Stefan se acercó decidido hacia mí, sus ojos cargados de un deseo peligroso. Ninguno pronunciaba palabra; era una atracción mutua, pero letal.
—Debes entender que soy peligroso —tomó un mechón de mi cabello y lo colocó detrás de
la oreja—. ¿Sabes a qué se debe mi apodo?
—No —respondí con voz temblorosa.
—Verás —su mano se deslizó hacia mi cuello—, solo necesito tres movimientos para acabar con mi presa. El cuello es tan frágil que, en segundos, lo rompo —sus dedos comenzaron a cerrarse alrededor de mi garganta—. Dos: un golpe en la cabeza que destroza el cráneo. Y tres… —apretó con un susurro helado—, un simple impacto sobre el corazón. Así se desvanece cualquier vida miserable.
Su presión me hizo jadear, una reacción que pareció sorprenderlo.
—Bien, pequeña. Ahora demuéstrame de qué
