Futuro incierto

1038 Palabras
El portón verde de la escuela se abrió acompañado de un chirrido metálico leve. Entré detrás de la señorita que nos recibió. Todo el tiempo mantuve a Irlanda bien tomada de la mano. Cruzamos el patio. Las voces de los niños en el recreo atrajeron mi atención. Admiré sus gritos, sus carcajadas, sus llamadas entre ellos, la forma en la que se comunicaban. Parecía tan fácil.... De pronto, una punzada en el pecho me atacó, no por la enfermedad sino por la pena que me embargó sin buscarla. Esas niñas jugando agarradas de las manos, esas amigas confiándose travesuras, a esas alturas no lo había visto en mi hija, y la realidad es que no sé si lo vería. La directora, una mujer de mediana edad, delgada, de cabello oscuro recogido y cálida sonrisa, nos invitó a pasar a su oficina. Percibí el olor al café caliente y el perfume de canela de algún aromatizante. —Tomen asiento, por favor. —La mujer me extendió un par de hojas engrapadas y luego abrió una carpeta beige. Sostenía entre sus dedos una pluma lista para escribir—. Contamos con clases de inglés, actividades artísticas, los grupos son reducidos, los maestros se mantienen actualizados y, además, fomentamos la integración y la participación de los padres. Asentí mientras leía los beneficios de la escuela, y también los costos que, aunque un tanto elevados, estaba dispuesta a pagar. Apreté con suavidad los dedos de Irlanda, antes jugaba con el dobladillo de su blusa, pero ya presentía que pronto dejaría de mantenerse quieta. Por dentro rogué que la reunión no demorara tanto. —El horario es de ocho de la mañana a dos de la tarde, con posibilidad de talleres en la tarde. También contamos con servicio de comedor. Aquí los niños reciben alimentos balanceados. El menú es realizado por un nutriólogo. Y el ambiente… —La directora mostró una mueca de orgullo—, el ambiente es bonito. —Suspiró—. Créame, su hija se sentirá como en familia. Por un instante, me di permiso de imaginar a Irlanda corriendo en ese patio, cantando villancicos en Navidad, bailando con su disfraz de abejita en el Día de las Madres… Sacudí la cabeza. Debía volver a la realidad, ¡mi realidad! Entonces, con voz serena le dije: —Me interesa mucho, solo quiero comentar que mi hija tiene una discapacidad. La sonrisa de la directora se borró de golpe. Luego se acomodó los lentes y miró de reojo a Irlanda. —¿Qué tipo de discapacidad? —preguntó, ya no tan amigable. —Mental. Necesita apoyo, mucho apoyo y paciencia. La directora cerró la carpeta y la empujó a un lado. Sus labios se volvieron una línea recta. —Mire, señora, debo ser totalmente clara con usted: nuestro personal no es de educación especial. Y usted sabe… los demás niños… Podría ser complicado para su hija. Tragué saliva. ¿Qué estaba queriendo decirme?, ¿que mi hija era un estorbo para la sociedad? En mis ojos se formó un remolino a punto de explotar. —Pero usted dijo que fomentaban la integración —le repliqué. La mujer sonrió otra vez, esta vez sin el anterior entusiasmo. —Sí, pero… su caso es diferente. Quizá debería buscar una escuela más… adecuada. Otra vez la rabia y la tristeza se adueñaron de mí, pero me esforcé por mantenerme inquebrantable frente a esa mujer. —Entiendo. —Me levanté despacio—. Gracias por su tiempo. No le ofrecí la mano. Su evidente desprecio era ofensivo. Me pregunté, ¿dónde sí era adecuado para mi hija? ¿Dónde se encontraba ese utópico lugar en el que fueran capaces de aceptarla y guiarla?, ¿donde no hubiera rechazos ni muecas contenidas? Me habría fascinado que me dijera dónde estaba, porque hasta esa fecha no lo había encontrado. Salí del lugar con la frente en alto, aunque por dentro la herida me partía. Sequé la escasa humedad de los ojos y seguí mi camino. Fue necesario respirar profundo para apagar el temblor que me sacudía los músculos de las piernas. Ya no estaban los niños jugando, ahora aprendían en las aulas; el aprendizaje al que mi niña no podía aspirar. El dolor al respirar empezó desde la madrugada junto con la tos seca, por eso pedí el día libre en el restaurante a cuenta de vacaciones. No me sentía con fuerzas ni para fingir la sonrisa que siempre esperaban los clientes. Después del almuerzo, pasé la mañana entera en la cama, mientras Irlanda sacaba y azotaba sus juguetes a mi lado. Cuando Zoe llegó, me preparé para dormir todo lo que duraba la sesión. Apenas recosté la cabeza, sonó mi celular. Desganada leí el nombre. Contesté con la voz baja luego de darme un golpecito en la frente: —¡Álvaro, lo siento mucho! Se me olvidó que íbamos a vernos hoy. Él me respondió un tanto serio. Ya se encontraba en el restaurante: —Sí, una de tus compañeras me dijo que no viniste. —¡Discúlpame! Mi hija tuvo cita médica —mentí. La realidad era que sí deseaba verlo… pero no podía. No quería que me viera así de apagada. El que él hubiera ido hasta el restaurante me hizo sentir culpable. —Está bien. No hay problema. Nos vemos otro día, ¿te parece? —A pesar de sus palabras, seguía sonando seco. —Nos escribimos, ¿vale? Fue él quien colgó. Le escribí tres mensajes pidiéndole disculpas. No contaba con ánimos de tener nuestra primera discusión. Ni siquiera sabía qué éramos. Solo salíamos, no existía un compromiso ni una petición de por medio. Por mí, estaba bien con eso. Volví a recostarme, dispuesta a dormir a como diera lugar. En medio de la ensoñación, llegó a mí el recuerdo del padre de Irlanda. Se llamaba Axel. Mi hija no llevaba su apellido, él no quiso reconocerla. Cuando le dije de mi embarazo, negó que fuera el padre y me acusó de querer destruir su matrimonio de once años. Desde entonces no volvimos a hablar. Si se hubiera hecho responsable, tal vez pasaría mi enfermedad sabiendo que mi hija tendría un futuro menos lamentable, menos incierto que el que yo podía ofrecerle.
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