2.

1454 Palabras
La escuela Miraba en frente de mí a la coordinadora, que ni bien habiendo llegado a la escuela hace unos diez minutos, ya me mandó a llamar y me regañó porque tenía varios aretes en las orejas y los ojos pintados con marcador, tenía catorce años en ese momento. Suelo pintarme los ojos, desde siempre, con marcadores de colores, los delineo, hago estrellas, corazones, de todo con marcadores, a veces me echo escarcha también, me encanta y ella me hizo lavarme la cara, pero apenas me alejé, volví a pintarme los ojos y me puse escarcha azul y dorada, en verdad me importaba poco o nada la opinión de esa vieja. También me dijo que hoy me darían el uniforme, que no volviera a venir vestida de esta manera. Creo que le di vergüenza y al menos eso sí pude entenderlo, porque sabía que me vestía de manera cutre y deplorable, pero me daba igual. Esta, a pesar de una escuela con buena fama, de alto prestigio, buen nombre, estudiantes pudientes, de familias intachables, con dientes enchapados en oro y carruajes, hacen actos de caridad, dan becas a plebeyos como yo. Mayormente gente de baja calaña, lacras, o pandilleros, o sea, la gente de mi clase, pero a pesar de eso, trataban de mantener una buena imagen, que fueran ricos que hacían buenos actos con gente como yo, pero aun así, que nosotros no desprestigiáramos la institución con nuestra horrible imagen y sé que yo vestida de forma tan pobre, con mi camiseta de todos los días, la azul oscura, de una marca de Shampoo o a veces uso la verde o la amarilla, de marcas de jabón. Esto no le gustó en nada a la coordinadora. Me dijo que yo olía a detergente y que no podía oler así. Me entregó los dos uniformes e incluso, me dio una caja con jabones y shampoo. Al menos se le agradece. Era cierto, siempre huelo a detergente. Me baño con los mismos productos que lavo o bueno, él único que uso. El jabón negrito. Aunque ya creo que oleré a jabón como la gente normal. Bueno, muchas cosas en mi vida cambiaron desde esa noche. A pesar de tener sólo esa edad decidí dos cosas: Primero, nunca, por sobre todas las cosas nunca, vendería mi virginidad, de ninguna manera y segundo, moriría de hambre antes de acceder a estar con Antonio o cualquier pervertido que me ofreciera tocar mi cuerpo a cambio de dinero. Pensaba que esos cuatrocientos mil pesos se me acabarían muy rápido y luego, no sabría cómo conseguir dinero de nuevo, pero el cielo me iluminó y un grupo, llamado: los ángeles del infierno, evidentemente en honor a la canción, me salvaron en todos los sentidos posibles. Un par de noches después de “la noche”, caminaba junto a Ana por el estadio abandonado. Estábamos un poco bebidas. Bebíamos del alcohol que Ana le robó a uno de sus clientes, cuando vimos a un grupo de chicos, más o menos de nuestra edad, eran unos quince o veinte, que peleaban afuera del estadio, en la oscuridad. También había unos cuántos adultos, unos ocho o nueve, con cara de todo menos de algo bueno. Nos acercamos a ver y vimos una pelea que duró alrededor de veinte minutos. Peleaba un chico de unos doce años con otro de unos nueve. Por supuesto, el de doce años le dio una paliza al menor y nos desconcertó a ambas cuando, al finalizar, vimos al hombre calvo y espantoso, darle dinero al vencedor y preguntaron quién iba a pelear ahora. Cuando todos miraron alrededor y vieron a dos niñas cerca, porque eran meramente varones, preguntaron si una de las dos quería pelear. Ana rió y yo accedí, de inmediato, sonriente. Es que si me dejaban, sería un sueño hecho realidad. Siempre amé el arte de la guerra, me gustaba pelear y siempre me agarré a golpes con niñas de la calle, pero nunca con chicos. Sería bueno explorar otras opciones. Me pusieron a pelear con un niño de mi edad, por no querer que fuese tan desigual, aunque me preguntaron varias veces si estaba segura, porque él era varón y yo no. Reí y en cuestión de un minuto, molí a golpes a ese niño. Gané veinte mil pesos y así, cada noche, tarde o las horas en que me llamaran a la carpa, iba a pelear, siempre con niños y gané muchas veces, no todas, pero así encontré la manera más digna de sobrevivir, sin tener que hacer lo que Ana hacía y, además, le encontraba un placer propio. Era digamos que, de alguna manera, una forma de canalizar mis ataques de ira, que cada vez eran más frecuentes. Me enojaba si alguien me miraba fijamente en la calle, me enojaba si me echaban un piropo o si la persona que caminaba delante de mí lo hacía de una forma desesperante y lenta. Más de alguna vez agredí a gente sin motivos válidos, sólo por lenta o como ayer en que agarré a golpes a una muchacha de unos dieciocho o más, porque me miró mal, tal vez por mi ropa sucia o por mi ojo hinchado. Sé que la golpeé más de lo que debí y la policía me detuvo, por milésima vez y estuve en la celda juvenil. De nuevo esta semana. Ya hasta conozco a las guardias, son amigas mías. La Yomaira cumple treinta y cinco el domingo e iré a su cumple con Ana. Estos ataques son algo que no puedo controlar, estoy fuera de mí y temo que algún día… pueda golpear tanto a alguien que no vuelva a despertar más. Entonces, este día, lunes, ingresaba a la escuela, a mis catorce años. Debí ingresar dos años antes, la Claudia nos consiguió cupo en ese entonces, pero hubo muchas trabas y apenas pudimos ingresar o bueno, yo lo hice, Ana dijo que le daba pereza estudiar y rechazó la oportunidad. La coordinadora me quitó los aretes, al menos los que estaban de más y me dejó sólo los dos que comúnmente se usan, porque yo usaba tres en cada oreja y me dijo que eso me hacía parecer pandillera. Qué chistoso es que dijera eso cuando realmente lo era. Me explicó que tienen muchas reglas, no se puede llegar después de las 6:30am, que debo llevar siempre el uniforme y de forma impecable, nada de desorden ni ropa arrugada, que debo hacer mis deberes, respetar a los profesores, pedir permiso antes de ir al baño y que, como sabía que yo era m*****o de una pandilla, lo cual pensé que desconocía, que no quería ver a ninguno de esos “maleantes” merodeando la escuela ni que yo causara problemas. Eso no sucedería señora, ellos jamás vendrían aquí porque es muy lejos y somos muy pobres como para movilizarnos hasta el norte. En mi caso, vine en bici, en la que gané hace dos meses en una pelea. Es un poco fea, es de las bicis de domicilios, pero al menos, en la canasta a veces saco a pasear a los gatos que merodean el santuario o al que se detiene en mi casa, la casa rosada de madera que me ayudaron a construir mis amigos, los de la pandilla, en el lugar donde estaba mi carpa. No es la gran cosa, es solo una enorme habitación con un colchón y algunas cosas. No pude usar más espacio porque no había, ya todas las chicas habían construido casas de tablas como la mía. Fui la última, como siempre, la plebe De la cruz siendo la pobre del lugar. Entonces, entraba tarde escoltada por la coordinadora, porque ella me atrasó regañándome y explicándome todo, me dijo que, si no me acompañaba, no me dejarían entrar a la clase por la hora, eran estrictos con eso. “Estrictos”, vaya, qué finura. Caminábamos por los pasillos y ella me señaló el salón del fondo. Me dijo que ese era el mío, pero se detuvo, porque debía entregarle una carpeta al profesor de idiomas. Entonces, la esperaba, porque no podía irme sin ella. Llamó al profesor, estaba a un par de salones del mío y al verlo salir, mirarme fijamente y acercarse a ella, fruncí el ceño y exhalé. Maldición, con los años olvidé que el vikingo trabajaba aquí. Es una vergüenza que el primer profesor que vea, ya me haya visto golpeada, sucia, robando, recibiendo una operación que no podía pagar y oh, sí. En ese momento aún no tenía casa. Espero el vikingo no sea hablador y le diga a todos lo plebe que soy, porque si no, me vería obligada a darle una paliza por ello.
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