Pasaron semanas, o quizás fue un mes entero. El tiempo se había vuelto un borrón, marcado solo por las noches en el "Eclipse" y las horas robadas en conversaciones con Daniel. Había descubierto que era un hombre fascinante, con una mente aguda y una sensibilidad que me desarmaba. Hablábamos de todo: desde la poesía mística hasta la física cuántica, evadiendo siempre la cruda realidad de mi vida. Con él, mi mente encontraba un respiro, una calma que me había sido negada desde el secuestro. Él no me juzgaba, solo escuchaba, y sus ojos azules parecían ver el alma de Alaia, no la máscara de Luna. Esa conexión, extraña y profunda, se había convertido en mi nuevo refugio, mi única terapia real.
A Alejandro lo ignoré. Completamente. Si intentaba acercarse, me giraba. Si me hablaba, respondía con monosílabos fríos. Sabía que lo estaba hiriendo, que su ego de macho dominante se retorcía con cada desplante, pero no podía evitarlo. La idea de su toque, de cualquier contacto masculino, me provocaba náuseas, revivía el terror. Mi cuerpo se encogía ante la sola posibilidad.
Y la paranoia crecía. Esos dos hombres, los de los trajes oscuros que había visto la noche que conocí a Daniel, se habían convertido en sombras constantes. Los veía en la calle cuando salía del club, en el tráfico, incluso en las cercanías de mi edificio. Nunca se acercaban, nunca me hablaban, solo observaban. Sus miradas frías me seguían, una amenaza silenciosa que apretaba mi pecho y me recordaba que no estaba a salvo. Los nervios me golpeaban como olas de pánico, mis sentidos siempre alertas, cada sombra, cada ruido era una alarma.
Fue por eso que busqué la pistola. Una Glock 17, compacta y letal. La compré en el mercado n***o, sin preguntar demasiado. No sabía cómo usarla realmente, pero su peso en mi mano, fría y sólida, me daba una falsa sensación de control. La llevaba conmigo a todas partes, cargada, oculta en mi bolso, un secreto peligroso que me hacía sentir un poco menos indefensa. Un escudo de metal contra el terror invisible.
Esa noche, Daniel y yo estábamos sentados en la barra, en un rincón más tranquilo del club, mientras las luces aún estaban encendidas y las primeras chicas llegaban. Él me hablaba de un nuevo libro de un autor nórdico, su voz era suave y envolvente. Yo me sentía inusualmente relajada, casi a gusto.
—Luna —dijo Daniel de repente, su voz bajó un tono, su mirada se volvió seria—. ¿De verdad esto es lo que quieres para ti? Trabajar aquí, en este… mundo.
Me puse a la defensiva de inmediato. Mis músculos se tensaron. Siempre evitaba hablar de mi vida fuera del club.
—¿A qué te refieres? —pregunté, mi voz se volvió fría, mi máscara se deslizó.
—Sé que es por necesidad —continuó, ignorando mi tono, su mirada llena de genuina preocupación—. Te he visto. La forma en que te aferras a esta... identidad. No pareces feliz. Puedo ayudarte, Luna. Puedo sacarte de esto. Quiero salvarte de este mundo.
Su declaración, tan directa, tan cruda, me golpeó en el estómago. ¿Salvarme? ¿De qué? ¿De mi única forma de sobrevivir? Mi miedo y mi rabia se alzaron.
Antes de que pudiera responder, una voz furiosa cortó el aire.
—¡Ya estoy harto de esta mierda!
Me giré. Alejandro estaba parado a pocos metros, su rostro contraído por la ira, los ojos inyectados en sangre. Su mirada iba de mí a Daniel y regresaba, llena de un resentimiento ardiente.
—¡Estoy harto de que me ignores, Luna! ¡Harto de que no me mires, de que no me hables! ¡Pero si puedes estar todo el tiempo con este tipo! —escupió, señalando a Daniel con un dedo acusador.
La ira me invadió, superando mi miedo por un instante. ¿Él harto? ¿Él?
—¡Tú no tienes derecho a decirme nada, Alejandro! —grité, mi voz resonó en la barra. La gente empezó a mirarnos.
—¡Ah, no tengo derecho! —se burló, dando un paso hacia mí—. ¿Y quién eres tú para decirme eso? ¿La reina del club? Siempre fuiste la que buscaba, la que me controlaba. Nunca te negabas a mis invitaciones. ¡Y ahora te haces la intocable!
—¡Nosotros nunca fuimos nada, Alejandro! —declaré, la voz cargada de desprecio. La mentira era más fácil que la verdad en ese momento, una forma de romper cualquier lazo. El recuerdo de su toque en el cuello, en la cintura, me provocaba un escalofrío. En ese momento, no éramos nada. — Nunca fuimos nada más que sexo.
—¡Mentira! —Alejandro dio otro paso, su rostro distorsionado por la rabia y el dolor. Él sabía que eso no era verdad, o al menos no toda la verdad. Su orgullo estaba herido—. ¡Si era así, ¿por qué ahora no quieres que te toque?! ¡¿Por qué te asustas?! ¡Si tú eras la que me buscaba, la que decía que disfrutabas!
Sus palabras, su acercamiento, el tono de su voz, me golpearon. La burbuja de calma que Daniel había creado se reventó. Las imágenes, los sonidos, los olores del secuestro, se precipitaron sobre mí como una avalancha. Las manos, las cuerdas, la oscuridad, el pánico. Mi respiración se volvió un jadeo. Los ojos de Alejandro, exigiendo una respuesta, se convirtieron en los ojos de mis captores. El aire me faltó.
—¡¿Por qué?! —grité, mi voz desgarrada por la frustración y el terror que me ahogaba. Estaba al borde del colapso, el ataque de ansiedad gestándose. Mis manos temblaban incontrolablemente. Quería que lo entendiera, que todos lo entendieran, que me dejaran en paz. Lágrimas calientes brotaron de mis ojos—. ¡Porque me secuestraron! ¡Me torturaron! ¡Me violaron! ¿¡Entiendes eso!?
Mis palabras resonaron en el club. Algunos clientes se giraron, curiosos. Otros se quedaron paralizados, asustados. La verdad, la cruda, horrible verdad, había explotado.
La frustración me cegó. Con manos temblorosas y una fuerza que no sabía que tenía, me giré. Los botones de mi vestido se abrieron con un tirón brusco. Mi hombro y parte de mi espalda quedaron expuestos. Las cicatrices. Las veinte marcas irregulares y rosadas que el cuchillo había dejado eran claramente visibles, un mapa de mi infierno.
—¡¿Entiendes ahora?! —rugí, señalando mi espalda con un dedo tembloroso, mi voz se rompió en un sollozo de desesperación.
Daniel me miró. Su rostro, antes sereno, se contrajo con una preocupación profunda, con un dolor reflejado. Se acercó a mí de inmediato, su mano se posó suavemente en mi hombro descubierto, cubriendo apenas una de las cicatrices. Su toque era un bálsamo en la quemazón de mi piel y mi alma. Me envolvió en su brazo, acercándome de nuevo a él, como si quisiera protegerme del mundo y de mí misma.
Alejandro me miró. Su expresión, antes de furia, se transformó en puro horror. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, su rostro palideció, y un temblor, no de rabia, sino de pánico, recorrió su cuerpo. Vio las cicatrices, la evidencia irrefutable de mi infierno, y por primera vez, vio a Alaia, no a Luna. El pánico en sus ojos era un espejo de mi propio terror, pero el suyo era por lo que acababa de descubrir.
La discusión terminó en ese instante. El silencio era ensordecedor, solo roto por mis propios sollozos que se convertían en jadeos ahogados. Me sentía vacía, expuesta, pero también extrañamente aliviada por haberlo gritado.
Daniel seguía aferrado a mí, susurrando palabras inaudibles que eran solo un arrullo de calma. Mi llanto disminuyó. Me sentía exhausta, la adrenalina drenada de mi cuerpo. Me separé de Daniel, mi cuerpo aún tembloroso, pero mi mente, aunque abrumada, ya no estaba en la espiral de pánico. Le di una mirada de agradecimiento y luego otra de advertencia, antes de ver que Daniel tenía la intención de preguntar algo, sus ojos se llenaron de mil preguntas. No quería responder más. No quería hablar más. No quería
sentir más.
Con la cabeza alta, aunque mis piernas flaquearan, me di la vuelta y me abrí paso entre la gente atónita. Caminé con rabia, con una determinación ciega, hacia la salida del club. No sabía adónde iba, solo que tenía que alejarme de todos, de sus miradas, de la verdad que acababa de escupir.
Salí al frío aire de la noche, dirigiéndome al estacionamiento. El alivio por salir de la intensidad del club fue fugaz. Mi mirada, aún alerta, escudriñó la oscuridad. Y allí estaban. Estacionados a unos metros de mi coche, los dos hombres de traje, las mismas sombras implacables que me habían seguido por semanas. Sus figuras recortadas contra las luces de la calle me helaron la sangre.
El pánico se disparó de nuevo, pero esta vez, se mezcló con una furia fría y desesperada. Ya no era la víctima pasiva. No después de lo que acababa de pasar. Mi mano se deslizó en mi bolso, buscando el frío metal de mi pistola. La saqué, mis dedos firmes en la empuñadura, el cañón brillando bajo la luz tenue. Apunté directamente a ellos, el miedo y la rabia ardiendo en mis ojos.
—¡¿Por qué mierda me están siguiendo?! —grité, mi voz resonó en el silencio del estacionamiento, cada palabra cargada de la desesperación y la amenaza de una mujer al límite. La pistola no tembló en mi mano. Estaba lista para disparar.