2. El hecho...

1835 Palabras
Capítulo 2. El hecho que lo cambio todo. Pero la realidad superaba la ficción porque ese hombre no era ningún desconocido y mucho menos un stripper... El tipo que entró en la habitación era el coronel Sebastián Durand. El mejor amigo de Antonio. Aunque en ese momento, ni Paulina ni él podían imaginar lo que estaba a punto de suceder. Sebastian entró trastabillando, con el traje de gala militar desordenado, el cabello revuelto y la mirada vidriosa, porque había sido drogado por sus enemigos, los mismos que entregaron una buena cantidad de dinero al recepcionista para que le consiga una mujer de dudosa reputación... la idea era hacerlo caer. Ellos tomarían fotos del gran coronel Durand y las enviarían al ejército, con ellas se aseguraban su pase a retiro forzado, acabando con según ellos las injusticias y los malos tratos de él. La idea era: “acabar con su estricta y muy cuidada reputación” El afrodisiaco que le dieron era de los más potentes, y Paulina, cegada por el dolor y el alcohol, solo pensó una cosa al tenerlo tan cerca... ¡venganza! -- Claro, el stripper disfrazado de militar... Muy original amigas – dijo entre balbuceos. Él bajo la mirada lleno de confusión. Estuvo bebiendo unos tragos con personal infiltrado y de pronto comenzó a sentirse mal, acudió a la recepción en busca de una habitación, no tenía idea de que esta estaba ya ocupada por una mujer. -- ¿Qué demonios…? -- murmuró con voz ronca, llevándose una mano a la cabeza, su visión era borrosa y su cuerpo comenzaba a calentarse, la cabeza comenzaba a darle vueltas, su respiración estaba agitada y los latidos de su corazón acelerados, necesitaba eliminar toda la adrenalina que comenzaba a cumularse en su cuerpo. Sus oídos zumbaban, pero llegó a escuchar a la mujer. -- Tarde, pero llegaste -- le dijo Paulina con sarcasmo, caminando con torpeza hasta la cama, para caer sobre él. -- No tienes idea de la noche que he tenido, así que mejor… haz lo tuyo y cierra la boca -- Él parpadeó, aún desorientado. -- ¿Qué…? ¿Dónde estoy? -- Paulina no lo dejó terminar. Se alejo un poco de él para tratar de enfocar su imagen, algo que no consiguió, luego lo jaló por la corbata y lo besó con rabia, con desesperación. -- Cállate y haz lo que viniste a hacer -- exigió. Santiago no dudo en reaccionar, la droga ya estaba haciendo su efecto y su cuerpo respondió instintivamente. Entre la confusión, el calor y la extraña atracción de deseo que lo comenzaba a invadir en ese momento, sus besos se volvieron más feroces, más urgentes. El traje de gala militar cayó sobre una silla. La ropa de ella voló por la habitación. Y lo que empezó como un beso impulsivo terminó en una noche prohibida, intensa, una noche que ambos borrarían —o al menos intentarían borrar— al amanecer. Sebastian con la fuerza que lo caracterizaba tomó a Paulina en todas las maneras y poses indicadas en el Kama Sutra. Si alguna se le pasó fue porque su desesperación por calmar su deseo lo hizo apresurarse, ella no tuvo tiempo de pensar, de arrepentirse por lo que hacía, el alcohol y el deseo que ese hombre le estaba proporcionando le bastaba para olvidarse de quien era y lo que estaba haciendo allí. Pero el destino, testarudo como siempre, ya había dictado su sentencia. Y lo último que vio Paulina antes de que las imágenes se volvieran borrosas fue su mirada turbia, oscura, perdida en el deseo y el placer... A la mañana siguiente Paulina despertó con la luz del amanecer golpeando su rostro y un dolor de cabeza atroz. El dolor de cabeza fue lo primero que sintió. Paulina abrió los ojos con dificultad, sintiendo que un martillo le golpeaba las sienes con saña. Todo a su alrededor giraba, como si el cuarto estuviera flotando. El hotel estaba en completo silencio. A su alrededor, el lujo del cuarto contrastaba con el caos de su mente. Se incorporó lentamente, notando que su cuerpo estaba completamente desnudo bajo las sábanas revueltas, el perfume a sudor y sexo aún impregnado en la habitación. -- ¿Qué… qué hice? -- susurró, llevándose una mano a la boca, con la respiración entrecortada. Las imágenes llegaron como fogonazos: los besos, las caricias, los jadeos. Su cuerpo aún ardía. Se giró, temblorosa, y entonces lo vio. El hombre seguía allí, a su lado, dormido. Sin camisa, apenas cubierto por las sábanas, su cuerpo marcado parecía sacado de una película de acción. Su rostro, ahora relajado, era todavía más imponente que la noche anterior. Pero lo que realmente hizo que el mundo de Paulina se derrumbara fue lo que descubrió segundos después. Sobre la silla, tirado con descuido, estaba su chaqueta militar… con insignias reales, que no parecían ser las típicas de un estríper. Un nombre bordado, un rango y un apellido que la hizo palidecer: “Coronel Sebastián Durand” Su mente se quedó en blanco y su estómago se revolvió. Sintió náuseas, vértigo, terror.... -- No puede ser... esto debe ser una maldita broma -- pensó. Ese nombre, ese apellido ya lo había escuchado antes, Él no solo era un militar… ¡era Sebastián Durand el mejor amigo de Antonio su prometido! El hombre que había sido su sombra en todos los eventos sociales, al que había visto tantas veces siempre impecable, distante y peligroso. El mismo que jamás le había dirigido más de dos palabras, pero cuya sola presencia bastaba para incomodarla. El mismo al que siempre había evitado por su mirada intensa y su reputación peligrosa... se decía por ahí que mujer que dormía con él terminaba muerta en algún callejón. Paulina sintió el pánico treparle por la garganta. Sin pensar, se levantó de la cama, su respiración se aceleró. El sudor frío le recorrió la espalda mientras una verdad brutal la golpeaba. Había pasado la noche con él, si despertaba ella seria su próxima victima. Buscó desesperadamente su ropa esparcida por el suelo. Sus manos temblaban mientras se vestía, luchando por no hacer ruido. Cada segundo que pasaba, su mente repetía la misma frase como un eco ensordecedor: “Esto debe ser una broma”. “Esto debe ser una broma”. Cuando finalmente se calzó los tacones y se abrochó el vestido con torpeza, lanzó una última mirada al hombre que yacía en la cama, todavía inconsciente, con el rostro sereno y el pecho subiendo y bajando lentamente. Tenía que huir antes que sea demasiado tarde. Tenía que desaparecer antes de que él despertara y la reconociera. Sin hacer ruido, caminó hasta la puerta, pero antes de salir, lanzó una última mirada al hombre que dormía en la cama. Su corazón latía desbocado, como si quisiera romperle las costillas. -- Tú no puedes saber quién soy. Jamás -- susurró, con los ojos llenos de pánico. Y entonces, abrió la puerta y salió. Salió de la habitación 666, sus tacones resonando en el pasillo vacío mientras su corazón latía como un tambor enloquecido, apenas eran las cinco de la mañana, al llegar a una esquina giró y corrió, sin importar que algunos empleados la miraran con curiosidad. Su maquillaje estaba corrido, el cabello desordenado, y su vestido llevaba arrugas que delataban lo que había sucedido horas atrás. Ya en el ascensor, con las manos aferradas a su bolso como si fuese un salvavidas, Paulina sintió cómo las lágrimas querían escapar. ¿Cómo había terminado en la cama con él? ¿Qué demonios había pasado? Recordaba la música, el alcohol… la fotografía en su celular, la decepción, la rabia y la tarjeta con el número 666. -- ¡Maldición! – Y entonces, la peor notificación posible iluminó la pantalla de su celular, arrancándola de sus pensamientos. Era un mensaje de su amiga Katia: ** "Amiga, ¿estás bien? No te volvimos a ver en toda la noche acá ya todo terminó... pero no sabes lo que pasó. ¡El stripper nunca llegó! El hotel nos dijo que lo confundieron con otro tipo y lo enviaron a una habitación. Qué locura, jajaja. Hablamos luego." ** Paulina sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Había cometido el error más grande de su vida. Y ese error acababa de recibir nombre y apellido. Sebastián Durand. Su voz interior gritó solo una cosa mientras las puertas del ascensor se abrían: Corre, Paulina. Corre antes de que sea demasiado tarde. Sin mirar atrás, echó a andar, sin saber que el destino acababa de empezar a jugar su partida, porque al llegar a la puerta Diana estaba allí. -- ¿Dónde demonios estabas Pau? -- la recibió Diana en la entrada del hotel, con los ojos abiertos como platos. -- ¡Te busqué por todo el maldito piso! ¿Qué te pasó? Pareces un fantasma. ¿Dónde estuviste? -- Paulina no respondió. La tomó del brazo con brusquedad y la arrastró fuera del hotel. -- Paulina, ¡me estás asustando! Sabes qué hora es -- chilló Diana, tratando de seguirle el paso. -- ¿Qué hiciste? ¿Dónde estuviste? ¿Por qué no contestabas el celular? -- -- Necesito… necesito salir de aquí -- susurró Paulina, con la voz rota. -- Pero… no me asustes -- -- Después te explico, Diana, ¡por favor! Primero salgamos de acá -- Subieron al primer taxi que encontraron. Paulina apenas podía articular palabra, pero le dio la dirección de su departamento al conductor con voz temblorosa. El silencio en el interior del vehículo era espeso, cortante. Diana la miraba de reojo, claramente preocupada. -- Paulina… ¿Qué pasó? -- le preguntó al fin, en voz baja. Paulina cerró los ojos con fuerza, con el corazón aún desbocado, mientras revivía la peor imagen de su vida: su prometido y su hermana, desnudos, besándose. Y luego, lo que vino después. Su decisión impulsiva, esa habitación del hotel y ese hombre en la habitación vestido con traje militar Sebastián Durand. -- Me vengué, Diana… -- murmuró, con la voz apenas audible. -- ¿Qué? -- -- Me vengué del miserable de Antonio -- Diana abrió la boca, pero no pudo decir nada. Paulina tragó saliva con dificultad, sintiendo un nudo enorme en la garganta. -- Lo peor… lo peor de todo es que… elegí al hombre equivocado -- Sus ojos se llenaron de lágrimas. Las palabras le salían con dificultad, entrecortadas por la culpa y el miedo. -- Anoche… dormí con alguien… creyendo que era el stripper -- Diana abrió los ojos como platos, horrorizada, ahora entendía porque el stripper nunca llegó, pero luego de un momento recapacito sobre lo que Paulina dijo, “pensando que era el stripper” ella la miró asombrada. -- ¿No dormiste con el stripper? -- -- Sí, digo no... se suponer que debía llegar el stripper a la habitación, pero no era él, Diana. No era ningún stripper. Era… era el coronel Sebastián Durand -- Diana se quedó sin palabras.
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