Salí del edificio con el corazón latiendo desbocado y una presión insoportable en el pecho. Apenas llegué al estacionamiento, me metí en el auto y golpeé el volante con fuerza. El aire se sentía pesado, como si cada respiración quemara. Mis manos temblaban. —¡Maldita sea! —grité, y un nuevo golpe sacudió el volante. Las lágrimas que había estado reteniendo finalmente rompieron su barrera y rodaron por mis mejillas. Todo me dolía, pero no físicamente. Era un dolor profundo, desgarrador. Uno que se aferraba a mis entrañas y no me dejaba respirar. Encendí el auto, sin saber muy bien hacia dónde iba, pero con una sola idea en la cabeza: necesitaba olvidar. El mundo a mi alrededor se difuminaba mientras manejaba sin rumbo. La ciudad pasaba como una sombra borrosa, luces y siluetas que no t

