada. ¡No, ya no le creía nada! —Está bien —dijo al final—. Pero sabes que puedes llamarme. Cuando salió, entendí que sí me urgía hacerme de amistades para emergencias como estas. Imelda y Beatriz eran nobles, pero todavía no entablaba con ellas una confianza como la que una vez tuve con Gabriela. Y quizá no la volvería a entablar con nadie más. Tomé el celular de la bolsa. Abrí la conversación con la directora de la escuela donde tenía la cooperativa. Empecé a escribir con el pesar en los dedos: “Maestra, le aviso que no podré…” Me tambaleaban los dedos. Borré. Volví a escribir. Y justo entonces entró su mensaje primero: “Señora Azucena, aviso importante: lunes y martes habrá curso para los maestros. No tendrán clases los niños. Nos vemos hasta el miércoles”. Me quedé mirando la pantalla. Tenía tantas cosas en mi contra y, aun así, aparecía un pequeño hueco por donde respirar. Cerré los ojos. Dormí un rato sin sobresaltos. Ahora el pendiente era uno solo. El más grande. El más urgente. Recuperar a mi hija. ************ [1] Los hospitales IMSS-Bienestar están destinados principalmente a la población mexicana que no cuenta con seguridad social, ofrecen atención médica gratuita de primer y segundo nivel, medicamentos y especialidades, aunque también pueden atender a derechohabientes sin negarles el servicio.
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