El domingo amaneció nublado. Era día de lavado después de ir a misa.
Me puso el vestido azul que usaba para las ocasiones importantes, aunque ya tenía los bordes deshilachados.
Irlanda y yo salimos unidas de las manos.
Ella llevaba puesto el vestido que le compré para su cuarto cumpleaños: floreado, con toques antiguos y ampón, así como los que nunca pude usar yo.
Temía que lloviera, pero ni eso me detuvo.
Hacía días que la angustia por no encontrar trabajo me carcomía. Me urgía refugiarme en El Señor.
El templo estaba lleno, como de costumbre.
Nos sentamos al fondo, junto a Imelda. Ella agitaba el abanico con ánimo.
—¡Ah!, ya me acordé qué te iba a decir —me susurró, cuando terminó el cántico—. Hablé el viernes con Beatriz.
Como si nos hubiera escuchado, Beatriz se acercó con su sonrisa amplia y ese balanceo coqueto de su cuerpo:
—Azu, ¿ya te dijo Ime?
Negué con la cabeza.
—A eso iba —respondió Imelda, con ambas manos levantadas. Luego se dirigió a mí—: ¿Te gustaría dirigir la cooperativa de la escuela “Niños Héroes”? Mi hijo la administraba, pero ya no quiere seguirle. Se va a tomar un curso de galletería a otra ciudad. Ojalá digas que sí, se gana mejor de lo que la gente cree.
Mi corazón dio un salto tan fuerte que casi me echo a reír.
—¿Dirigir la cooperativa? ¿Yo? —se me quebró la voz—. ¡Claro que sí! Sé… sé cocinar y tratar con niños.
Las lágrimas resbalaron antes de que pudiera contenerlas.
Abrecé a Imelda sin pedirle permiso.
Fue un impulso genuino.
Después de soltarla, Beatriz me abrazó.
—Confía en Nuestro Señor, él nunca nos abandona —murmuró.
Me limpié la cara con la manga del vestido, riendo entre sollozos.
—¡No saben cuánto los agradezco todo lo que han hecho por mí! De veras… esto me cae del cielo.
—Pues entonces hay que celebrarlo —propuso Beatriz.
—Eso mismo iba a decir —respondí, todavía con los ojos húmedos—. Vénganse a la casa, les hago un arroz con leche y unas gorditas de frijol.
Las tres salimos del templo.
Beatriz se ofreció a llevarnos en su camioneta.
Afuera, el petricor me envolvió y tuve la oportunidad de gozarlo sin la preocupación que antes me llevó a ese lugar.
Beatriz se ofreció a prestarme dinero para adquirir los insumos, e Imelda fue en persona a presentarme con la directora de la escuela.
Mi currículo con experiencia en restaurantes no dio pie a excusas. Fui aceptada de inmediato.
Tenía que darme prisa para organizar los desayunos calientes que se servían en la escuela. Eran en total trescientos cuarenta y dos alumnos.
La primera semana sirviendo fue agotadora, pero al ver las ganancias diarias sabía que, de seguir con el mismo ritmo, podía solventar varios de nuestros gastos de primera necesidad.
El sábado, cerca de las ocho de la noche, escuché un estruendo, luego otro, y otro.
Sabía de qué se trataba. Lo sabía muy bien.
Irlanda golpeaba su cabeza contra la pared como si quisiera abrir un hueco en ella.
Llegué corriendo desde la cocina con el trapo húmedo aún entre los dedos.
—No, mi amor… ¡No, no! —le repetía, pero mi voz no servía de nada.
Intenté primero abrazarla, pero su cuerpo pequeño era un torbellino. Me empujó sin saber, sin querer, con la fuerza que de pronto salía de ella.
Su codo fue a dar una vez justo en medio de mis pechos.
Tambaleé.
No, no podía darme el lujo de dudar.
Entonces le sujeté la cabeza con ambas manos, firmes, desesperadas. Mis brazos temblaban. Sentí cómo cada golpe que lograba detener me sacudía los huesos por dentro.
Su frente estaba ardiendo. Su llanto se me metía lacerante por los oídos.
—¡Aquí estoy, hija, aquí estoy!
Poco a poco sus golpes fueron perdiendo fuerza. Sus alaridos se convirtieron en hipidos chiquitos, desordenados. Sus párpados pesaron. Se rindió al cansancio después de diez minutos luchando contra sí misma.
Cada que una de esas crisis pasaba, solo podía desear poder entrar en su mente y arrancarle lo que fuera que la atormentaba. Arrebatárselo, acabarlo, incluso estaba dispuesta a cargarlo conmigo. De poder…
Pero eso era imposible, y a veces no sabía cómo ayudarla a parar.
La sostuve todavía un rato, sin atreverme a soltarla, con el miedo latente de una revancha, porque sí pasaba. Cuando al fin la recosté en la cama, seguía respirando a trompicones. Era como si acabara de salir de una recia marea que la envolvía dispuesta a llevársela.
Le acaricié el cabello empapado de sudor. Tenía la frente marcada e hinchada.
Fui por una pomada para la inflamación. Se la puse con sumo cuidado.
Solté fuerte el aire una vez que vi en sus ojos la esperada calma.
Sentí primero un zumbido. Las paredes se estiraron. El cuarto se volvió un pasillo interminable. Quise sentarme, llamar a alguien, hacer algo heroico y útil. Pero solo alcancé a apoyar una mano en la orilla de la cama.
Mis piernas se volvieron de hule.
Lo último que vi fue a Irlanda dormitando.
Pensé: “no te me mueras hoy, por favor, no hoy”.
Y luego el mundo se apagó.