Me separé de Xavier como si su piel me quemara, pero la huella de sus labios seguía latiendo en los míos como una herida fresca. Él sonreía, satisfecho y desvergonzado, así que no lo pensé dos veces: mi mano voló por el aire y estampó su mejilla con un crujido seco que cortó la música y los murmullos a nuestro alrededor.
—¿Qué diablos te pasa? —le espeté, con una furia que me temblaba en las yemas de los dedos.
—Vine a saludar a una mujer deslumbrante —respondió, frotándose la mejilla enrojecida sin perder esa sonrisa de lobo— y, de paso, a salvar ese trasero perfecto de caer en las garras de ese imbécil.
—¿Todo bien, Ana? —la voz de Adán sonó a mi espalda, tensa y protectora.
—Sí —mentí, tomándolo del brazo con una urgencia que no sentía—. Vámonos de aquí.
Lo arrastré lejos de la mirada burlona de Xavier, mis tacones clavándose en la alfombra como dagas. ¿Cómo se atrevía a arruinar mi venganza? ¿Cómo había entrado? Revisaría cada nombre de la lista de invitados y despediría al responsable de este desliz.
En el despacho de mi abuela, con las paredes forradas de libros antiguos y el olor a cuero y brandy, Adán rompió el silencio.
—Siguiendo los pasos de tu abuela —comentó, recorriendo el lugar con una nostalgia que me irritó.
—Así que sabías de este lugar —apunté, dejando que el resentimiento afilara mis palabras—. ¿Y nunca me lo contaste?
—Tu abuela me trajo aquí una vez —confesó, hundiéndose en uno de los sillones—. Me amenazó. Incluso me ofreció dinero para alejarme de ti.
—Mi abuela era tan sabia como siempre —suspiré, acercándome a la barra de licores—. ¿Un trago?
—Lo de siempre —pidió, y nuestros ojos se encontraron.
Ya no era el hombre del que me enamoré. El tiempo y mis demandas le habían pasado factura: las arrugas alrededor de sus ojos eran más profundas, y su matrimonio con Lessa se leía como una condena en su postura.
—Me sorprendió tu invitación —dijo, aceptando el vaso de whisky—. ¿No he pagado ya todos mis errores?
—Te merecías mucho más —respondí con una frialdad que me enorgulleció—. Tú solo causaste tu propio caos. Las clínicas habrían funcionado, pero no pudiste mantener tu pene guardado. Preferiste una aventura barata y hasta una hija.
—Soy un estúpido por haberte engañado —admitió, con una mirada vacía que por un segundo me conmovió—. Mi codicia me llevó a la perdición, y perdí a la única mujer que amé.
—Dejemos los sentimentalismos —rodeé el escritorio, posando mis manos sobre sus hombros—. Sabes que podríamos divertirnos.
—Lo deseo —susurró, apretando el vaso hasta que sus nudillos palidecieron—, pero tú y yo siendo amantes es jodidamente innecesario.
La puerta se abrió de golpe. Xavier apareció en el marco, con el pelo desordenado y una sonrisa que prometía problemas.
—Cariño, por fin te encuentro —anunció, ignorando por completo a Adán—. Ven, quiero presentarte a unos colegas que pueden ayudarte con el lanzamiento de tu producto.
Adán se puso de pie, midiendo a Xavier con una mirada que podría haber derretido acero.
—¿Conquista o diversión? —preguntó, dirigiéndose a mí.
—Ninguna de las dos —respondí, sintiendo cómo la situación se desbocaba—. Xavier, lárgate. Estoy ocupada.
—Me parecía que el caballero ya se iba —Xavier entró y cerró la puerta—. Es momento de que te retires.
La escena era surrealista: dos hombres enfrentados como gallos de pelea, midiéndose en mi territorio. Adán avanzó, con los puños apretados.
—Sobre mi cadáver —gruñó.
—Con gusto —Xavier no lo dudó: su gancho conectó con la mandíbula de Adán con un sonido sordo.
Salté hacia atrás, horrorizada. Los dos se enzarzaron en una pelea que destrozó el silencio del despacho. Muebles tambaleándose, jadeos, maldiciones ahogadas. Corrí hacia la barra, tomé la jarra de agua y se la arrojé a ambos.
—¡OYE! —protestó Xavier, empapado—. ¡Es un traje Armani!
—Me importa una mierda tu traje —bufé—. ¡Quiero que los dos se vayan AHORA!
Salí del despacho, con el corazón acelerado y la rabia hirviéndome en las venas. No soportaba ese espectáculo patético: dos adultos comportándose como adolescentes ebrios. Me dirigí a la sala de control, donde las pantallas mostraban cada rincón de Aura. Necesitaba calma. Necesitaba control.
Pero el universo, al parecer, tenía otros planes.
—Podrás escapar de mí, pequeño sol, pero ten por seguro que siempre te encontraré —la voz de Xavier resonó a mis espaldas.
—Te dije que te largaras —giré para enfrentarlo.
—No lo haré —avanzó hacia mí, con una determinación que me hizo retroceder—. ¿Quién me lo va a impedir? ¿Tu patético amante?
—No es mi amante —repliqué, sintiendo cómo las paredes se cerraban a nuestro alrededor—. Solo hacemos negocios.
—Por favor, Ana —se rió, un sonido amargo—. Todos saben que ese imbécil te engañó. Lo dejaste en la ruina, y ahora está floreciendo gracias a su nuevo invento. Lo que quieres es destruirlo de nuevo. ¿Me equivoco?
El aire se espesó. Sabía demasiado. Demasiado sobre mí, sobre Adán, sobre mis planes. Este hombre no era solo un modelo con suerte; era un depredador con información.
—Cariño, ¿crees que por mi cara bonita no sé de negocios y todas esas mierdas? —acortó la distancia entre nosotros hasta que su aliento me acarició la mejilla—. Veamos: te fuiste de luna de miel a Tailandia un mes, regresaste y volaste a Londres para terminar tu investigación sobre regeneración celular… —mi corazón latía con fuerza—. ¿Continúo?
—¿Qué quieres? —logré articular, con la voz ronca.
—Por fin la damisela se calma —sus ojos me recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en mis labios—. Te quiero a ti.
—No —negué, pero la palabra sonó débil, quebrada.
No me dejó terminar. Su boca capturó la mía en un beso que no fue una pregunta, sino una respuesta. Un beso que sabía a venganza y a rendición, a whisky y a promesas rotas. Y esta vez, contra todo lo que me dictaba la razón, no me separé.