Capítulo 11: Ecos Quebrados

1526 Palabras
El beso se deshizo lento, un hilo que se resistía a romperse. Mis ojos se abrieron, encontrándose con los de Daniel: ternura, preocupación, algo más. Nuestra respiración, errática, llenaba el silencio del apartamento. El aire, antes denso por la tensión, ahora vibraba con una electricidad innegable, una conexión que me asustaba por su profundidad. Permanecimos así, en silencio, el mundo exterior desapareciendo a nuestro alrededor. Daniel rompió el silencio, su voz apenas un susurro. —Alaia… Asentí, escuchando mi nombre verdadero en sus labios. La rareza de que él lo pronunciara, de que estuviera aquí, conmigo, en mi hogar, era abrumadora. —Es… es tan extraño —musité, mi voz apenas audible, como si pensara en voz alta. Lo miré a los ojos, sintiendo la necesidad de expresar lo que mi cuerpo y mi mente gritaban—. Contigo, Daniel… es como si mi cerebro apagara la señal de alarma de peligro que tengo con el resto de los hombres. No lo entiendo. Al contrario, tú me calmas. Eres… un sedante para mi alma. Él me apretó la mano, sus dedos entrelazándose con los míos. El contacto era cálido, seguro, un ancla en la tormenta. Sus ojos se oscurecieron con una emoción profunda. —Hay cosas que simplemente no tienen o no necesitan explicación, Alaia —dijo, su voz ronca, pero llena de una ternura que me desarmaba—. Yo solo sé que, contigo, siento lo mismo. Una calma… que no conocía. Su respuesta me conmovió hasta lo más profundo. Era una verdad mutua. —Dijiste que esta era una larga historia —recordó Daniel, su voz suave, invitándome a continuar. Asentí, el nudo en mi garganta aflojándose. La vulnerabilidad me inundó, pero su presencia me daba una extraña fortaleza, una que nunca había conocido. Sentí la necesidad de soltarlo todo, de arrojarle la verdad para ver si, al final, también él huiría. —Desde que tengo memoria, viví en este apartamento —comencé, mi voz ganando un poco de fuerza, aunque todavía temblaba—. Siempre tuve todo el dinero que quisiera, sin saber por qué. Nunca tuve amigos. Fui criada de forma aislada, siempre viendo clases con tutores o por internet. Mi "madre"… —hice una pausa, la palabra aún me quemaba en la garganta como ácido—. Era fría, distante. Los maltratos eran sutiles al principio, pequeños comentarios, luego más evidentes, golpes que se ocultaban bajo ropa holgada. Empecé a sufrir de ansiedad. La soledad, el encierro, las palabras hirientes… eran una tortura diaria. Daniel me escuchaba, atento. Sus ojos reflejaban una profunda compasión, pero no interrumpió. Solo su pulgar acariciaba suavemente el dorso de mi mano, un gesto que me anclaba a la realidad, a él. —Un día, escapé de noche, en medio de un ataque de ansiedad —continué, la voz ahogada en el recuerdo—. Llegué al club. El sonido, el movimiento, el anonimato… el baile. Descubrí que eso me calmaba. Era el único lugar donde podía respirar, donde la Luna que inventé podía existir. Tomé otro respiro, preparándome para la parte más oscura. Daniel me apretó la mano, como si supiera lo que venía. —Hasta que un día… ella me lo dijo. No era su hija. Dijo que me había "adoptado", que le pagaban por cuidarme. —Mi voz se quebró, las lágrimas rodaron sin control por mis mejillas. La verdad, aunque vieja, todavía ardía—. Poco después de eso, fue cuando… unos hombres me secuestraron en el club. Ellos… ellos me torturaron de todas las formas posibles. Me humillaron. Me violaron. Supuestamente, yo era el pago de una deuda que ella, mi "madre", tenía con ellos. —El recuerdo me inundó, mi cuerpo tembló incontrolablemente. La respiración se cortó, volviéndose un jadeo errático. Daniel se movió con delicadeza. Sus manos se posaron con una ternura infinita sobre mis hombros. Yo bajé los ojos, avergonzada, pero él me alzó el mentón suavemente. —¿Fue por eso que… explotaste de esa manera con Alejandro… por eso fue que enseñaste tu espalda? —preguntó, su voz suave, casi un susurro. No había juicio en su tono, solo una invitación a compartir, una promesa de que escucharía. Asentí, las lágrimas cayendo ahora en una cascada silenciosa. Mis manos fueron a los botones de mi camisa, desabrochándolos con rapidez y soltando la tela de mis hombros. Dejé que la camisa se deslizara hasta el suelo, quedando solo con un bralette que apenas cubría, exponiendo mi espalda por completo. Quería que las viera bien, cada cicatriz, cada marca del horror que había vivido. Sentí su mirada recorrer mi piel, al tiempo sus dedos deteniéndose en cada relieve de dolor. Los nudos en mi estómago se apretaron, un dolor fantasma, pero extrañamente, su tacto no me hizo retraerme. No hubo pánico, solo una punzada de dolor antiguo que se mitigaba con su cercanía. Con él, los monstruos se callaban. —Sí —dije, mi voz apenas audible—. Son… son veinte. Me las hicieron con navajas. —Mi mano temblorosa se alzó para tocar una cicatriz apenas visible en mi sien, oculta bajo mi cabello. —Y tengo una aquí. Daniel siguió el movimiento de mi mano, y con una delicadeza abrumadora, corrió un mechón de mi cabello para ver la cicatriz. Sus ojos se oscurecieron con dolor y furia contenida, pero su tacto permaneció suave, una caricia de seda. —No tienes que hablar de esto si no quieres, Alaia —dijo, su voz ronca, pero llena de una compasión inmensa—. Yo… lo lamento tanto. —Necesito que lo sepas —susurré, mis ojos fijos en los suyos. En su mirada no había asco, solo una profunda tristeza, admiración... y una determinación implacable. Era el único en quien podía confiar. El único que no me veía como un juguete roto o una criatura dañada. En ese preciso instante, un estruendo violento hizo que el suelo temblara. La puerta blindada de mi apartamento estalló, arrancada de sus bisagras con una fuerza brutal. Antes de que pudiéramos reaccionar, dos figuras grandes y corpulentas, vestidas de n***o y con pasamontañas, irrumpieron en la sala. Eran rápidos, profesionales, moviéndose con una eficiencia letal. —Señorita, tiene que venir con nosotros —dijo uno de ellos, su voz distorsionada por la máscara, pero con una autoridad innegable—. Por las buenas o por las malas. Mi corazón se disparó, el terror puro me paralizó. ¡No otra vez! ¡No podía ser! Intenté moverme, gritar, pero mis piernas no respondían, ancladas al suelo por el miedo. Daniel, sin embargo, reaccionó al instante. Me empujó suavemente detrás de él, interponiéndose entre mí y los intrusos, su cuerpo una barrera protectora. —¡No la van a tocar! ¡No se la van a llevar a ningún lado! —rugió Daniel, su voz inesperadamente feroz, un grito de guerra, la calma que siempre tenía desapareció. Se plantó frente a mí con una valentía imprudente, los puños cerrados. Los hombres, sin inmutarse, lo rodearon. —Por favor, joven, no se meta —dijo uno, su tono extrañamente tranquilo, casi suplicante—. Ella va a estar bien. Pero Daniel no retrocedió. Se lanzó hacia el hombre que hablaba, intentando golpearlo. El tipo lo esquivó con facilidad. Otro lo agarró por los brazos, inmovilizándolo. Daniel forcejeó con desesperación, la furia en sus ojos. —¡Suéltenme! ¡Déjenla! —rugía, intentando zafarse. —Por favor, no se meta o tendremos que lastimarlo —advirtió el segundo hombre, la voz baja, casi un murmullo de advertencia. El forcejeo se intensificó. Daniel era fuerte, pero ellos eran dos, coordinados y con un entrenamiento superior. Finalmente, uno de los hombres le propinó un golpe certero en la boca del estómago. Daniel se dobló sobre sí mismo, el aire escapando de sus pulmones en un quejido ahogado. Se arrodilló, jadeando, intentando recuperar el aliento. —¡NO! —grité, un alarido de desesperación que resonó en la sala. Intenté correr hacia Daniel, pero uno de los hombres me agarró con una fuerza descomunal, sus brazos rodeándome. Me levantó del suelo con facilidad, cargándome contra su hombro. Mientras me arrastraban a la fuerza hacia la puerta destrozada, mi mirada se clavó en Daniel, tendido en el suelo, luchando por respirar. —¡Déjenla...! —dijo Daniel con la voz rasposa, la respiración entrecortada. Estaba haciendo un esfuerzo, era evidente el dolor en su rostro. Trató de levantarse, pero no pudo. La imagen se grabó a fuego en mi mente: su rostro pálido, la impotencia, el dolor que sentía por él. —Aléjate de ella —escuché una voz grave y fría decir desde la oscuridad del umbral, dirigida a Daniel—. Ella va a estar bien. El peso de esas palabras, "Ella va a estar bien", resonó con una promesa vacía mientras la fuerza de los brazos que me sostenían me arrastraba hacia un destino incierto. La oscuridad, tanto física como la que se apoderaba de mi alma, me engulló. El eco del grito de Daniel, mezclado con el silencio de mi propio terror, fue lo último que sentí antes de que todo se volviera n***o.
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